domingo, 17 de agosto de 2008

Sábado por la tarde...



Sábado por la tarde. Fajitas de tofu (1.80) y setas (200 gramos, 2.20) envueltas en tortillas de maíz (paquete de ocho, 4.10) acompañadas de auténtico guacamole (aguacate y dos cebollas, 3.20). Me puse guapo. Anne y Nicholas, en cambio, se ponen guapos con el queso. Después del festín vegemexicano en tierras napoleónicas, engullimos trozos de baguette embarrados de algo que tiene nombre de ciudad y un olor que recuerda a los zapatos de un futbolista. Duda, hesitación, ligera revoltura en el estómago: trago de vino tinto, y todo mejora. Epouisse: Un auténtico peligro. Me como mejor el queso de cabra de textura cremosa y sabor exquisito.

Ponzoñoso epouisse

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Notre Dame: Sasha y Marina me esperan a las afueras. Llego tarde porque el RAR no funcionaba bien. Hacemos la fila y entramos (¿no que no eras turista?, reclama una voz interior) y es enorme. La coronación de Napoleón ocurrió ahí, donde mi dedo señala en este momento. La virgen de Guadalupe también tiene su rincón. Les relato a mis amigas la historia de la Tonantzin mientras van llegando otros mexicanos cámara en mano a rendir homenaje a lo inexistente. Las explicaciones son lo de menos.
5 euros por subir a la torre. No los pago. Nos salimos y tomamos el metro para llegar al otro lado de la ciudad, a la tienda de pizza donde trabaja Sasha. Compartimos una porción vegetariana y luego Marina y yo tomamos el metro de vuelta a La Chapelle. Me siento a escribir sobre cualquier cosa, y como resultado surge este texto.

Eglise de St. Bernard, La Chapelle

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No me atrevo a comprar el boleto de tren. Judith no me ha contestado el correo. Judith es mala contestando correos, eso lo sé. Es más: la postal que le compré en Oaxaca el año pasado sigue en mi bolsa porque nunca me mandó su dirección. Se la daré esta vez, si es que me contesta. De pronto pienso que me quedaré por siempre aquí en Paris porque Judith me contestará el correo en dos años.
Voy al internet en La Chapelle, el barrio inmigrante. Me dan una compu que tiene el explorador abierto y descubro que el último tipo que usó esta máquina antes que yo buscaba información sobre un clérigo islámico en youtube. Globalización. Reviso mi correo: Judith respondió. Rápido, a la Gare du nord.

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Cruzo los dedos porque no haya retrasos. El TGV sale a tiempo, y corre a 280 kilómetros por hora entre la campiña francesa (campos verdes cubiertos de nubes grises). Hago menos tiempo en llegar a la siguiente capital europea que lo que me tardo en llegar de Doctor Gálvez a Indios Verdes en el Metrobús. Justo antes de llegar a Bruselas me piden mi boleto. Lo muestro y resulta que tengo que pagar un suplemento de 20 euros. Los pago. Ya ni enojarse es bueno. El inspector pasa con un viejito cubierto de ropas viejas que había estado ocupando mi lugar al principio del viaje y le pide su boleto. El hombre empieza a gritar y parece a punto de escupirle la cara. Está indignado de que le acusen de ladrón. Controllez-vous, monsieur. Controllez-vous. Se tranquiliza. A fin de cuentas resulta que no tiene boleto. En Bruselas hace frío: por la ventana del tren la miro y no parece demasiado interesante (fachadas de ladrillos, townhouses, torres: cosas pintorescas pero nada extraordinario). De cualquier modo, éste no es el destino final. En la estación veo a un grupo de turistas repasando la orden del día. Es difícil saber a qué vienen a Europa, si a descubrir o a confirmar. Torre Eiffel, palomita; Góndola en Venecia, palomita; Bruselas, palomita; catedral de la Sagrada Familia, palomita. Felicidades, nadie conoce Europa mejor que tú. Aquí está tu premio. Bla.
Faltan 15 minutos para el tren a Köln y busco un baño. Se me acerca una señora con lápiz de labio de apariencia plástica cubriéndola la boca, me saluda amablemente y luego me pide una moneda para comer. En mi bolsa tengo media baguette, el equivalente a dos euros de queso, un plátano y agua. Los que más me han dirigido la palabra en este viaje salvo la gente del hospitality han sido los malandros y los timos. Todos piden dinero para comer pero todos se ven bastante nutridos. La señora no me inspira suficiente empatía como para darle dinero, sino todo lo contrario. No sé si sea gandalla de mi parte, pero así es. Encuentro el baño. 1 euro. No lo pago. El tren llega en quince, no es tanto. Me subo a la plataforma y espero. Llega el tren, ICE Frankfurt. Dejo mi maleta y busco el baño. Alivio. Encuentro mi asiento y espero a que arranque. Ruego a dios que no haya retrasos: el directo a Münster sale de Köln a las 20.21 y éste llega a Köln a las 20:15, así que tengo un margen de 6 minutos a partir de que el tren se detenga en Köln. Llegamos a tiempo. Estamos en Alemania y no entiendo ya nada. Desde la plataforma veo la hermosa catedral gótica de la ciudad. Extraordinaria. Si tuviera 20 minutos, una hora, la iba a ver. Pero no los tengo. El tren arranca y simplemente la veo pasar y desaparecer. Tal vez sería bonito pasar una noche aquí, recorrer las calles, enamorarme un poco. La ciudad es guapa. Por otra parte, y al igual que en la vida, uno no debe pasar la noche con cada guapa que se le atraviesa en el camino. Hay que saber resistir las tentaciones. Yo tengo que llegar a Münster por la noche así que eso es todo. Por eso me gusta viajar. Porque hace evidente eso. Que es ahora o nunca. Uno sabe que la oportunidad no volverá a venir (a veces apostamos al “ahí pa’ la próxima”, pero no hay que saber demasiado de la vida para tener conciencia de que a veces la “próxima vez” no llega nunca, y que las veces que llega, es distinta). La vida revela su carácter completamente transitorio y de cambio constante. ¿Me voy o se va la ciudad? ¿Las cosas permanecen en su lugar cuando yo ya me he ido? O también: tengo una cantidad limitada de dinero en la tienda más grande del mundo y no tengo forma de obtener más. La vida es eso: días que o se aprovechan o se pierden. Punto. Con la vida no podemos ahorrar. No nos podemos ahorrarnos a nosotros mismos para una mejor época. “Viajo cuando sea rico”, “el año que entra empiezo a dejar de ver tanta tele”, “hoy no le hablo a la chica que me gusta, lo hago mañana.” Ni madres. En la vida cotidiana, sabemos que mañana puede no existir pero como nuestra única experiencia está en la vida, nos confiamos y arriesgamos. En el caso del viaje, queda claro que mañana no existe porque ya habré tomado un autobús o un tren o un auto a una ciudad lejana. Es un suicidio permanente.


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Wuppertal, Dortmund, Westfalia. El tren local avanza a marcha constante y por la ventana sigue brillando el sol a pesar de que el reloj ya marcó las 10. Las casas parecen construidas a la orilla del bosque, en las pequeñas franjas entre las montañas. No falta mucho para Münster. En el altavoz del tren, la voz severa y cortante suena a la del único alemán que he escuchado con suficiente frecuencia como para reconocerle: Hitler. Sospecho que esto me va a ocurrir con cierta frecuencia en el viaje. Por la ventana: campos verdes y neblina que flota sobre ellos.

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Münster. Aquí es distinto. Las alemanas y los alemanes lo miran a uno distinto. No sé si como turco o como otra cosa. Pero al menos reconocen tu existencia, eso es más que Paris. No es que sean groseros allá. Sino que simplemente les vales madre, y se entiende. A mí también me valen madres. Estación de tren: borrachines, bicicletas, colillas de cigarro, chicles oscuros pegados a la banqueta, taparroscas. Una voz en alemán narra un partido de futbol. Se escucha una celebración, y luego otra celebración. La voz es tanto o más enfática que la del Führer. ¿A qué se viene a Münster? No lo sé. Yo aquí estoy. Vengo a ver a Judith y a conocer la ciudad. No sé qué más. Judith: la conocí en Chile junto con su amiga Angela, en un autobús de regreso de las Torres del Paine. Cenamos pizza la primera noche después de cuatro días de comer pan con mermelada en el parque, y pasamos el segundo día recorriendo Puerto Natales. Al tercer día se fue y me fui, y salvo unos cuantos email, no había vuelto a hablar con ella. Pero hay algo de Judith que es distinto a la mayoría de las personas que conozco, y es que Judith es de esas pocas personas con las que me entiendo y me siento cómodo de inmediato. Compartimos entendimientos del mundo, por decirlo de alguna manera. Así que aquí estoy. Unos bocinazos interrumpen mi pensamiento: supongo que habrá ganado Alemania en la Eurocopa porque el escándalo es total. Pasan muchas bicicletas y hay muchas otras estacionadas. Tengo hambre: la máquina dispensadora de chatarra vende papitas y e precio es la mitad o menos que en Paris. Alivio, II. De pronto, veo llegar a Judith en su bici a la estación de tren. Una bici entre muchas, Münster es un mosaico de ruedas, manubrios, metal: si cierras los ojos y te concentras podrás escuchar el sonido de una cadena que en alguna parte avanza. Hermosos ojos pardos, sudadera negra: sonríe, le sonrío, un abrazo y caminamos por la calle (olor dulce, hermosos pan artesanal en los anaqueles, una publicidad dice Arbeitgeberbewertung, y alemanes que tienen cara de alemanes).
Siguen los bocinazos. Le pregunto a Judith qué onda con eso, y me responde que Turquía vino de atrás y ganó su partido contra República Checa. Por supuesto, le respondo. Media cuadra más adelante nos detenemos en un Döner Kebab a comer falafel. Todo tiene sentido.

Dos emos en bicicleta.

miércoles, 13 de agosto de 2008

Calles rojas, III y última

Gorbachev, circa 2006


Party!

I

Moscú es fea, ni modo. No me atrevo a decírselo a Marianna. No me atrevo a decírselo a los rusos que me preguntan, pero es la verdad. Vaya a donde vaya, tengo esa misma sensación de...no lo llamemos disgusto, porque no se trata de eso. Tampoco me perturba. Simplemente digamos que Moscú no es agradable a la retina. La experiencia moscovita es otra cosa; algo que poco tiene que ver con lo lindo, con lo bonito. Si lo que buscas es medio segundo de sopor fácil, estás en el lugar equivocado.
Moscú será fea pero, cojones, es interesante. Y como me dijo una amiga (no sé si me lo estaba reprochando), me gustan las feas, siempre y cuando sean interesantes. Es más, si de ciudades se trata, aclaro que le creo más a las feas. Las feas cuentan mejores historias, aguantan mejor los golpes. Moscú es una mujer malencarada y estoica que pasa el invierno parada en una esquina: el termómetro marca -25°C y ella observa en silencio cómo el tiempo y el frío va matando ejércitos enteros; ni siquiera chista cuando la sangre azul de los zares muertos le corre entre los zapatos. En el tiempo en que se fuma un cigarro, ve el ascenso y la caída de un régimen que juraba ser eterno, y se caga de la risa de que la nieve le congele la cara: si las bombas no la han destruido, el invierno menos. Moscú tiene un sentido del humor muy cabrón. Como las feas en general, ha pasado por más y asume su deterioro como el precio a pagar a cambio de una biografía interesante.
Yo también lo sé: hay algo acerca lo bonito que debe inspirar desconfianza. Como cuando uno se encuentra con uno de esos turistas acicalados, con suéter nuevo y barba bien recortada. Ten cuidado de un viajero que no se ensucia: de algo se está perdiendo, de algo se está resguardando. Pero no es que Moscú sea espantosa o lumpen. Sus arquitectos han hecho lo posible por convertirla en una ciudad armónica, pero es que a mi juicio no se presta para el regocijo estético. Demasiado formal: cuadras larguísimas de interminables fachadas soviéticas y neoclásicas. Bloques eternos de edificios de ventanas metálicas que brillan como pedazos de océano. Rascacielos estalinistas con aspiraciones de montaña. Fábricas colmadas de grafitti en el mero centro de la ciudad, avenidas de varios carriles y horribles banquetas de asfalto.
La ciudad tiene un decidido sabor a tercer mundo, o más bien, a imperio de segunda. Pero quizá eso sea Rusia. Un imperio malogrado. Idea: Moscú es casi una ciudad latinoamericana. Es una de esas ciudades que esconden mal sus crímenes, que hacen alarde de sus contradicciones. Porque si algo es Moscú, es una contradicción. Rusia es una contradicción. En la guía recomiendan el café Pushkin. Quién sabe qué coños tenga que ver un business menu de 80 dólares con un poeta naturalista, pero Moscú está lleno de precios estúpidos. Yo me limito a comer pan y papas, y a odiar a la Lonely Planet por atreverse a sugerir que asomarse desde la quebrada más profunda de la desigualdad social de un país resulta una experiencia de turismo sofisticado. Si acaso, debería inspirar horror.
¿Se acuerdan de esos afiches de Socialismo o Muerte? Pues Lenin se revolcaría en su tumba si viera en lo que se convirtió la capital del mundo comunista. Porque hay hasta quien dice que Moscú es la nueva Paris. Pero a mí no me resulta que esto por donde camino tenga algo que ver con Paris. Moscú no es Europa; Moscú es Rusia. Rusia es otra cosa que no es ni Europa ni Asia sino la isla más grande y más fría del mundo. Camino por las calles, entre andamios y espacios en reconstrucción. Idea: El centro de Moscú es algo así como una reliquia soviética vestida con ropa de diseñador. Es como si a Gorbachev le dieran un portafolio Louis Vuitton. Es como el Soviet que quiso ser Zar. Es algo en construcción, algo que no se define aún. Tiene una historia que le pesa tanto y las transformaciones actuales son tan radicales, que es imposible decir en qué consiste.
Estoy cerca de la estación de la Plaza de la Revolución, cuando de pronto entra un hombre al metro. Está jodísimo, la ropa hecha trizas. Empuja consigo nada menos que una podadora de césped. Sobre su deteriorada chaqueta militar, distingo un pin: se trata de una opaca estrella roja con letras metálicas descascaradas. No mira hacia ningún lado. La barba roja y espesa le rodea la boca como un arbusto y me recuerda a la de Dostoievski. Le cubre la cabellera una gorra amarilla madeinchina llena de grasa y tierra, que en el centro tiene un Tribilín bordado. En sus ojos me es imposible divisar una motivación, una esperanza. Simplemente sostiene la podadora y espera la estación, de la misma manera que un condenado a muerte espera la ejecución de su sentencia. Idea: si 90 años después de la revolución bolchevique Lenin caminara por las calles de su querida capital y se encontrara a este hombre con la estrella roja en la camisa y lo mirara como lo miro yo ahora, desde el asiento del metro, a sabiendas de que los proletariados supuestamente incorruptibles que se dedicaron a mandar, a ordenar, y que justificaron las peores atrocidades a cambio de la esperanza de un mañana que nunca llegó...pues si supiera que esos hombres, los mandamases izquierdistas de ayer, se dedican ahora a comer caviar y tomar champán en lo alto de sus edificios del centro, pues yo creo que lo que Lenin haría sería buscar la banca más cercana, sentarse durante unos minutos para pensar un rato en Engels, otro rato en Marx y tal vez también en Comte. Pasaría unos instantes murmullando en voz baja, negando con la cabeza, intentando encontrar algo, lo que fuera, que solucionara esto que llaman Moscú, 2008. Después de un rato, simplemente se quedaría callado, muy quieto, con los ojos fijos en una fuente o en un árbol o en un gato y en ese momento una lágrima le atravesaría el rostro y empezaría a llorar.


Universidad de Moscú: 250 metros de estalinismo y uno de los rascacielos más hermosos que haya visto.

II (lo mismo que I, pero distinto)





Sí, son el país más grande del mundo, pero la mitad de su país es un pantano y la otra cuarta parte en un bloque de hielo. Tienen más multimillonarios que Nueva York, pero más que parecerse a Nueva York, se parece a....a....Moscú se parece a....bueno, Moscú no se parece a nada que haya visto. Moscú es Moscú. Una ciudad de mal gusto brutal. De un cinismo rampante que lleva un auto negro con chofer. Paso frente a una disco de moda en la que una serie de carros lujosísimos esperan un lunes por la tarde para entrar por una puerta oscura sobre la cual un panel con foquitos de colores anuncia una ola gigante. Moscú está lleno de lugares para que los ricos estacionen sus coches, para que los ricos coman, para que los ricos compren caviar, para que tomen té, y para que se vistan con lo mejor de la alta costura francesa. Pero sigue pareciendo una reliquia soviética con un facelift.
Rusia es la paradoja más grande del mundo. 10 millones de kilómetros cuadrados de paradoja. Rusia capitalista es un relicario y una broma de mal gusto. Es un cementerio de estatuas y un desfile de tiempos pasados que presumían ser imbatibles. Cayó la dictadura del proletariado y los proletariados que fungían de dictadores demostraron su lealtad a los trabajadores comprando las paraestatales a precios de remate e hinchándose de dinero. De ser el país paradigmático en la incorporación de un sistema que buscaba el bienestar general y la igualdad, Rusia pasa a tener una desigualdad social similar a la de un país latinoamericano. Llega Occidente pero los valores democráticos vienen con un sesgo totalitario. Porque a fin de cuentas, es un país con una fuerte atracción innata hacia los tiranos. Me sorprende ver que en el Kremlin, la tumba de Stalin está cubierta de flores. Si no fuera por el busto que tiene encima no sabría de quién es. Nada más vería una montaña de rosas sobre una lápida de mármol. Los guardias me observan y me inhiben de lanzarle el escupitajo que se merece. Zares, dictadores de izquierda, y ahora el señor Putin, quien sigue orquestando el poder desde lo alto del Kremlin, ya sea en persona o por medio de su vicario Medvedev, Rusia es un estado policial. Y un estado que asesina periodistas. Politovskaya es la punta del iceberg. Porque a fin de cuentas, no te deshaces de la KGB tan fácil. Los rusos no están acostumbrados a la libertad. Sorprende su mansedumbre: no discuten, no reclaman, no se quejan de nada. El burócrata es un pequeño dios y su sentencia es ley. El presidente habla ex cátedra. Durante 60 años la gente se sacrificó en el altar del mañana que nunca llega y por el sueño de algún día alcanzar una utopía pero las predicciones científicas fracasaron, fracasó la línea del tiempo, la utopía se fue al carajo, y lo que quedó fue un capitalismo desalmado, una burocracia terrible, un país contradictorio. Las promesas y los símbolos de futuro y el pasado, ¿dónde están?
Camino a la Galería Tetriakov. Atravieso el puente que está frente a la enorme y nueva catedral de Cristo redentor, miro hacia atrás, y además de la iglesia, lo que hay es: estatua de Pedro el Grande, los nuevos rascacielos del distrito financiero, la fábrica de chocolate que data de la época soviética, y el Kremlin. Imperio, Comunismo, Capitalismo, Iglesia ortodoxa. Cuatro Rusias.
Busco la parte nueva de la galería Tetriakov pero antes de eso paso por el Parque de las Estatuas, que de entrada parece ser un parque cualquiera. No hay mucha gente, salvo unos cuantos fumadores que se deleitan con lo que extraoficialmente debe ser el pasatiempo nacional: llenarse los pulmones de humo marca Marlboro. Dicen que hay efigies interesantes, así que voy y las busco. Y no tardo en descubrir uno de los sitios que más reflexión me han suscitado de Moscú. Hay una fila de innumerables bustos y efigies de las grandes figuras históricas, letreros de metal que dicen CCCP. A un Stalin de mármol parece que le rompieron la nariz de una pedrada. Dos Lenin esperan lado a lado. Todos los monumentos que no concordaban con los valores de la nueva Rusia fueron removidos de las plazas y las avenidas de Moscú y arrinconados en este parquecito. Y aquí se quedarán, aquí esperarán. Los firmes bloques de símbolos otrora imbatibles pasan el tiempo en el plano secundario. Esperan inmutables a que los inviernos, el viento, el frío y el olvido deshagan sus últimas piedras y los reduzcan a nada. Consternados y taciturnos, reprueban el que en algún momento y sin su consentimiento se les haya adelantado la sentencia de olvido. Pero no hay mucho que las figuras de la historia puedan hacer. Salvo, quizá, revolcarse en su tumba.

Stalin y su respectivo zompantli.


Discordia

III


Apunto en mi libreta: Capitalismo a la soviet, los valores bolcheviques se olvidaron en medio segundo. Pero el espectáculo persiste. El culto al cadáver sigue vigente. Si las posibilidades de una utopía se han anulado, hagamos de su recuerdo una atracción turística.
Llevamos casi cuarenta minutos esperando en la fila. Frente a mí hay un par de franceses que se quejan de que los guías oficiales acarrean turistas hasta la mera puerta del mausoleo sin hacer fila a cambio de un sobornito 4 euros. A mí ni me había llamado la atención. Supongo que he de estar acostumbrado. Yo soy paciente: Veo a la gente que se salta la fila y los policías que los dejan pasar, y nada. Esto es Rusia, y yo soy mexicano. De todas formas, y aunque esté acostumbrado, supongo que es indignante. Pienso: ¿qué pensaría Lenin al respecto? Ah, pero Lenin está muerto. Lenin ya no piensa nada.
A los franceses sin embargo les parece representativo de la legendaria corrupción rusa. Me imagino que cuando lleguen a su casa en Nimes o Lyon, o Quiénsabeou, le contarán a sus amigos que vivieron en carne propia la terrible corrupción rusa de la cual habían leído en una tablita del Financial Times que comparaba la corrupción en distintos países.
Yo estoy más preocupado de que me dejen entrar. Llevo casi media hora formado, y faltan nueve minutos para el cierre. Soy de los últimos de la fila, y de los últimos que entrarán hoy. Y como son los rusos de arbitrarios, no me sorprendería que me impidieran la entrada a la mera hora. Pero cinco minutos antes del cierre, me dejan pasar. Corbata de puntitos blancos, traje azul marino. Una luz roja emana de la piel de parafina (lo más probable es que emane sobre ella, pero no sé de dónde). Atravesamos primero un cuarto frío (arquitectura formalista, mármol negro) hasta llegar a esa recámara oscurísima donde los guardias nos miran a todos con recelo. Los turistas camboyanos pasan muy rápido; yo, en cambio, avanzo con la mayor paciencia posible por el recuadro que rodea al muerto. Lo primero que miro es el lado derecho de su rostro (el perfil es inconfundible: barbita de chivo, cabeza pequeña, calva y redonda, nariz afilada). De pronto un guardia gesticula con la mano: camina más rápido. Aumento mi paso sin dejar de escudriñar: una mano enroscada, la otra abierta. Distingo una uña negra, y de cerca (unos cuatro metros es lo más que te puedes acercar) veo que los pelos de la barba parecen cubiertos de escarcha, como si estuvieran a punto de quebrarse. La piel del cráneo parece goma, y los únicos bultos que aparecen sobre el rostro son los de las arrugas que parecen burbujas de piel. Hago la mayor cantidad de apuntes posibles para esta crónica: estará prohibido tomar foto, pero nadie me puede impedir escribir. Estoy a punto de de darle la espalda y salir del mausoleo cuando de pronto percibo algo increíble: el cadáver da un ligero pero inconfundible sobresalto. No puede ser, pienso. Me detengo pasmado e intento fijar la mirada, pero un guardia nerviosos de uniforme verde se me para enfrente y me ordena con firmeza algo en ruso que no entiendo pero que no puede ser otra cosa que instrucciones de que me largue cuanto antes de ahí. Escucho a alguien hablar por un radiotransmisor, y tan pronto salgo del mausoleo y me encuentro nuevamente en la Plaza Roja me doy cuenta de que cierran la puerta tras de mí. Son las 12:57 de la tarde, y todavía deberían quedar 3 minutos, pienso. Así que saco la única conclusión posible: Y eso sería que el día de hoy, durante una fracción de tiempo que duró sustancialmente menos que un segundo, el rostro de Vladymir Ilyich Lenin se contrajo. Suena imposible, pues adentro de ese cuerpo no hay siquiera un cerebro. Tal vez no haya siquiera tórax. Cabe la posibilidad de que sea únicamente un par de manos y un cráneo. Pero entonces miro a mi alrededor: los guardias están en alerta máxima. Se mueven nerviosos, y hacen oídos sordos a las súplicas y reclamos de un grupo de turistas alemanes cuyos planes de admirar la momia se vieron frustrados a pesar de que se habían formado durante la última media hora y habían llegado a tiempo al mausoleo.
Es demasiado sospechoso, y si las evidencias obtenidas tanto ahora como en los días que llevo aquí me permiten deducir una cosa eso sería que: a la una de la tarde en punto --lo saben los altos mandos del Kremlin, los guardias especiales que cuidan el mausoleo y ahora lo sé yo y se los digo a ustedes--, a la una de la tarde en punto, el cadáver de Vladymir Ilyich Lenin se empieza a revolcar violentamente en su mausoleo.


LENIN

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Ni tan fea, a decir verdad. Bueno, he de admitir que tiene sus ángulos.