Estampa de Coney Island
foto por Julie Jira
[...] Volvemos a la playa, que es en sí es fea y lleva años en el descuido: dos partes arena, una parte piedras, otra parte colillas de cigarro y corcholatas. La temperatura del agua tampoco ayuda para hacerla más atractiva: me acerco a tocarla y casi salgo con calambre en los dedos. Caminando por la playa, también es evidente que, a pesar de las incontables banderas estadounidenses que ondean por todas partes, el sitio ha sido acaparado por otras nacionalidades. Se calcula que, hoy por hoy, casi 36 por ciento de los habitantes de Nueva York nacieron fuera del país (sólo Miami y Los Ángeles superan a Nueva York en ese aspecto). Entre los visitantes a Coney Island, sin embargo, la proporción debe ser mayor: los acentos extranjeros tienen monopolio de estas arenas. Español (mexicano, hondureño, cubano, uruguayo, puertorriqueño, dominicano), chino, indú y ruso son los idiomas que más prevalecen.
Julie y yo traemos toallas y todo. Nos sentamos sobre ellas. Atrás de nosotros unos latinoamericanos yacen hasta su madre de borrachos, el hip hop emanando de las bocinas de sus grabadoras, junto a ellos botellas de cerveza vacías. A nuestra derecha, unas rusas jóvenes y esculturales intentan que un poco del raquítico sol toque sus pieles, pero no creo que regresen a casa con bronceado: a estas alturas del día, el cielo azul ya fue sustituido por el color grisáceo de las nubes. Sin sol que los caliente, la mayoría de quienes nadaban en el mar han abandonado las aguas y se arropan ya en sus toallas. Junto a nosotros pasan más vendedores –sin permiso para ejercer- de refrescos, de frutas, de algodón de azúcar. Compramos uno de estos últimos a una mujer joven que tiene decoraciones de metal en los dientes como las que se acostumbran entre los mayas.
-¿De dónde es usted?- le pregunto.
-¿De Xela?- me responde.
-Ah, de Quetzaltengango.
-Sí, de Xela.
Le pagamos un dólar, y la vemos seguir su camino. Me resulta sorprendente que pueda haber, en una de las ciudades más productivas del mundo, gente dedicada a oficios tan poco productivos. Es verdad que, aunque ganen poco, lo que sacan aquí en una tarde es más de lo que ganarían en sus países en una semana. Todo responde a la realidad social neoyorquina. Se sabe que el condado de Manhattan encierra la población urbana más pobre de Estados Unidos (el Bronx), así como la más rica (el Upper East Side). La desigualdad social en Nueva York es más abismal que en América Latina, lugar donde somos campeones mundiales en repartir mal la riqueza. En Nueva York, por cada dólar que gana el 5% más pobre de la población, el 5% más rico cobra 52.
Y el resultado es esto que se presenta a continuación: ejércitos de inmigrantes y pobres que están dispuestos a trabajar por menos porque tienen eso que los desempleados poseen en abundancia: tiempo. El esfuerzo improductivo de una señora que puede esperar media hora hasta vender una lata de refresco contrasta con el trabajo del ejecutivo de Wall Street que, con un poco de suerte, capital y estrategia, se embolsa decenas de miles de dólares en un día apostando en el mercado de derivados. Las ironías se vuelves doblemente crueles: pasar hambre es más triste cuando se sufre en un país de banquetes. Ser pobre es más triste cuando estás obligado a observar, a diario, el exceso ajeno.
Así que, entre desigualdad social, suciedad, ambulantes, hispanoparlantes y decadencia, podría sacar la conclusión de que ésta, a pesar de ser una playa a la orilla de la ciudad más rica del mundo, es una playa de tercer mundo. Es una playa en China, una playa popular en Guerrero, una playa de rusos en el báltico. Es una playa del extrarradio limeño, una playa en la Bahía de Bengala y una a las afueras de Santo Domingo. Pero, por otra parte, su multiculturalidad la hace distinta a cualquier playa de las que te puedes encontrar a las afueras de una capital caribeña, pues sólo una ciudad imperial y poderosa podría ejercer una fuerza de atracción tan fuerte, tan actual. Es decir: a pesar de su fachada tercermundista, estoy en un lugar que sólo podría existir en los espacios del Primer Mundo [...]
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