Estampa neoyorquina
A las 17:07, la bolsa de valores ya cerró, y un ejército de trajes y corbatas se asardinan para subir al metro. Por suerte, yo soy de los pocos que bajan. Me escurro entre los cuerpos hasta salir a la calle, a la Wall Street, en la parte más vieja de la ciudad, en las calles más viejas de Nueva York y de Manhattan. Miro el cielo: cae una ligera lluvia que le da a todo una apariencia sombría: los vidrios de los rascacielos reflejan el gris oscuro de las nubes.
Camino sin rumbo. La neblina, espesa: una fumarola que el mar nos exhala. Sigo por las calles peatonales, por los adoquines grises en los que resuena el sonido de algunas suelas que salieron tarde del trabajo y que, conforme se vayan alejando, convertirán el Distrito Financiero en un pueblo desierto. A las 17:37, el edificio de Standard Oil en Broadway 26 echa una bocanada de humo al cielo. La miro reflejarse en otros cristales, en otros edificios, hasta que se disuelve en la niebla y se despinta y deja de existir.
Camino en círculos. Paso frente a la Bolsa de Valores, frente a la famosa estatua del toro de bronce. Pero no es esto lo que busco. No vine aquí a ver esto. Me escurro entre grupos de turistas, cruzo la calles: voy en busca del sitio en el que no hay más edificios, en el que la calle cede al viento y al agua. Intuyo que debe ser la punta final de la isla. Y lo es. Hay un muelle y, después del muelle, no hay nada. Sólo la Estatua de la Libertad. Un trozo de algo verde en un pedestal, lejano, ahí en lo que ya casi es el mar. Está inmóvil, rodeada de bruma. Ya no es hora de visitas turísticas. Está más sola que nada.
La lluvia me escurre en la cara, mancha las letras de los apuntes. Así que me despido del mar y la niebla. Camino en la dirección opuesta, primero por un parque y luego por una avenida. Me siento en una banca a mirar las calles vacías, a tomar apuntes bajo el resguardo de un toldo de plástico mientras los autobuses recogen a todos menos a mí. La lluvia cesa y aprovecho para reanudar la marcha. Me desplazo hacia esas grúas. Hacia esos edificios que, a pesar de no saber de qué sean, conozco. Me acerco lo más posible al hueco. Hay algunos turistas señalando el punto. Hay bardas que lo rodean. Un gran letrero dice: Future Site of the World Trade Center Memorial. Es un señalamiento innecesario. Todos sabemos de qué se trata. ¿Qué otra cosa podría ser?
Desde la escalera donde empieza un túnel que lleva a la estación del PATH, me detengo a mirar lo que queda de las Torres Gemelas. La cicatriz de la herida. Los rascacielos continúan vaciando sus interiores y junto a mí pasa una cantidad abrumadora de personas que se dirigen indiferentes a sus casas. Cumplen un ritual mundano en medio de un sitio que no lo es tal. Reflexiono: aquí estoy ante lo que queda de esa llaga que cambió la historia de Estados Unidos. Aquí estoy ante el pretexto de dos guerras que destruyeron vidas y países. Aquí estoy ante el lugar donde empezó toda la locura que hasta ahora ha sido el siglo XXI.
Miro a mi alrededor. Hay una infinidad de torres. Edificios construidos donde alguna vez hubo otras cosas, otras construcciones. Y es que en Nueva York los arquitectos no se andan con sentimentalismos: tiran cualquier cosa que estorbe, cualquier estructura que huela a tiempos superados. Por eso, la mayoría de los edificios de esta ciudad mueren jóvenes. Por eso, la ciudad, a pesar de ser ya vieja, conserva apariencias modernas. Algún día caerían también las Torres Gemelas, de eso no me cabe la menor duda. Lo que sí es alarmante es que todas estas otras torres, más pequeñas, relativamente más modestas, menos interesantes, resultaron más duraderas. Pero ellas también caerán algún día. Un día el fuego y las mareas derrumbarán todo lo que hay. El mundo se reconfigurará y en Manhattan no existirá ya el vértigo de las alturas. El acero y los ladrillos llorarán lágrimas de impotencia. Llorarán por las ciudades que cambiaron sin que se lo pidiésemos. Por todo lo que fueron y dejaron de ser.
Pero todavía falta mucho para eso. Hoy, si acaso, basta con llorar aquí. Por las ciudades que se llenaron de humo, polvo y fuego una mañana. Por las ciudades que despertaron rabia y los más crueles deseos de venganza en los corazones de una nación. Por las ciudades que exportaron balas y muerte a lo largo de los continentes. Por las ciudades que tuvieron la mala fortuna de recoger los cadáveres de sus hijos entre el cascajo, aquí y en Babilonia.
Todo esto para que, unos años después, el mundo avance a su alrededor con la indiferencia de siempre. Para que los vivos caminen sin mayor interés ahí donde yacieron tantos muertos. Y es que, a fin de cuentas, los vivos no tienen tiempo para los muertos.
1 comentario:
La realidad exige
que lo digamos bien claro:
la vida sigue su curso.
Sucede así en Cannas y en Borodinó,
en los llanos de Kosovo y en Guernica.
Hay una gasolinera
en una pequeña plaza de Jericó,
hay bancos recién pintados
cerca de Bila Hora.
Las cartas van y vienen
entre Pearl Harbor y Hastings,
pasa un camión de muebles
bajo la mirada del león de Queronea
y solo un frente atmosférico amenaza
los florecientes jardines cercanos a Verdún.
Hay tanto de Todo
que lo que hay de Nada queda muy bien cubierto.
De los yates de Accio
llega la música
y en la cubierta, al sol, bailan las parejas.
Pasan siempre tantas cosas
Que seguro tienen que pasar en todas partes.
Donde hay piedra sobre piedra
hay un carro de helados
cercado por los niños.
Donde estaba Hiroshima
de nuevo está Hiroshima
y se siguen produciendo
objetos de uso cotidiano.
No le faltan encantos a este hermoso mundo
ni tampoco amaneceres
para los que merece la pena despertar.
En los campos de Macejowice
La hierba es verde,
y en la hierba, como pasa en la hierba,
la escarcha, transparente.
Quizá no haya un lugar que no haya sido un campo de batalla,
los aún recordados,
los hoy ya olvidados,
bosques de cedros y bosques de abedules,
nieves y arenas, pantanos irisados
y barrancos de negro fracaso
donde en caso de urgencia
satisfacemos ahora nuestras necesidades.
Qué moraleja sale de todo esto: parece que ninguna.
Lo que de verdad sale es la sangre que seca rápida
y siempre algunos ríos, algunas nubes.
En esos desfiladeros trágicos
el viento se lleva los sombreros,
y es inevitable:
la imagen nos da risa.
Wislawa Szymborska
De "Fin y principio" 1993
Versión de Abel Murcia
(no había leído este post, me recordó el poemita)
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