domingo, 4 de febrero de 2007

Reencuentros





Reencuentros

Una nunca sabe cuáles son los lugares que terminarán trascendiendo en su vida. O, por lo menos, para mí siempre han sido una sorpresa. La casa donde vivo en México, por ejemplo, la observé muchos años antes de vivir en ella, un día que venía regresando de un almuerzo en un restaurante cercano. Pasé junto a ella, como si fuera una casa más, pero recuerdo que un grafitti en la pared de enfrente me llamó la atención y me hizo recordar la esquina. Años más tarde, me doy cuenta que mi vida está ligada definitivamente a esa casa, y me parece extraño, y un tanto curioso, que la primera vez que la vi nunca hubiera pensado en lo trascendentre que resultaría.
Y así es con todo. Los amigos, los amantes, los lugares, y las pasiones.
La primera vez que vine a Montevideo fue en agosto del 2001, durante lo que fue mi primer viaje más o menos independiente. El destino de ese viaje era, principalmente, Buenos Aires, pero aproveché para visitar las cataratas de Iguazú, las montañas nevadas de Mendoza, y, durante un par de días, Montevideo.
Fueron dos días en los que, con un mapa en la mano, V., M., y yo recorrimos la ciudad de cabo a rabo, desde la Ciudad Vieja hasta Carrasco; desde el Parlamento hasta el Teatro Solís. Caminamos durante horas, bajo un frío desquiciado, por avenidas y junto al mar. Por parques y por calles peatonales. Recorrimos las plazas y tomamos fotos chuscas (fingiendo la cópula con unos becerros de bronce o besándole la mano a un Sócrates gigante, por ejemplo), y al final, cuando nos fuimos, recuerdo que me quedó una impresión muy grata de la ciudad, pero nunca pensé que el futuro me traería nuevamente por acá (aunque en el momento no me habría disgustado).
Por eso me resulta extraño que cinco años más tarde, ese pequeño espacio de mi memoria se haya abierto nuevamente y que había pasado a existir únicamente ahí y en las fotos de mi cajón. Me resulta típicamente impredecible que el destino me haya sacado esa carta, pues nunca me hubiera imaginado que un día mi familia estaría viviendo aquí.
Por eso, al llegar el autobús a la ciudad, y comenzar a recorrer la avenida Italia con dirección a la estación Trés Cruces, me parecía que en cualquier instante podría despertar. Que, al igual que los sueños más creíbles, todo esto tenía sentido, pero no tampoco demasiado sentido. Logré observar a lo lejos el obelisco, los parques de la Av. 18 de Julio, el estadio Centenario, el mar, y poco a poco mi cabeza comenzó a completar el mapa olvidado de la ciudad, a revivirla dentro de mí de una manera que no era la misma, pero tampoco era tan distinta. Y cuando bajé del autobús y vi a mi mamá y a mi hermana, un poco cambiadas por el tiempo pero que me abrazaron de una forma que yo ya conozco, me di cuenta que en estos cinco años sin ver Montevideo, y siete meses sin verlas a ellas, muchas cosas habían cambiado. Que el tiempo había ejercido efectos irreversibles sobre nosotros, pero éramos los mismos. Yo venía un poco más quemado, mi hermana estaba más alta, mi madre, con más aumento en los lentes. Pero éramos los mismos, en lugares distintos. O personas distintas, en la misma ciudad de hace cinco años. Aún no lo sé. Pero se siente bien estar en casa otra vez, con mi gato (un poco más gordo) acostado en mi regazo, escribiendo esta entrada. Se siente bien aunque no me haya familiarizado aún con los pasillos del apartamento y en las noches me desoriente entre los muebles que conozco. Se siente bien vivir con alguien con quien compartes la sangre, en una ciudad que te gusta, y que cada día conoces un poco más y se vuelve especial. Se siente bien reencontrarse, con uno mismo, con los demás, con las ciudades de las fotos que uno tiene en el cajón.

1 comentario:

Cyn dijo...

Woow tu blog acorta las distancias de una manera increíble...

y esta entrada en particular con ese aire de melancolía me ha encantado...

Aquí seguimos, saludos!