martes, 27 de febrero de 2007

patagonia amarilla (Cholila, los alerces, y Esquel)




El verde llega a su fin. Lo reemplaza una gama de colores opacos. Pasto color de sangre seca que brota entre esos árboles que parecen irse encorvando en la medida que nos acercamos al sur ventoso. Además de éstos, interminables y anónimos matorrales enanos son lo único que se extiende, como un tapiz desgastado, sobre el suelo patagónico. De ellos surge algo que me llena de una sensación inhóspita, como de cementerio. Sé que los arroyos se convertirán en riachuelos, y que las lengas, tan frondosas y altas, se irán achicando hasta que las reemplace el pasto insípido. El autobús asciende por un monte, y miro hacia atrás: más allá de la carretera, en los límites del horizonte, se logran vislumbrar unos rayones azules que supongo son los brazos profundos del lago Nahuel Huapi, en la Patagonia turística.
En cuestión de pocas horas, conforme rebasemos la frontera de Río Negro y nos adentremos en la provincia de Chubut por la ruta secundaria, poco será lo que quede de esa comercialización. La carretera por la que avanzamos desciende ahora hacia un valle, y de ahí los picos de la cordillera parecen una colección de huesos fisurados que irrumpen de la carne; en sus laderas, no tan cerca de la nieve, el color de los cipreses pronuncia el próximo otoño, llenando las montañas de sus espesas hojas que a lo lejos se confunden, se entretejen, formando lo que parece una gran cobija escarlata.

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Ceniza

El autobús se acerca a lo que será la zona del Parque Nacional Los Alerces. Lejos de los lagos y de los ríos que prometen la exhuberancia de la cordillera, lo que hay es un desierto mugroso, de color grisáceo. Lo atraviesan ocasionales franjas de un amarillo brillante que en mi guía de plantas viene con el nombre corriente de coirón. Ese pasto de tono sediento es la única planta que aparece constante por aquí. Es como si una lluvia de ceniza hubiera caído sobre todo. Pero no hay volcanes cerca.
Hago como si pudiera ver el mar que queda a casi mil kilómetros. Me convenzo por algunos instantes de haberlo divisado. Continúo pensándolo un tiempo, hasta que recapacito intencionalmente. Sé perfectamente que es imposible divisar el Atlántico desde aquí. Todos lo saben. Así que mejor observo en silencio cómo atravieso lo anónimo, lo interminable. De aquí al fin del horizonte no hay nada más que este paisaje paralizado. Eso, y el sonido de hojalata golpeada por las piedras que se azotan contra la carrocería del autobús.



24-02-07

***



Olvido

Olvidaré el color de tus ojos
las formas exactas de las piedras
la temperatura perfecta del viento
el calor arropador del sol.

Olvidaré la sensación de tus labios
los fractales cristalinos en el agua
el canto estridente de los patos
el rojo de las cumbres y la sangre.

Olvidaré que tus manos fueron mías
que las ramas crujen cuando las piso
que en febrero las piedras huelen a ocre
que las mariposas aletean como semillas.

Olvidaré incluso estas palabras
y cuando no tenga a quien contarle
olvidaré todo mi pasado
y el tiempo terminará por olvidarme
de la misma manera que termina con todo.


***

Arena

¿Mis pasos perturbaràn
los pasos de la arena?
¿La confundirán siendo que
es en sí
confusa?

¿Será que al no ser pisada
tiene un orden
que debo preservar?

Pues mis botas marcan pasos
iguales
simétricos
sobre la asimetría de las piedras y el caos.

Y no me responden
sólo el vieno
y el agua
que se acercan [imperceptibles].

Durante la noche
hundirán mi rastro
como un naufragio.

(Lo sepulta igual que la memoria
sepulta
los detalles).


***



(foto de un poser de Bruce Chatwin sonriendo por un episodio de auto-stop patagónico exitoso)



Todo tiene un ligero tufillo –e incluso sabor– al dulce polvo de las carreteras, pero también al polvo que se acumula sobre las cosas abandonadas. Sólo el matién, ese árbol estoico y solitario, ve cambiar la estepa rubia que el viento arrastra como cabellos que jamás arranca. Desde la ventana, y hasta el Atlántico, no hay más que la inmensa e inconmensurable tristeza amarilla de la Patagonia. Y es justamente ese amarillo –que va del color del polvo, al del sol, al de la luz, al del pasto– lo que distingue esta Patagonia de la que va más al norte, cerca del Nahuel Huapi y los lagos azules. Mientras que ésa es una tierra apta para la jubilación, una Patagonia para toda la familia, la de acá es la Patagonia del exilio, la de los hombres que asumen su tristeza y la cabalgan con estoicismo solitario, igual que un gaucho que se pierde en el horizonte de la tarde.
Y así me imagino que se ve el bus en el que me alejo: un punto que se pierde en el horizonte, que se disuelve en el desierto amarillo igual que una ilusión óptica tras un parpadeo.

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