lunes, 1 de noviembre de 2010

Fragmento montevideano




[...]Antes de que caiga la tarde, antes de que mi tiempo en la ciudad esté más próximo a acabarse, decido ir al Cerro de Montevideo. Es una de las zonas –me advierten algunos uruguayos– más peligrosas de la ciudad, pero también cuenta con una de las mejores vistas. Es sábado por la tarde, el cerro está hacia el oeste. Llegar a la cumbre lleva unos 20 minutos en carro. Los barrios de este cerro los poblaron los inmigrantes europeos durante el siglo XX, y las calles llevan todas nombres de países y ciudades. Al llegar a la parte más alta descubro, como en tantos otros puntos altos de tantas ciudades junto al mar, un fuerte, un par de cañones en desuso, una vista. El Uruguay siempre fue tierra en disputa. Por aquí han hecho de las suyas tropas españolas, inglesas, portuguesas y brasileñas. Me resulta interesante que, a pesar de tantas injerencias externas, los uruguayos se muestren poco chauvinistas y que no manifiesten grandes rencores hacia sus vecinos. Quizá sea porque se reconocen un poco como nación híbrida, incluso improvisada. Son, tal vez, una tierra de inmigrantes ligeramente desarraigados.

Desde el Cerro de Montevideo veo los que supuestamente son los barrios marginales de esta capital: deben ser los más arbolados y los más limpios de toda América Latina. Veo la bahía que el río forma (un charco entre el cerro y la ciudad). Veo el centro: un montón de edificios llanos, un trozo de grisura constante en el que irrumpe algún rascacielos. Veo las grúas del puerto, los muelles. Alejo los ojos del casco central y veo los árboles que forman entre todos un horizonte verde.

La luz empieza a diluirse y qué mejor lugar para ver el atardecer que junto al mar. Así que me voy. Manejar por la avenida junto al mar. La rambla –nombre con el que los uruguayos se refieren a lo que los mexicanos llamamos malecón– acompaña el paisaje: una constante de ladrillos rojos junto al mar. Atraviesa todas las zonas de Montevideo, desde las más abandonadas hasta las más exclusivas. Pasamos el centro hacia el este y otro Montevideo se insinúa. Es día de fin de semana y la ciudad está abocada al esparcimiento: la población se ha apoderado de la rambla. Han colocado sillas plegables en la banqueta y los omnipresentes termos de agua caliente derraman sus contenidos sobre las guampas de mate que ocupan el muro. Por alguna parte también suena la campanita del vendedor de helados que empuja un carrito metálico. Vista desde la ciudad, la rambla parece tener una sola función: ser el lugar perfecto para darle la espalda a la urbe y soñar con la inmensidad del agua.

Y sería un pecado no hacer lo mismo.

Así que, junto a la playa Ramírez, encuentro un trozo rosa de rambla sobre el cual sentarme. La tarde exhala suspiros y sosiego: detrás de mí, en el Parque Rodó, se escucha el batido de algunos tambores que los candomberos golpean (el candombe es la música afrouruguaya...sí, sí, además de todas las otras, los uruguayos también tienen raíces africanas), se ve un círculo de personas que han decidido ahí mismo ponerse a bailar. La tarde ha traído consigo un poco de viento fresco y en el parque que está atrás de mí, la rueda de la fortuna está detenida no sólo en el aire, sino también en el tiempo: metáfora. Sonidos: por la calle ruge una motocicleta solitaria, las suelas de algún corredor resuenan galopantes al chocar con la piedra de la rambla. Aromas: a mí alrededor hay personas sentadas que fuman cigarrillos e incluso marijuana, la cual, después del mate, debe ser la hierba de mayor predilección en el país, sobre todo debido a que su consumo está despenalizado. Imágenes: se ven los hilos de pesca traslúcidos de los pescadores que para fortuna mía (detesto la violencia innecesaria, incluso hacia los pececillos), no atrapan nada. Sabores: gente comiendo churros con azúcar, gente comiendo nueces garapiñadas. Junto al mar, Montevideo celebra el fin de semana con sorbos de té, con conversaciones en voz baja, con los placeres del humo. El ambiente es de civilidad europea y relajación latinoamericana: una combinación social ganadora.

Se acerca la noche pero aún hay gente que baila en el parque, aún hay parejas sentadas en la arena que se toman de la mano, aún hay niños que chapotean como desquiciados en las aguas oscuras y fangosas del río. Y aquí a mi lado, personas de todas las edades esperan apacibles el espectáculo que ocurre allá, a lo lejos, al final del río que es en realidad el final del horizonte: un sol que es un trozo de algo rojo, perfectamente circular, y cae como una pupila en llamas al mar. Los rastros de luz en los ripios se acentúan justo antes de desaparecer, el día canta una nota final antes de ceder al silencio de la tarde. Entonces se oculta la luz.

Tan pronto el último milímetro de sol ha desaparecido tras las aguas, ocurre algo que me sorprende y conmueve. Y es que la gente a mi alrededor empieza a aplaudir. Así es: la gente en Montevideo le aplaude a un atardecer que se consuma.[...]


Estampa de Coney Island



foto por Julie Jira


[...] Volvemos a la playa, que es en sí es fea y lleva años en el descuido: dos partes arena, una parte piedras, otra parte colillas de cigarro y corcholatas. La temperatura del agua tampoco ayuda para hacerla más atractiva: me acerco a tocarla y casi salgo con calambre en los dedos. Caminando por la playa, también es evidente que, a pesar de las incontables banderas estadounidenses que ondean por todas partes, el sitio ha sido acaparado por otras nacionalidades. Se calcula que, hoy por hoy, casi 36 por ciento de los habitantes de Nueva York nacieron fuera del país (sólo Miami y Los Ángeles superan a Nueva York en ese aspecto). Entre los visitantes a Coney Island, sin embargo, la proporción debe ser mayor: los acentos extranjeros tienen monopolio de estas arenas. Español (mexicano, hondureño, cubano, uruguayo, puertorriqueño, dominicano), chino, indú y ruso son los idiomas que más prevalecen.

Julie y yo traemos toallas y todo. Nos sentamos sobre ellas. Atrás de nosotros unos latinoamericanos yacen hasta su madre de borrachos, el hip hop emanando de las bocinas de sus grabadoras, junto a ellos botellas de cerveza vacías. A nuestra derecha, unas rusas jóvenes y esculturales intentan que un poco del raquítico sol toque sus pieles, pero no creo que regresen a casa con bronceado: a estas alturas del día, el cielo azul ya fue sustituido por el color grisáceo de las nubes. Sin sol que los caliente, la mayoría de quienes nadaban en el mar han abandonado las aguas y se arropan ya en sus toallas. Junto a nosotros pasan más vendedores –sin permiso para ejercer- de refrescos, de frutas, de algodón de azúcar. Compramos uno de estos últimos a una mujer joven que tiene decoraciones de metal en los dientes como las que se acostumbran entre los mayas.

-¿De dónde es usted?- le pregunto.

-¿De Xela?- me responde.

-Ah, de Quetzaltengango.

-Sí, de Xela.

Le pagamos un dólar, y la vemos seguir su camino. Me resulta sorprendente que pueda haber, en una de las ciudades más productivas del mundo, gente dedicada a oficios tan poco productivos. Es verdad que, aunque ganen poco, lo que sacan aquí en una tarde es más de lo que ganarían en sus países en una semana. Todo responde a la realidad social neoyorquina. Se sabe que el condado de Manhattan encierra la población urbana más pobre de Estados Unidos (el Bronx), así como la más rica (el Upper East Side). La desigualdad social en Nueva York es más abismal que en América Latina, lugar donde somos campeones mundiales en repartir mal la riqueza. En Nueva York, por cada dólar que gana el 5% más pobre de la población, el 5% más rico cobra 52.

Y el resultado es esto que se presenta a continuación: ejércitos de inmigrantes y pobres que están dispuestos a trabajar por menos porque tienen eso que los desempleados poseen en abundancia: tiempo. El esfuerzo improductivo de una señora que puede esperar media hora hasta vender una lata de refresco contrasta con el trabajo del ejecutivo de Wall Street que, con un poco de suerte, capital y estrategia, se embolsa decenas de miles de dólares en un día apostando en el mercado de derivados. Las ironías se vuelves doblemente crueles: pasar hambre es más triste cuando se sufre en un país de banquetes. Ser pobre es más triste cuando estás obligado a observar, a diario, el exceso ajeno.

Así que, entre desigualdad social, suciedad, ambulantes, hispanoparlantes y decadencia, podría sacar la conclusión de que ésta, a pesar de ser una playa a la orilla de la ciudad más rica del mundo, es una playa de tercer mundo. Es una playa en China, una playa popular en Guerrero, una playa de rusos en el báltico. Es una playa del extrarradio limeño, una playa en la Bahía de Bengala y una a las afueras de Santo Domingo. Pero, por otra parte, su multiculturalidad la hace distinta a cualquier playa de las que te puedes encontrar a las afueras de una capital caribeña, pues sólo una ciudad imperial y poderosa podría ejercer una fuerza de atracción tan fuerte, tan actual. Es decir: a pesar de su fachada tercermundista, estoy en un lugar que sólo podría existir en los espacios del Primer Mundo [...]

Estampa neoyorquina

Wall Street, Ground Zero





A las 17:07, la bolsa de valores ya cerró, y un ejército de trajes y corbatas se asardinan para subir al metro. Por suerte, yo soy de los pocos que bajan. Me escurro entre los cuerpos hasta salir a la calle, a la Wall Street, en la parte más vieja de la ciudad, en las calles más viejas de Nueva York y de Manhattan. Miro el cielo: cae una ligera lluvia que le da a todo una apariencia sombría: los vidrios de los rascacielos reflejan el gris oscuro de las nubes.

Camino sin rumbo. La neblina, espesa: una fumarola que el mar nos exhala. Sigo por las calles peatonales, por los adoquines grises en los que resuena el sonido de algunas suelas que salieron tarde del trabajo y que, conforme se vayan alejando, convertirán el Distrito Financiero en un pueblo desierto. A las 17:37, el edificio de Standard Oil en Broadway 26 echa una bocanada de humo al cielo. La miro reflejarse en otros cristales, en otros edificios, hasta que se disuelve en la niebla y se despinta y deja de existir.

Camino en círculos. Paso frente a la Bolsa de Valores, frente a la famosa estatua del toro de bronce. Pero no es esto lo que busco. No vine aquí a ver esto. Me escurro entre grupos de turistas, cruzo la calles: voy en busca del sitio en el que no hay más edificios, en el que la calle cede al viento y al agua. Intuyo que debe ser la punta final de la isla. Y lo es. Hay un muelle y, después del muelle, no hay nada. Sólo la Estatua de la Libertad. Un trozo de algo verde en un pedestal, lejano, ahí en lo que ya casi es el mar. Está inmóvil, rodeada de bruma. Ya no es hora de visitas turísticas. Está más sola que nada.

La lluvia me escurre en la cara, mancha las letras de los apuntes. Así que me despido del mar y la niebla. Camino en la dirección opuesta, primero por un parque y luego por una avenida. Me siento en una banca a mirar las calles vacías, a tomar apuntes bajo el resguardo de un toldo de plástico mientras los autobuses recogen a todos menos a mí. La lluvia cesa y aprovecho para reanudar la marcha. Me desplazo hacia esas grúas. Hacia esos edificios que, a pesar de no saber de qué sean, conozco. Me acerco lo más posible al hueco. Hay algunos turistas señalando el punto. Hay bardas que lo rodean. Un gran letrero dice: Future Site of the World Trade Center Memorial. Es un señalamiento innecesario. Todos sabemos de qué se trata. ¿Qué otra cosa podría ser?

Desde la escalera donde empieza un túnel que lleva a la estación del PATH, me detengo a mirar lo que queda de las Torres Gemelas. La cicatriz de la herida. Los rascacielos continúan vaciando sus interiores y junto a mí pasa una cantidad abrumadora de personas que se dirigen indiferentes a sus casas. Cumplen un ritual mundano en medio de un sitio que no lo es tal. Reflexiono: aquí estoy ante lo que queda de esa llaga que cambió la historia de Estados Unidos. Aquí estoy ante el pretexto de dos guerras que destruyeron vidas y países. Aquí estoy ante el lugar donde empezó toda la locura que hasta ahora ha sido el siglo XXI.

Miro a mi alrededor. Hay una infinidad de torres. Edificios construidos donde alguna vez hubo otras cosas, otras construcciones. Y es que en Nueva York los arquitectos no se andan con sentimentalismos: tiran cualquier cosa que estorbe, cualquier estructura que huela a tiempos superados. Por eso, la mayoría de los edificios de esta ciudad mueren jóvenes. Por eso, la ciudad, a pesar de ser ya vieja, conserva apariencias modernas. Algún día caerían también las Torres Gemelas, de eso no me cabe la menor duda. Lo que sí es alarmante es que todas estas otras torres, más pequeñas, relativamente más modestas, menos interesantes, resultaron más duraderas. Pero ellas también caerán algún día. Un día el fuego y las mareas derrumbarán todo lo que hay. El mundo se reconfigurará y en Manhattan no existirá ya el vértigo de las alturas. El acero y los ladrillos llorarán lágrimas de impotencia. Llorarán por las ciudades que cambiaron sin que se lo pidiésemos. Por todo lo que fueron y dejaron de ser.

Pero todavía falta mucho para eso. Hoy, si acaso, basta con llorar aquí. Por las ciudades que se llenaron de humo, polvo y fuego una mañana. Por las ciudades que despertaron rabia y los más crueles deseos de venganza en los corazones de una nación. Por las ciudades que exportaron balas y muerte a lo largo de los continentes. Por las ciudades que tuvieron la mala fortuna de recoger los cadáveres de sus hijos entre el cascajo, aquí y en Babilonia.

Todo esto para que, unos años después, el mundo avance a su alrededor con la indiferencia de siempre. Para que los vivos caminen sin mayor interés ahí donde yacieron tantos muertos. Y es que, a fin de cuentas, los vivos no tienen tiempo para los muertos.