jueves, 3 de mayo de 2007

El regreso


Viajar! Perder países!
- Fernando Pessoa




El ascenso
De noche, Ushuaia es sólo una silueta. No veo la cordillera de los Dientes, ni el glaciar Martial. El Canal de Beagle es apenas una idea poco pensada, un lugar en el que la luna puede reflejarse sosegada. Las montañas, los Andes, se insinúan por última vez tras la ciudad. Desde la ventanilla del avión, las saboreo por última vez. Casi puedo sentir mis pasos caminando por su suave tierra que en nada se parece al concreto de las banquetas. El avión acelera, despega y, de pronto, las montañas se quedan en la distancia. El avión se aleja hacia el atlántico, se aleja de las montañas, que poco a poco comienzan a ocupar un espacio menor del horizonte, y abren paso a algo más, a algo que aún no sé qué sea.
Y así poco a poco con todo el continente, con toda la distancia. Durante la noche, mis sueños parecen recorridos por sombras, recorridos por olvido. Y de la misma manera se van perdiendo las latitudes. Regreso poco a poco al punto de partida, al final que es también el principio. Por la ventana, los kilómetros son devorados por una nube opaca. Los borra como una goma de lápiz borra una palabra. Se convierten durante la noche en pulsaciones de mi memoria, el eco de un eco, la ilusión de unos pasos que se han difuminado.


Aterrizaje




Damas y caballeros: Bienvenidos al aeropuerto internacional Benito Juárez. La hora local son las diez de la mañana con veinte minutos y tenemos una temperatura ambiente de diecinueve grados. Esperando que su estadía en la ciudad de México sea de su agrado, les agradecemos haber volado con Aeroméxico, la línea aérea más puntual del mundo. Ha sido un placer tenerlos a bordo, y esperamos atenderlos de nuevo en el futuro.

La ciudad

La luz parece trastocada por el polvo. Pero no es el polvo de las polvaredas que se dispersa al caer, sino un polvo que parece adherido al aire, que da la impresión de respirarlo.
Comienzo a reconocer las calles y los edificios. De todas formas, tengo la sensación de que nada es real aún. He regresado, es cierto, pero el regreso no es más que geográfico. Cuando abro la puerta de mi casa, sin embargo, me doy cuenta de que el tiempo ha pasado. Casi medio año, en el que el polvo ha tenido el tiempo para cubrirlo todo y acumularse. Así que voy por una cubeta, un trapeador, jabón, y una esponja, y comienzo a limpiar. Sacudo, enjuago, trapeo, barro, y poco a poco, a pesar del tiempo, la suciedad café pegada comienza a diluirse. Los objetos comienzan a recobrar su apariencia de siempre. Al final, tras tallar y fregar las mesas, las baldosas, las repisas, y el espejo, todos poco a poco se han vuelto claros y brillantes. ¿Y el tiempo? ¿Se fue con ese polvo? La evidencia a simple vista me indica que sí, pero algo dentro de mí está seguro de que no.



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AQUÍ TERMINA EL VIAJE SUDAMERICANO, 05/01/07 - 03/05/07

lunes, 16 de abril de 2007

mentiras y simulacros

Como olvidé mi cable para transferir fotos a la máquina en casa de Diana, no he podido agregar nuevas fotos, y por ende, como que siento que agregar textos resulta un tanto futil si no viene éste acompañado de la imagen, no he posteado. El 55 sur sigue vivo (de momento), pero pronto espero agregar nuevos textos que quedaron rezagados por no tener tiempo para transcribir (detesto transcribir).

Bueno, las fotos. Las mentiras de colores, como les digo yo. Todas tomadas en la Tierra del Fuego, a excepción de la del letrero (aunque se ve T de F del otro lado).


Pingüinos, estancia Harberton, 56ºS


Lengas, Harberton

Casco de la estancia Harberton

Foto de Ushuaia, el canal del Beagle, y la parte más baja del Glaciar Martial, 54,8ºS

Estrecho de Magallanes a la altura de Punta Gorda (Chile)


Turbera (pantano) en el parque nacional Tierra del Fuego



Canal del Beagle, justo antes del chapuzón (del otro lado se ve la cordillera de Navarino, en Chile)


Bosque fueguino en otoño


Glaciar Vinciguerra y un par de cumbres

Foto accidental en una cueva del glaciar Vinciguerra, en Ushuaia

miércoles, 21 de marzo de 2007

Magallanes y la Tierra del Fuego


Encuentros perturbadores

los mexicanos

Llegamos al estrecho un día de sol, un día en el que el viento ni se asomaba por las costas de la ciudad más austral de la américa continental. Al contrario, brillaba un sol intenso y hacía hasta un dejo de calor. Nada normal para esta época del año, nos dijo la señora del hostal. Caminamos por los museos y por el centro. Avenidas limpias y calles ordenadas. Hacia las afueras de la ciudad había bodegas y una universidad que se veía en buen estado. Se respiraba prosperidad en este rinconcito del fin del mundo. El estrecho lamía perpetuamente las costas con sus lengua café, turbia, y dócil. Caminamos un rato por la costa. Naufragios, restos de moluscos, y algunas piedras coloradas decoraban las orillas. El estrecho de Magallanes, tan legendariamente malvado e implacabke, amaneció más manso que un gatito esta mañana. Un día extraño acá. Eso y que escuchè a unas señoras hablando con acento mexicano en el museo. ¿Habrán sido mexicanas?, le preguntè a Enrique. No nos hemos topado a ningún mexicano, salvo en Villa la Angostura, un tipo que venía en moto e iba a Ushuaia. Y caminamos al mirador y observábamos de ahí la ciudad, cuando de pronto se baja una familia de un taxi. Eran todos turistas. Los dos hijos estarían rayando los 30 años, y los señores, los setenta. De pronto, me piden una foto y noto un acento extraño. Les tomo la foto. Le pregunto que de dónde son. De México. Lo supuse. Se despidieron, nos deseamos buen viaje mutuamente, y reflexionè unos segundos sobre la escena que acababa de ocurrir y sus posibilidades de repetirse: dos grupos de mexicanos se encuentran en un mirador de la ciudad de Punta Arenas, Chile y son las únicas personas ahí. Y uno de ellos le toma una foto a los otros, una tarde de marzo en la que hace un poco de calor, no hay ni un poco de viento, y el estrecho de Magallanes está más tranquilo que una alberca. No creo que vuelva a suceder en mucho, mucho tiempo.








Finisterre (55 grados sur)


Tenía ojos oscuros y una sonrisa amistosa permanente. Me miraba con curiosidad, pero nunca lo hizo con displicencia. Era regordeta y usaba mcuhas capas de ropa; tantas, que parecía más corpulenta que de lo que era en realidad. Esa noche, en un pub irlandés localizado en la ciudad de Ushuaia, Melanie, maestra de primaria en Melbourne y aficionada a los viajes, y un par de mexicanos que llegaron un poco más al sur que de costumbre, intentaron mantener una conversaciòn que por esas razones que se relacionan con la interconexión de los asuntos más trascendentales, tocó el tema de la muerte y el amor. Resulta que ella estuvo casada de los 16 hasta los 24 con un tipo que la dejó para hacer una caminata desde Noruega hasta Tel-Aviv. El plan era ambicioso hasta más no poder: lo haría en el transcurso de cinco años, durante los cuales dormiría junto a la carretera y comería lo que le regalasen, como un santo. A los tres meses, sin embargo, el tipo se rindió, pero él y Melanie no se volvieron a ver. Con el tiempo, también se fueron olvidando. "Hace años que no
pensaba en él", me confesó. "Hace cuánto tiempo", preguntè. Y ella, sin dejar jamás de sonreír, me respondió: "Fue algo que pasó. Hace mucho".
Ya en la avenida, el viento soplaba como si estuvièsemos en pleno invierno. Pleno invierno en la ciudad de Mèxico. Acá es apenas una brisita. Así que entre que evitábamos que intentara hacer carretillas sobre la avenida que subía hacia el bosque, y entre que nos reíamos de chistes malos, me entró una extraña sensación que quisá venía impregnada en el viento y que activa un reloj dentro de mì. Pienso que si el tiempo el hizo lo que le hizo a un matrimonio de nueve años, qué no le hará a un viaje de tres meses. Un viaje, en el que, sin embargo, ha habido momentos que no quisiera olvidar nunca. Que quisiera volver a vivir, una y otra vez. A los que me aferro como un gato a la cortina. Pienso en las distancias recorridas en la carretera y el agua, los kilómetros caminados por ciudades, playas, bosques, nieve, estepa y costas. Y los imagino reducièndose, disolvièndose poco a poco hasta quedar reducidos a un punto, a una cartografía mental que podría bien ser una lìnea que une dos puntos en un mapa colgado en la pared del fondo de la memoria, sin una relación con la distancia real (una escala temporal y no mètrica, pues el presente es la ùnica que es 1:1). Y nada. Pienso todo eso durante el transcurso del dìa siguiente. Mientras caminamos por la ciudad y las casas de madera destartaladas, erguidas sobre esta tierra de fuego que no quema sino que parece enfriarme, detenerme, hacerme voltear hacia atrás, hacia ese norte que a lo lejos parece estar en el punto màs alto de una escalera por la que llevo años bajando. En la bahía hay un barco que acaba de zarpar. Al fondo, se extiende el sur que es de agua. No hay otra dirección màs. Se acaba el contienente, el viaje, el mundo. Se acaban las carreteras y las ilusiones y los lugares imaginarios. El sur extremo no es más que estas calles manchadas de hielo, y las hojas áureas del otoño. Y no pasa nada màs. Pienso. Pienso. Pienso. Atrás de mi, los andes se acaban. Se fusionan con el mar a mi izquierda. Quedan sólo unos trozos de hielo respirando sobre la cima. Así que comienzo a caminar hacia ellos. Atravieso primero la avenida, alejándome del olor salino del mar. Corro entre los autos, entre las calles lodosas entre las que deambulan turistas. Corro hasta la ùltima calle y giro a la izquierda, hasta llegar a la carretera que sube onduleante por el bosque. El cielo está azul esta mañana; se observa la bahía como un charco en el fondo del paisaje. Las lengas parecen incendiadas por los primeros besos flamígeros del otoño y yo no dejo de subir. Sigo hasta la base de la montañas. Atrás de mí ha quedado el canal de Beagle y el mar. El barco que hace un rato quedaba cerca se aleja ahora rápidamente. Yo también me alejo, pienso. Me alejo hasta el hielo. Sigo por la tierra hasta que llego a un valle de piedras. Atravieso un par de colinas y de pronto aparece. Es un gran hielo, hermoso. El cielo resplandece y la nieve está dura, está congelada como una piedra. El bosque sube y lo arropa todo. Me quedo parado en el punto en el que el glaciar, la tierra, y el cielo se juntan. Y pienso que en tres horas he recorrido el mar, la montaña, la selva, y la miseria. Quizà, a fin de cuentas, Ushuaia sí sea una analogía latinoamericana. A fin de cuentas. Final de algo. No puedo dejar de pensar en el final. Ni el movimeinto, ni los viajes son para siempre. El sur se acaba y se convierte en el norte. ¿O lo hace? El barco se va alejando, y no lo hace hacia el norte. Se aleja con indiferencia, como si supiera que
le tengo envidia. Como una voz que se extingue hacia un mar que da la impresión de ser el borde de una cascada pero que en realidad desemboca en un continente de hielo. Y lo observo, aquí, desde el hielo, desde donde se observa todo. Lo observo continuar hasta el sur hasta quedar reducido a un puntito negro que no termina de desaparecer del contorno de la tierra. Y no me queda claro, si esto es el fin, si es el principio, o si es todo al mismo tiempo.

jueves, 15 de marzo de 2007

Torres del Paine

Antes que nada, una disculpa a todos los lectores de este blog por una cuestión a la que debería prestar más atención pero a la que no le hago demasiado caso en estas instancias porque, además de costarme dinero, usar una computadora estando de viaje me resulta cada vez menos placentero. Por ello el blog está lleno- lo sé, perfectamente- de errores de ortografía y de sintaxis dignos de la poesía un emo kid. A mi defensa únicamente les puedo decir que no me da tiempo de darle una segunda leída al texto, y que los textos de este blog no deben considerarse más que apuntes, o notas al márgen. Algunos son textos terminados mientras que otros no lo son.

En fin, ahora quisiera escribir algo sobre las Torres del Paine. Lo que hay en mi cuaderno de viaje está un poco revuelto, además de que las hojas están tiesas pues se han secado después de pasar un par de días empapadas.

Bueno, ahí las van un par.


Torres



La impresión que dan no es la de un paisaje natural sino industrial. Las tres torres, erguidas y de formas cabales, parecen más pistones o chimeneas que montañas azarosas. El paisaje que las rodea es de piedras. Infinitas y anónimas piedras grises y sedientas que recuerdan al cemento. El glaciar que cuelga de la base de las torres está cubierto por una como nata de telarañas que escurren por la ladera de la pared hasta una laguna verde que me recuerda al anticongelante. A su paso, va dejando manchas negruzcas de una como grasa de mecánico que también podría ser lágrimas.
Me siento en una fábrica abandonada, en un garage olvidado en una ciudad del nordeste americano. Una de Nueva Jersey. Suento que hay un afuera; un afuera que se observa por una ventana opaca y sucia (como el cielo gris que es telòn de fondo en este instante). Se escucha el viento y medio sospecho que en unos minutos comenzará a nevar. Las nubes, transparentes y sutiles como las manos de un director de orquesta melancólico, van envolviendo todo bajo su somba y el ligero chillido de grillo de la lluvia.

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Parecen también las pipas de un órgano desquiciado.



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Bueno, unas fotos más.

Lago Nördenskjold



Lengas y parte media del glaciar francés




Glaciar Grey, hacia el campo de hielo sur


viernes, 9 de marzo de 2007

Hielo



No sé dónde estoy. Lo he olvidado. Afuera hay una luz tenue, gris y silenciosa. Azotan ráfagas de viento que se cuelan entre la madera y percibo que llueve un poco. Un paisaje de planeta desconocido lo enmarca todo. Unos copos de nieve se desgastan entre el amarillo grisáceo de la tundra de altura. No reconozco nada. Siento que quizá nací otra vez. Sin recuerdos. Pero la sensación desaparece pronto, al igual que la nieve, que se va convirtiendo en puntitos blancos y aislados.
Adentro brilla un foco. Emite una frecuencia extraña, como la de un televisor en silencio. La luz y las cuatro paredes del refugio me hacen olvidar - o me esconden - la realidad inevitable. Es la realidad del viento y de un mundo del que hemos construido casas y paredes y techos para escapar. Un mundo que ocultamos porque nos recuerda que no somos más que mamíferos vulnerables al miedo y al frío. Aquí adentro me distraigo. Pienso en lo que hice por la mañana, en lo que hice ayer. Allá afuera, no hay más que el viento que requiere toda mi concentración para aguantar y superar. Es el viento espantoso que domina todo y dentro del cual este refugio no es más que un holograma. Una errata. Un error de programación dentro de un software infinitamente complejo y total. Y es ese viento el que me convierte en algo ajeno. Su música resuena de pronto en la ventana como golpes, y me demuestra lo distraído que estoy, encerrado entre cuatro paredes, calentando mis manos en una estufa. Accedo a lo inaccesible mediante lo que me es accesible, pues por naturaleza, todo esto debería ser inaccesible. La sensación de controlar el mundo desaparece cuando salgo un instante, siento el viento, y observo las montañas. Los senderos no son más que rasguños en la tierra en los que los áridos pastos han dejado de crecer temporalmente.



El espejo
Las paredes amarillas están surcadas por venas abultadas de humedad. El espejo, opaco y salpicado por el óxido, refleja mi cara que está más tiesa que de costumbre. Ha de ser el frío lo que la endurece, ese frío que sopla como fuego desde la ventana, arañando mi piel. Me observo con cautela en el azogue. Me da la impresión de que mis ojos están llenos de algún líquido espeso. Parecen de una profundidad como de lodo. Las pupilas flotan en ellos como dos óvalos de madera solitarios. La barba ha cubierto mi piel igual que un follaje. Ha crecido desde mis pómulos, espesándose a medida que se acerca a un contorno imaginario que sospecho es el contorno de mi gesto. Entiendo que el recuerdo de mi rostro ya no es el mismo que el que está oculto tras el follaje. Renuncio al reencuentro idéntico y acepto que el tiempo habrá transformado las cicatrices. No las habrá borrado, pero quizá tampoco se vean tanto. Habrá alguna nueva, y otra de la que no me acuerde (lo que viene a ser los mismo). Abro la llave del agua y la dejo fluir. No sale caliente, sino que con cada segundo parece irse congelando, como si aspirara a congelarlo todo: el lavabo, los pisos, y luego la tierra. Se clava en mis dedos como metal. Hace lo propio en el dorso de mi mano, en mi muñeca azulada. Enjuago el rastrillo en la escueta mezcla de jabón con agua helada, dejando que la espuma se adhiera como una babosa, y la coloco contra mi maxilar. Siento el metal como si me atravesara la piel y estuviese posado en mis encías. En ese preciso momento, corto. Una cicatriz nueva, roja y brillante. Una delgada línea de sangre que corre paralela a mi boca y parece una vertiente roja de ésta. Luego, me rasuro hasta que mi cara queda completamente deforestada de vello, y siento como si me reencontrara con un fantasma o un recuerdo inexacto. Mi boca se ha tornado frágil, mis pómulos parecen los de una persona que engorda. Me tardo un poco en reconocerme en el espejo manchado de óxido, pero es que no soy el mismo. Me resigno a esto y continúo caminando hasta llegar a la puerta, por la que salgo, camino al hielo que está aún muy lejos.


Crecimiento
El glaciar va creciendo. Lo siento descender del campo de hielo como un río compacto, como un río de piedras que avanza. Lo siento crecer como un animal prehistórico, como una vena de hielo sangrante que se coagula. Como una fobia o una pulsión oculta, algo axiomático y latente que de pronto se revela y es terrible y hermoso al mismo tiempo. Lo siento crecer y ocupar un sitio cada vez mayor dentro de la oscuridad que revelan mis ojos al cerrarse. Veo sus picos escarpados de diamante; siento su energía como la de un accidente justo antes de que ocurra, cuando ya es inevitable. En la oscuridad se refleja su azul de espada punzante que se clava en mí y se encaja hasta en mi carne. Es hora de que nuestros rostros cambiados se encuentren.

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Entre los delgados árboles y el pasto amarillo se asoma, colosal. Me recuerda a una gran garganta, o a una pesadilla hecha de recuerdos gratos que se confunden. Siento que el hielo me quema los ojos, y que me pone a temblar. Parece atravesado por membranas y ligamentos, como un corte de carne azul. Su superficie es a veces como de rascacielos visto desde arriba, y en otras ocasiones es como una plasta de yeso desgastada. De todas formas, no puedo dejar de observar. No es exactamente como lo recordaba, pero tampoco es distinto. De él emanan sonidos como de mar, como de tormenta. Escucho truenos y gargantas de gigantes furiosos, trozos inconmensurables de hielo lanzados al vacío como si fueran meras gotas de saliva. El Glaciar se desmorona frente a mí. Su fachada se va cayendo, mostrando sus capas internas y antaño desconocidas. Y pienso que sigue siendo el mismo. Sigue siendo y seguirá siendo El Glaciar. Sus cambios son lentos, tormentosos, permanentes. Crece, se desborda, se contrae, se derrite, y explota. Pero en el fondo, sigue siendo el mismo. Escucho los ríos que fluyen dentro de él como un sistema digestivo o una máquina de truenos. A lo lejos las montañas nevadas lo alimentan. Pierde y olvida lo que fue su fachada pero la nieve y el hielo nuevos lo regeneran, lo empujan hasta que explota, se debilita, y se recupera. Y es un ciclo eterno. Me acerco al lago para verlo de cerca. El sol brilla sobre nosotros y percibo que se repite. Me doy cuenta de que me ocurre lo mismo, pero más rápido. No puedo acercarme demasiado, porque flota un poco lejos, sobre el lago helado. De todas formas, es hermoso ver algo que se muere y nace a la vez, como la memoria. Observar la parte visible de lo eterno. Así que observo, con los ojos fijos en el caparazón blanco de este animal acuático me acerco al agua, tan siquiera para tocar lo que ha desgastado y absorbido. No siento nada abrumador. Únicamente que, cuando meto los dedos al espejo de agua helada que resplandece como aluminio, veo mi rostro reflejado fugazmente en el ripio líquido del oleaje y me doy cuenta de que, a pesar de estar en pedazos, ya no me parece tan desconocido.

jueves, 8 de marzo de 2007

Glaciares

Glaciar Perito Moreno



Glaciar Spegazzini



Glaciar Uppsala



Glaciar Uppsala (de cerca)



Bahía Onelli



Bahìa Onelli



Brazo del lago argentino con el Glaciar Uppsala y témpanos

lunes, 5 de marzo de 2007

Cazando el torre

Una de las fotos más preciadas por las personas que visitan la Patagonia es una con el Fitz Roy. Esta legendaria montaña, cuyo terrible clima que oculta la cima casi perpetuamente, es una de las vistas más codiciadas de la patagonia. Se puede decir que un día claro y sin viento en el Fitz Roy es algo exótico. Cada año, 60 mil personas planean y gastan mucho dinero a la espera de un día lindo en el Chaltén, pero no hay nada que lo garantice. Los meteorólogos no sirven en el Chaltén. Por eso, si ves la montaña, tienes que aprovechar para observarla, y de ser posible, tomar una foto que nunca observes pero que le puedas mostrar a los demás. Observar la foto no es bueno porque la imagen en infinitamente inferior en la pantalla de una computadora, siendo por tanto más gratificante el recuerdo.



Nosotros sabíamos que no teníamos garantizado el avistamiento, así que tan pronto la vi, saqué la cámara. En realidad, tomé la foto anterior porque estaba casi seguro de que no podría ver el Torre e iba a ser el motivo de una entrada cómica. ¿Por qué estaba tan seguro? Nos habían comentado que llevaba tres semanas oculto, y que iba a seguir nublado. De todas formas, fuimos al Chaltén. Disfrutaríamos cuando menos las caminatas a las lagunas. Pero les diré que ocurrió algo distinto, y que aquí están unas cuantas fotos que lo acreditan. Se las muestro a ustedes, que yo, por fortuna, tengo otras que no puedo compartir con exactitud. Tuve un poco de buena suerte. Así es Patagonia.





















miércoles, 28 de febrero de 2007

Fotos 3

Algunas fotos de los lugares sobre los que no he tenido tiempo de escribir en este blog.





Aguas transparentes del Río Espejo Chico, Neuquén




Reflejo, Lago Falkner, Neuquén



Cabaña de Walt Disney en el bosque de arrayanes más grande del mundo, Neuquén



Muelle destartalado, Nahuel Huapi, Neuquén



Lago Nahuel Huapi, visto desde el Cerro Bayo, Neuquén




Laguna Patagua, Parque Nacional Nahuel Huapi, Neuquén



Puente camino al Cajón del azul, Rio Negro




Cajón del azul, Rio Negro



Arcoiris, El Bolson (pueblo), Rio Negro



Letrero, estepa, y mar. Comodoro Rivadavia, Chubut



Cerro Torrecillas y glaciar, Lago Menéndez, Chubut



Río Arrayanes, Parque Nacional los Alerces, Chubut



Flores camino al Lago Lezama, Chubut




Cabaña de Butch Cassidy cerca de El Blanco, Chubut