Notas sobre el abismo (el sótano de las golondrinas)
Por la mañana pensé: tal vez nada de esto esté ocurriendo en realidad.
Acababa de salir de nadar de la cascada de Micos, al norte de ciudad Valles, y mi cuerpo temblaba por la brisa, pero no había signos de un pulso por ningún lado. La noche anterior acampamos junto al mismo río. Sergei y yo éramos las únicas personas ahí, y tendimos la tienda de campaña junto a una cruz que recordaba a un chico de 21 años se había ahogado en el 2001. Antes de dormir, tuve la idea de meterme a nadar. Me despojé de mi ropa, y me lancé a la corriente. El agua estaba a una temperatura tolerable y la luna flotaba en la noche renegrida como una brasa redonda.
El agua me acariciaba, pero también me arrastraba. El fondo lodoso representaba lo desconocido, pisarlo era una cosquilla intolerable. Soy una persona de ciudad, y después de unos minutos tuve un poco de miedo. Ya había muerto una persona aquí, ¿por qué no habrían de morir dos?
La corriente avanzaba con más fuerza. Yo me había acercado a la mitad del caudal, y de pronto sentí que el agua me daba un empujón hacia una de las cascadas que quedaban unos metros más adelante. Nadé con fuerzas hasta regresar a la orilla. Coloqué mis brazos contra la tierra, luego mi rodilla sobre el suelo, y salí. Dejé que me secara la brisa fría.
Pero a la mañana siguiente, después de un chapuzón mañanero, sentado a la orilla del río azul, intenté sentir mi pulso. Busqué mi corazón, algún ritmo que indicara los galopes de la sangre. Y no los pude encontrar.
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El conductor nos señala: unos picos de la sierra que se alzan tras un telón azul, melodramático. Ahí, hasta arriba, es a donde vamos. Serían 400 pesos, por ambos, pero es la única opción para llegar antes del anochecer. Estamos en Aquismón, al sur de ciudad Valles. El hombre nos sonríe, tiene un diente de oro, el ojo derecho tocado por una gota de glaucoma. Aceptamos.
Arrancamos en una 4X4 que se desliza tranquila por las curvas. El atardecer en la Sierra Madre es azulado, clarea poco a poco. Se va agrisando, al igual que el polvo que se levanta con el paso de la camioneta. La selva está fría esta tarde y mantenemos las ventanas arriba. Se ven platanales, árboles de copiosas y jugosas naranjas que se pudren en montículos sobre el suelo; innumerables especies de lianas trepadoras con hojas colgantes. El camino de tierra es incómodo, un poco agresivo, pero he visto peores. De todas formas, qué bueno que estamos en época de secas; con lluvias esto debe ser la muerte.
Tras cuarenta minutos de camino llegamos cerca de la cima. El chofer no nos exageró: las sombras de los picos se acaban a unas pedradas de donde estamos. Nos presenta con un hombre, un tal Carlitos. Sergei le entrega un par de billetes al chofer, y él se despide con un: ándele.
El azul del cielo se diluyó. Es la hora más gris de la tarde, y la neblina flota, espesa. Hay niños que juegan. Niños como sombras, niños de viento. Se escuchan voces, y se oyen pisadas que provienen de los escalones que se cuelan entre las piedras y que separan la comunidad de la carretera.
-Sssshhhh, perro, -grita Carlitos, abriéndose paso entre ladridos.
Figuras de piedra, figuras espectrales, esculturas de neblina. Todos tiritamos, el frío es en verdad húmedo. Hace mucho frío para ser el trópico bajo. Tal vez por la noche hiele, nos advierte Carlitos. Nos conduce a casa de su madre, una casa de bloques grises con una explanada de cemento al frente donde nos explica que podemos poner nuestra carpa. La armamos. Nos acompaña el olor de la cosecha: una pila de vallas de café rojizas que despiden un aroma dulce y a la vez fermentado. Al poco tiempo, el gris se diluye y el cielo se colma de estrellas. No sé por qué, pienso en el ojo glauco, en la imagen de la sierra verde y tupida vista de lejos, en los niños que escuché sin ver.
Unos minutos despúes, tocamos la puerta de la casa. Queremos calentar un poco de agua. La familia entera está agrupada alrededor del calor de la estufa. Nos ofrecen unas sillas, y esperamos a que hierva el agua. Hablan en huasteco, nos dirigen pocas y parcas palabras. Salvo la nieta, una niña de nueve años, quien hasta nos acompaña afuera y nos enseña sus libros de la escuela y nos cuenta de su familia. Se me ocurre preguntarle quién de los que está adentro es su papá, y quién es un mamá. Resulta que ninguno. Ella nos explica que su papá está en el otro lado (al principio pensé que estaba muerto; luego entendí que trabajaba en Estados Unidos), y que su mamá vive con la suegra. Que ella vive con su abuela materna porque le queda más cerca la escuela.
-Todo es culpa de mi papá, -dice-. Porque mi papá, antes de que yo estuviera aquí, cuando yo todavía era viento, era bien loco. Tenía dos mujeres, y ahora mi mamá vive allá abajo con mi abuelita para que la otra señora no regrese.
Luego me pregunta si mis papás están vivos. Le respondo que sí. A ella le sorprende. Dice que estoy muy grande para que sigan vivos.
Le pido que me enseñe unas palabras en huasteco, pero no se sabe ninguna. Sólo los adultos saben, y a ella ya no le hablaron en ese idioma.
Después de un rato aparece la tía. Viene a decirle que ya es hora de dormir. La niña regresa a casa.
Sigo el camino de piedra hacia el sótano de las golondrinas. El camino en la oscuridad es difícil, cada paso que doy lo calculo de antemano. No hay otra luz que la de las estrellas. De pronto, detrás de unas piedras aparece: se trata de un hoyo en la montaña.
Una negrura demencial, el mismísimo ojo del vacío.
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La noche fue menos fría de lo esperado. A la mañana siguente, volvemos temprano al sótano de las golondrinas a esperar la salida de las aves. Sergei y yo somos los primeros en arribar. 500 metros de caída libre, es lo opuesto al rascacielos. El sótano no es sólo de las golondrinas, desde aquí asemeja el sótano del mundo. Salen los primeros loros de sus nidos, muy abajo. El chirrido interior de la tierra. Ligero, constante. Las notas musicales de un violín enterrado, la caja de resonancia del infierno. Efervescente: Algo se gesta. Poco a poco, los vemos volar. Aleteos veloces, navajazos en el cielo.
Desde el fondo, van subiendo como el humo de un incendio. Espiral, la hélice de una cadena de ADN.
Hierve la mañana, ebullen las aves. En el fondo, no se distinguen de una drosófila fosforecente. Pero cuando llegan hasta arriba, veo sus ojos y un semblante tierno.
Un carrusel que escupe sus piezas; una mecánica giratoria, robótica. Un tornado verde, los loros. Un tornado de fragmentos blancos y negros, los vencejos.
La mañana no es tan fría, pero es demasiado fría para los vencejos. Regresan a la cueva: la entrada, contrario a la salida, es veloz. Como bajo el influjo de un imán, balas con plumas de colores.
Escribo estas líneas de cara al abismo: este es el movimiento de las células de un animal abstracto.
El negro espejo de la muerte. El negro espejo del viento.
1 comentario:
Vaya, no encontraba a los loros, le pique a la foto y de verdad apenas como mosquitas de fruta sobre la inmensidad del muro.
p.d. Si quieres keffir yo te lo puedo regalar y no se necesita refrigerar
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