martes, 9 de enero de 2007

Ascenso/Descenso (Do luxo ao lixo em 40 andares)




Desde el piso cuarenta del Edificio Italia, ver Sao Paulo. Los edificios y las calles se entremezclan como el agua y la arena en las olas del mar, y el efecto es igualmente revoltoso, aunque desde aquí parezca lejano. La miseria y los extremos se estrellan contra el edificio, contra sus cristales, como una ola contra las rocas. Ser, por unos segundos, la persona más alta de Sao Paulo, deja una sensación extraña. Ver la ciudad desde el piso cuarenta es tener una falsa ilusión de poder. Sentir que observar es controlar, que devorar con la mirada desde lo alto, los interminables edificios que se alejan en la noche como constelaciones cubiertas por una espesa sábana de neblina, es conocer Sao Paulo, no es más que una mentira. Observar una ciudad, cualquier ciudad, desde su punto más alto es desnudarla un poco, pero uno jamás podrá conocer las historias tras cada ventana, tras cada luz, tras cada automóvil, o tras cada persona que corre desesperadamente de un lado al otro de la calle. Pero los podemos ver. Los podemos seguir con la mirada, todos al mismo tiempo. Incluso, si fijamos la mirada en las luces de la noche, podemos notar cuando tras alguna ventana se prende o se apaga una luz. Podemos seguir varias personas al mismo tiempo, varios carros a la vez, pero jamás conoceremos. Podemos desnudar la carne, pero no el alma del conjunto urbano, aunque desde aquí todo parezca cubierto tras una como ropa transparente que incita la erótica visual de nuestro afán totalizador, y simula su plausibilidad. Un striptease de concreto, vidrio, y carne.
Ver Sao Paulo, una de las ciudades más violentas, más desiguales, una de las más dolorosas de América Latina, desde la terraza de un bar clavado en las nubes, rodeado de cristales que permiten ver hacia afuera pero no hacia dentro y donde un trago vale diez dólares, es ver la ciudad desde una fortaleza en donde uno tiene la impresión de ser intocable. Uno sabe que pocos en esta ciudad pueden ver la Praça da República bajo la sombra de las copas de sus árboles (viendo al mismo tiempo las copas), y que observar la concentración de rascacielos - posiblemente la más notable de América Latina-, azoteas y luces anaranjadas e interminables, es un privilegio un tanto perturbador.
Por eso, al descender de esta utopía colocada en un piso cuarenta, con meseros corteses, música en vivo, velas, mesas arregladas, servilletas de encaje, y copas de vino tinto, por el elevador hasta la planta baja, uno siente que desciende por un sistema digestivo que lo expulsa al llegar a la calle como heces al excusado. Los mismos cimientos del edificio, que dan a la calle, son el soporte de las tiendas de campaña improvisadas de personas que viven entre montañas de cartones, perros y basura, y que a la vez son los cimientos de algo más. No hay que caminar ni dos cuadras y comienzan a aparecer muchachas muy jóvenes, vestidas provocadoramente, y que venden su cuerpo para mal sobrevivir.
Hay que andar con cuidado entre las calles que los rascacielos esconden; hay que voltear cada pocos segundos para asegurarse de que nadie te venga siguiendo, porque el mar está picado, y aunque desde las alturas las olas parezcan apenas lengüetazos de cachorrito, son olas mortales, de una fuerza violenta, que se estrellan y ahogan a los que caen en sus remolinos. Y esta noche, parece que no dejan de estrellarse con la fuerza, triste y áspera, de un sueño roto, de un milagro que nunca llegó. Porque en Sao Paulo, del luxo al lixo, del simulacro capitalista a la realidad con olor a sangre fresca latinoamericana, no hay más que cuarenta pisos de distancia.




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