Fragmento montevideano
[...]Antes de que caiga la tarde, antes de que mi tiempo en la ciudad esté más próximo a acabarse, decido ir al Cerro de Montevideo. Es una de las zonas –me advierten algunos uruguayos– más peligrosas de la ciudad, pero también cuenta con una de las mejores vistas. Es sábado por la tarde, el cerro está hacia el oeste. Llegar a la cumbre lleva unos 20 minutos en carro. Los barrios de este cerro los poblaron los inmigrantes europeos durante el siglo XX, y las calles llevan todas nombres de países y ciudades. Al llegar a la parte más alta descubro, como en tantos otros puntos altos de tantas ciudades junto al mar, un fuerte, un par de cañones en desuso, una vista. El Uruguay siempre fue tierra en disputa. Por aquí han hecho de las suyas tropas españolas, inglesas, portuguesas y brasileñas. Me resulta interesante que, a pesar de tantas injerencias externas, los uruguayos se muestren poco chauvinistas y que no manifiesten grandes rencores hacia sus vecinos. Quizá sea porque se reconocen un poco como nación híbrida, incluso improvisada. Son, tal vez, una tierra de inmigrantes ligeramente desarraigados.
Desde el Cerro de Montevideo veo los que supuestamente son los barrios marginales de esta capital: deben ser los más arbolados y los más limpios de toda América Latina. Veo la bahía que el río forma (un charco entre el cerro y la ciudad). Veo el centro: un montón de edificios llanos, un trozo de grisura constante en el que irrumpe algún rascacielos. Veo las grúas del puerto, los muelles. Alejo los ojos del casco central y veo los árboles que forman entre todos un horizonte verde.
La luz empieza a diluirse y qué mejor lugar para ver el atardecer que junto al mar. Así que me voy. Manejar por la avenida junto al mar. La rambla –nombre con el que los uruguayos se refieren a lo que los mexicanos llamamos malecón– acompaña el paisaje: una constante de ladrillos rojos junto al mar. Atraviesa todas las zonas de Montevideo, desde las más abandonadas hasta las más exclusivas. Pasamos el centro hacia el este y otro Montevideo se insinúa. Es día de fin de semana y la ciudad está abocada al esparcimiento: la población se ha apoderado de la rambla. Han colocado sillas plegables en la banqueta y los omnipresentes termos de agua caliente derraman sus contenidos sobre las guampas de mate que ocupan el muro. Por alguna parte también suena la campanita del vendedor de helados que empuja un carrito metálico. Vista desde la ciudad, la rambla parece tener una sola función: ser el lugar perfecto para darle la espalda a la urbe y soñar con la inmensidad del agua.
Y sería un pecado no hacer lo mismo.
Así que, junto a la playa Ramírez, encuentro un trozo rosa de rambla sobre el cual sentarme. La tarde exhala suspiros y sosiego: detrás de mí, en el Parque Rodó, se escucha el batido de algunos tambores que los candomberos golpean (el candombe es la música afrouruguaya...sí, sí, además de todas las otras, los uruguayos también tienen raíces africanas), se ve un círculo de personas que han decidido ahí mismo ponerse a bailar. La tarde ha traído consigo un poco de viento fresco y en el parque que está atrás de mí, la rueda de la fortuna está detenida no sólo en el aire, sino también en el tiempo: metáfora. Sonidos: por la calle ruge una motocicleta solitaria, las suelas de algún corredor resuenan galopantes al chocar con la piedra de la rambla. Aromas: a mí alrededor hay personas sentadas que fuman cigarrillos e incluso marijuana, la cual, después del mate, debe ser la hierba de mayor predilección en el país, sobre todo debido a que su consumo está despenalizado. Imágenes: se ven los hilos de pesca traslúcidos de los pescadores que para fortuna mía (detesto la violencia innecesaria, incluso hacia los pececillos), no atrapan nada. Sabores: gente comiendo churros con azúcar, gente comiendo nueces garapiñadas. Junto al mar, Montevideo celebra el fin de semana con sorbos de té, con conversaciones en voz baja, con los placeres del humo. El ambiente es de civilidad europea y relajación latinoamericana: una combinación social ganadora.
Se acerca la noche pero aún hay gente que baila en el parque, aún hay parejas sentadas en la arena que se toman de la mano, aún hay niños que chapotean como desquiciados en las aguas oscuras y fangosas del río. Y aquí a mi lado, personas de todas las edades esperan apacibles el espectáculo que ocurre allá, a lo lejos, al final del río que es en realidad el final del horizonte: un sol que es un trozo de algo rojo, perfectamente circular, y cae como una pupila en llamas al mar. Los rastros de luz en los ripios se acentúan justo antes de desaparecer, el día canta una nota final antes de ceder al silencio de la tarde. Entonces se oculta la luz.
Tan pronto el último milímetro de sol ha desaparecido tras las aguas, ocurre algo que me sorprende y conmueve. Y es que la gente a mi alrededor empieza a aplaudir. Así es: la gente en Montevideo le aplaude a un atardecer que se consuma.[...]
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