miércoles, 31 de enero de 2007

tres historias de la sierra gaúcha

Confusión

Tomé el bus nocturno a Gramado, y cuando llegué, el clima era tan bueno como en Florianópolis. G. me recogió en la estación de bus de Canela, y tuve algunos momentos para observar el pueblo y pensar un poco sobre lo extraño que resultaba.
No sé si esto se debía a que uno está acostumbrado a pensar en Brasil como un lugar tropical que Gramado y Canela resultaban tan extrañas. Francamente, me desconcertaban un poco las postales que veía, en las que incluso se mostraban fotos de la ciudad con nieve en julio. Los folletos y las guías hablaban de un lugar “europeo” o de una “Suiza brasileña”, pero yo estaba escéptico. Me acordé un poco de Edward Said y Orientalismo, libro en el cual, por medio de las observaciones de occidentales sobre oriente, Said logra descubrir los prejuicios de los occidentales y un reflejo de su concepción del mundo, lo cual resulta irónico pero acertado.
Pensé entonces, que en Canela posiblemente vería la concepción brasileña de lo europeo, más que una auténtica villa de montaña alpina. Y fue un poco así. Pero tampoco era TAN brasileño. La gente en la región era, en su mayoría, descendiente de italianos y alemanes, y se notaba no sólo en los rasgos y facciones, sino también en la arquitectura de las casas, pues incluso las más humildes eran de madera, pintadas de colores pastel, con techos que incluían típicas tejas de barro lo cual daba una extraña mezcla, como emulando una Bavaria lejana. También debo mencionar que la región es de bosques coníferos. Pero no de pinos europeos, sino de araucarias, que son coníferas pero no parecen pinos. Huelen a pino y se reproducen como pinos, pero tienen largas ramas circulares que descienden como tentáculos y que nada tienen que ver con las coníferas boreales que usan como árboles de navidad. Así que una vez ahí, realmente me sorprendió lo poco brasileño que resultaba el lugar. Y lo mucho europeo. Pero a la vez sólo podía existir en Brasil. Confuso el asunto.

Tormenta




Las hortensias habían florecido hace unas semanas, y por toda la región se observaban distintas flores y árboles. En el jardín de G., había un sinnúmero de plantas. El buen clima perduró el primer día, y fuimos a la cascada y al parque estatal. El sol quemaba como el fuego de una fogata, posiblemente por la altura, pero me sentía bien, refrescado. El océano estaba un poco lejos, pero eso estaba bien.
Sin embargo, al día siguiente, comencé a ver algunas cosas extrañas entre la tormenta y el mal clima que entraron. No sé si fue por la televisión y por ver un noticiario. O quizá fueron los comerciales o el tiempo dentro de la casa. Tenía mucho tiempo sin estar dentro de un cuarto, como lo pasaba en México, como lo estaba pasando ahora. Pensé en el pasado, en el futuro, en las cosas que quería. Me sentí un poco encerrado en un pueblo tan pequeño. Me di cuenta de que muchas de las cosas que G. tenía a la mano parecían especiales, entrañables: una casa en un pueblo cerca del bosque, con clima templado, cerca de la montaña, con mucha agua, poca gente, árboles propios, huerto propio, frutas naturales, conocimiento a montones. Pero había algo que no cuajaba; algo que lo hacía extraño y que me hacía pensar en la soledad que siento en la ciudad, y que atribuyo a ella. No era lógico sentirme en la ciudad estando en el bosque. Al menos de que no se deba a la ciudad. Y esa noche el viento sopló mucho, con mucha fuerza. Y el día siguiente llovió bastante. Las nubes grises cubrieron Canela, y la niebla descendió sobre nosotros como el aliento del cielo. No se veía nada. Me animaba a salir a caminar y daba algunos pasos por el jardín, pero comenzaba a llover y me regresaba a la casa o al cuarto. Todo era confusión. Algunos árboles se cayeron y los tentáculos de las araucarias quedaron regados por todas las calles. Decían que parecía invierno, que 15 grados de temperatura máxima en Brasil no es normal en verano, aunque fuera la sierra. G. me invitó a salir, entre que cocinábamos y lavábamos la casa. Es difícil mantener una casa, sobre todo cuando se vive solo. El simple hecho de subsistir es toda una proeza estando tan lejos de todo y de todos. Condujimos por la carretera; la vista del valle, que queda a la izquierda de la carretera rumbo a Gramado, estaba completamente borrada por la niebla. Del lago no se observaba ni el agua. Mucho menos los patos, que han de haberse escondido en algún rincón. Los árboles parecían fantasmas, y en la calle no se veía una sola persona paseando, a pesar de ser sábado por la tarde. Frente a mi asiento, veía el agua que caía como lágrimas discretas y escuchaba el contrapunto de los limpiaparabrisas. Abrí la ventana y tomé unas cuantas fotos. El color cambió bastante, pero no demasiado. Era, sin embargo, más brillante. Llegando a casa prendimos la tele nuevamente y el pronóstico del tiempo hablaba de que la lluvia iba a continuar por los siguientes días. El internet y el teléfono seguían averiados. Me metí al cuarto y empecé un libro. The History of the World in Ten and a Half Chapters de Julian Barnes. El primer capítulo era, irónicamente, sobre el arca de Noé y el diluvio. Y afuera no paraba de llover, y yo no paraba de revolver en mi interior. ¿Sería que me había acostumbrado al sol de verano? Bueno, las tormentas son ocasionalmente necesarias. Si no fuera por ellas, no serían tan verdes las cosas. Y aquí en Canela, todo era espectacularmente verde y vibrante. De todas maneras, yo quería que parara de llover, para salir a caminar, a nadar en un río helado, pues había habido suficiente lluvia para mí antes de salir y si bien algo me había ayudado en el viaje era su ausencia.

Frambuesa

Entre las ramas del jardín se desliza una enredadera que, trepando y enroscándose como dedos que se alargan e intentan acariciarlo todo, avanza suavemente. De ella se desprenden algunas hojas y espinas amarillentas, además de pequeñas flores azuladas de las que brotan decenas de pequeñas frutas que se gestan en ellas, naciendo desde puntitos de agua roja. Los brotes de líquido surgen y se multiplican hasta formar un entretejido de gotas rojas y pequeñas cubiertas por una membrana, formando un fractal de jugo que cuelga como una campana. Mis dedos de acercan con inocencia. Es como si fueran caramelos, o frutos prohibidos. Pero en este jardín, brotan generosa y abundantemente.
Con la punta de los dedos, sujeto el fruto, y no tengo más que acariciarlo para que se desprenda. Su textura es sedosa como unos labios, y su forma recuerda a la de un pezón femenino. La sostengo con fascinación urbana a la vez que reflexiono acerca de la misteriosa forma de las cosas vivas. Me la pongo en la boca y la aprieto. Me llena de un sabor dulce e intenso, como si esa pequeña fruta tuviera un sol adentro. Puedo sentir la pectina y el jugo, dulcificados por la maduración y el ambiente, llenando mi paladar como de música, y al igual que una canción, tiene responde a una lógica de montaña rusa. Y es que las cosas pequeñas son enormes.

No hay comentarios: