lunes, 16 de febrero de 2009

San sebastián en 75




1. No sabía que San Sebastían estuviera tan cerca, sorpresa.
2. De haberlo sabido antes de salir de Paris, me habría dado gusto.
3. Ahora también me da gusto.
4. Secretamente siempre había anhelado visitar esta ciudad.
5. No sé por qué en secreto, puesto que no tiene nada de vergonzoso.
6. De Hendaya a San Sebastián uno llega en menos de media hora en tren.
7. La vista de la bahía preciosa.
8. Es muy temprano, pero no hace frío.
9. La frontera está a media cuadra de la estación de tren. La cruzo sin ningún problema. No hay siquiera un policía.
10. El tren está lleno de personas que van. Van, a sus trabajos, clases, la gente del país Vasco.
11. Por la ventana veo bruma. Bruma pintoresca, bruma misteriosa.
12. Un buen lugar para una novela de misterios, pienso, por pensar cualquier cosa.
13. "En San Sebastián nunca se sabe con el clima. Tal vez hoy haya sol.", advierte la mujer que viaja junto a mí.
14. Es local y, por las arrugas, deduzco que también septuagenaria.
15. Se queja del clima, un tema del que conoce.
16. Por la forma en que habla de él, se nota que lleva años viviendo en esta costa y fijándose.
17. Le creo cuando le comenta a otra mujer que parece que no falta mucho para que venga el sol.
18. (Ojalá sea cierto, pienso.)
19. Porque luego comenta que llevan dos semanas con nubes.
20. Y esto me amarga un poco, pues cuando uno sólo tiene un día en San Sebastián, lo que más uno quiere es un poco de sol.


(21. Cuando llego a San Sebastián
22. me molesta enormemente
23. ver letreros en vasco.
24. Pero ustedes entenderán
25. que no tengo nada en contra
26. de las lenguas regionales de España
27. sino que simplemente
28. lo que pasa es que
29. cuando uno lleva mes y medio
30. viajando entre lenguas:
31. eslavas
32. fino-ugras
33. y bálticas
34. lo que uno más quiere
35. es llegar a un lugar
36. donde entienda.
37. Y el vasco no lo entiendo.)


38. Pero entiendo esto:
39. Hay gente tomando el sol en la Playa de la Concha,
40. hay un hombre que se detiene a media calle,
41. me saluda amable y me explica brevemente la distribución de la ciudad,
42. hay maestras acarreando alumnos de preescolar,
43. hablando algo que no entiendo;
44. sacudiéndoles la arena de los pies, quitándoles los bañadores para que se enjuagen.
45. Hay catedrales góticas,
46. filosas,
47. teñidas por una luz amarilla de mañana temprana y luminosa.
48. Hay olas,
49. una temperatura agradable
50. mar azul gema, arena amplias.
51. Hay un puente y fachadas art nouveau
52. parecen extraños caracoles;
53. hay piedras recubiertas de algas cariñosas, mar azul gema
54. ni se diga: españolas que enseñan las tetas.

(55. pezones lánguidos,
56. rosáceos.)

57. Y una mezcla de playa y ciuad y y cuerpos y cerros verdes y banquetas en blanco y negro
58. que hacen pensar en un Río de Janeiro sin sangre
59. (o sea, en el paraíso consumado).
60. Así que poca cosa quiero hacer
61. salvo sentarme a tomar el sol, mar azul gema,
62. (hay sol, hay sol)
63. (aunque también hay nubes)
64. quitarme obsenamente la ropa frente a todos,
65. dejar la mochila en la arena

66. (¿Quién se robaría un objeto así? Nadie.)

67. Y en el mar,
68. azul gema,
69. cuerpo mojado,
70. pensar:
71. Que ayer no sabía que hoy estaría aquí.
72. Y sin embargo
73. hoy estoy aquí.
74. Y hay sol.
75. Mar azul gema.



Julio, 08

Cemento emulando caracol


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Y otra cosa, por qué no: que algún antecesor mío alguna vez habrá visto este mar azul gema
y cuando partió a la lejana América
hacia esa tierra de la que no habría jamás de regresar
ni se hubiera imaginado
que, al igual que él, un Olavarría (en este caso americano) miraría el cantábrico
al igual que él, estaría aquí
al igual que él, sin saber dónde estraría mañana.

domingo, 8 de febrero de 2009

Migadas y gorditas: 200 mts (camino al altiplano)

Las nubes cubren el estado. Una gran cobija gris. Las ventanas empañadas del autobús: lágrimas que escurren, barrotes transparentes. Autobús, SLP. No suena nada más que los diálogos de una película (gringa y mala, doblada al español) sobre infidelidades y pasteles.
A dos asientos de distancia: una pareja de menonitas, la mujer vestida con pañoleta negra, y ropa negra. Él, camisa de cuadros verdes, chamarra, rostro casi albino, pestañas de fuego. Observan absortos. Mastican Sabritones.
Afuera, se acabó la Huasteca. Hay un desierto brumoso, unas palmas, cactus verdes y tubulares (pulpos espinados). Ramas abandonadas por el follaje.

Vamos hacia lo alto del estado.

Cascadas: Minas viejas y el Meco



Días soleados en una de las cascadas más lindas (eso es decir bastante) de la Huasteca.







O más al norte, cerca de El Naranjo, está la cascada de El Meco (sin albur, se los juro)





Apuntes mínimos de un jardin



Un homenaje a la naturaleza. Un homenaje a lo humano. La estética de la vorágine, de un derrumbe anunciado de antemano. Como todo, pero sólo que a una velocidad vertiginosa.

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Estas pozas de Edward James, sus esculturas: las piedras pasajeras de la intención artística.



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Una escalera a ninguna parte. ¿Quién dijo tamaña falacia? A mi juicio es evidente que no es el caso, pues esta escalera lleva a un sitio muy tangible. Hace falta caerse de su punto más alto para descubrir cuál es.


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El esqueleto de un dinosaurio, contorsionado.



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Tiene todos los elementos de lo genial. Hay belleza, hay minucia, hay sublimación con el entorno, hay una ambición monstruosa. La arquitectura por la arquitectura misma. La simbiosis de la naturaleza con el arte.



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Y se caen en pedazos. Se caen en pedazos las malditas esculturas. Da tanto gusto ver que son el viento, el agua, y el moho quienes siempre terminan ganando esta batalla.

Notas sobre el abismo (el sótano de las golondrinas)



Por la mañana pensé: tal vez nada de esto esté ocurriendo en realidad.
Acababa de salir de nadar de la cascada de Micos, al norte de ciudad Valles, y mi cuerpo temblaba por la brisa, pero no había signos de un pulso por ningún lado. La noche anterior acampamos junto al mismo río. Sergei y yo éramos las únicas personas ahí, y tendimos la tienda de campaña junto a una cruz que recordaba a un chico de 21 años se había ahogado en el 2001. Antes de dormir, tuve la idea de meterme a nadar. Me despojé de mi ropa, y me lancé a la corriente. El agua estaba a una temperatura tolerable y la luna flotaba en la noche renegrida como una brasa redonda.
El agua me acariciaba, pero también me arrastraba. El fondo lodoso representaba lo desconocido, pisarlo era una cosquilla intolerable. Soy una persona de ciudad, y después de unos minutos tuve un poco de miedo. Ya había muerto una persona aquí, ¿por qué no habrían de morir dos?
La corriente avanzaba con más fuerza. Yo me había acercado a la mitad del caudal, y de pronto sentí que el agua me daba un empujón hacia una de las cascadas que quedaban unos metros más adelante. Nadé con fuerzas hasta regresar a la orilla. Coloqué mis brazos contra la tierra, luego mi rodilla sobre el suelo, y salí. Dejé que me secara la brisa fría.
Pero a la mañana siguiente, después de un chapuzón mañanero, sentado a la orilla del río azul, intenté sentir mi pulso. Busqué mi corazón, algún ritmo que indicara los galopes de la sangre. Y no los pude encontrar.

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El conductor nos señala: unos picos de la sierra que se alzan tras un telón azul, melodramático. Ahí, hasta arriba, es a donde vamos. Serían 400 pesos, por ambos, pero es la única opción para llegar antes del anochecer. Estamos en Aquismón, al sur de ciudad Valles. El hombre nos sonríe, tiene un diente de oro, el ojo derecho tocado por una gota de glaucoma. Aceptamos.
Arrancamos en una 4X4 que se desliza tranquila por las curvas. El atardecer en la Sierra Madre es azulado, clarea poco a poco. Se va agrisando, al igual que el polvo que se levanta con el paso de la camioneta. La selva está fría esta tarde y mantenemos las ventanas arriba. Se ven platanales, árboles de copiosas y jugosas naranjas que se pudren en montículos sobre el suelo; innumerables especies de lianas trepadoras con hojas colgantes. El camino de tierra es incómodo, un poco agresivo, pero he visto peores. De todas formas, qué bueno que estamos en época de secas; con lluvias esto debe ser la muerte.
Tras cuarenta minutos de camino llegamos cerca de la cima. El chofer no nos exageró: las sombras de los picos se acaban a unas pedradas de donde estamos. Nos presenta con un hombre, un tal Carlitos. Sergei le entrega un par de billetes al chofer, y él se despide con un: ándele.
El azul del cielo se diluyó. Es la hora más gris de la tarde, y la neblina flota, espesa. Hay niños que juegan. Niños como sombras, niños de viento. Se escuchan voces, y se oyen pisadas que provienen de los escalones que se cuelan entre las piedras y que separan la comunidad de la carretera.
-Sssshhhh, perro, -grita Carlitos, abriéndose paso entre ladridos.
Figuras de piedra, figuras espectrales, esculturas de neblina. Todos tiritamos, el frío es en verdad húmedo. Hace mucho frío para ser el trópico bajo. Tal vez por la noche hiele, nos advierte Carlitos. Nos conduce a casa de su madre, una casa de bloques grises con una explanada de cemento al frente donde nos explica que podemos poner nuestra carpa. La armamos. Nos acompaña el olor de la cosecha: una pila de vallas de café rojizas que despiden un aroma dulce y a la vez fermentado. Al poco tiempo, el gris se diluye y el cielo se colma de estrellas. No sé por qué, pienso en el ojo glauco, en la imagen de la sierra verde y tupida vista de lejos, en los niños que escuché sin ver.
Unos minutos despúes, tocamos la puerta de la casa. Queremos calentar un poco de agua. La familia entera está agrupada alrededor del calor de la estufa. Nos ofrecen unas sillas, y esperamos a que hierva el agua. Hablan en huasteco, nos dirigen pocas y parcas palabras. Salvo la nieta, una niña de nueve años, quien hasta nos acompaña afuera y nos enseña sus libros de la escuela y nos cuenta de su familia. Se me ocurre preguntarle quién de los que está adentro es su papá, y quién es un mamá. Resulta que ninguno. Ella nos explica que su papá está en el otro lado (al principio pensé que estaba muerto; luego entendí que trabajaba en Estados Unidos), y que su mamá vive con la suegra. Que ella vive con su abuela materna porque le queda más cerca la escuela.
-Todo es culpa de mi papá, -dice-. Porque mi papá, antes de que yo estuviera aquí, cuando yo todavía era viento, era bien loco. Tenía dos mujeres, y ahora mi mamá vive allá abajo con mi abuelita para que la otra señora no regrese.
Luego me pregunta si mis papás están vivos. Le respondo que sí. A ella le sorprende. Dice que estoy muy grande para que sigan vivos.
Le pido que me enseñe unas palabras en huasteco, pero no se sabe ninguna. Sólo los adultos saben, y a ella ya no le hablaron en ese idioma.
Después de un rato aparece la tía. Viene a decirle que ya es hora de dormir. La niña regresa a casa.
Sigo el camino de piedra hacia el sótano de las golondrinas. El camino en la oscuridad es difícil, cada paso que doy lo calculo de antemano. No hay otra luz que la de las estrellas. De pronto, detrás de unas piedras aparece: se trata de un hoyo en la montaña.
Una negrura demencial, el mismísimo ojo del vacío.

-


La noche fue menos fría de lo esperado. A la mañana siguente, volvemos temprano al sótano de las golondrinas a esperar la salida de las aves. Sergei y yo somos los primeros en arribar. 500 metros de caída libre, es lo opuesto al rascacielos. El sótano no es sólo de las golondrinas, desde aquí asemeja el sótano del mundo. Salen los primeros loros de sus nidos, muy abajo. El chirrido interior de la tierra. Ligero, constante. Las notas musicales de un violín enterrado, la caja de resonancia del infierno. Efervescente: Algo se gesta. Poco a poco, los vemos volar. Aleteos veloces, navajazos en el cielo.


loros contra un fondo de piedra

Desde el fondo, van subiendo como el humo de un incendio. Espiral, la hélice de una cadena de ADN.
Hierve la mañana, ebullen las aves. En el fondo, no se distinguen de una drosófila fosforecente. Pero cuando llegan hasta arriba, veo sus ojos y un semblante tierno.
Un carrusel que escupe sus piezas; una mecánica giratoria, robótica. Un tornado verde, los loros. Un tornado de fragmentos blancos y negros, los vencejos.
La mañana no es tan fría, pero es demasiado fría para los vencejos. Regresan a la cueva: la entrada, contrario a la salida, es veloz. Como bajo el influjo de un imán, balas con plumas de colores.



Escribo estas líneas de cara al abismo: este es el movimiento de las células de un animal abstracto.
El negro espejo de la muerte. El negro espejo del viento.

martes, 3 de febrero de 2009

Autostop en época de zafra (dos cuentos inconclusos)


Se detiene una camioneta en la carretera. Es nueva, grande, los asientos recubiertos con unas camisetas de las Chivas de Guadalajara. Él tiene ojos verdes, lentes. Piel morena, rugosa como tierra y piedras.
Vamos hacia Ciudad Valles, hay humo, caña quemada. A la mitad del camino, se detiene a recoger a otro hombre. Es moreno y robusto. Se sube en el asiento trasero, donde yo también viajo. El conductor pregunta:


-¿Ya pasó el Villano?
-Sí.
-¿Iba solo?
-No, traía a la esposa y a los hijos.
-Inche Villano. Quedó de hablar.
-Lo raro es que nunca trae a nadie acá, los deja en el rancho. Pero ya veo. Ahora con el muerto.
- Viene con su gente. Ahí están todos.
- Que ya va a salir el carro.
- A mi me avisaron desde anoche.
- ¿Y ya saben cuál fue el difunto?
- Todavía no.
- Ya nos enteraremos.
- Sí.


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Una pickup, un camino de tierra. Me subo adelante. El sol pega de frente. Las flores de la caña se estiran hacia el cielo, una especie de plumaje árido. Quien maneja, Ramiro, me dice algo. Bien podría ser el comienzo de un cuento.
Lo reproduzco aquí.



-Yo me acuerdo que desde chico, los años que llueve mucho, la tierra tiembla, -dijo Ramiro, cubriendo su refresco de guayaba con un sombrero.


Eternidad (huasteca potosina)

1. Ciudad Valles

El graznido mañanero de un nido de zanates delata que la ciudad quedó lejos. Pavimento encharcado, lodoso. Una ciudad a media selva, la huasteca y un aire frío en una mañana desolada. El eco del vendedor de periódicos, es domingo. Las luces de la terminal, luces sosegadas. Alumbran una madrugada húmeda.
El cielo es un nubarrón grisáceo en el que las puntas de las hojas de las palmeras apuntan su delgadez.

2. Cascada de micos


La brisa, renovada. Agua que cae, poema y rugido interminable. Pasa un águila, una elegante garza, cuello blanco y fino. Una bandada de loros volando al unísono, cincuenta vientres verdes. Dorsos, pincelazos de fulgores.
La renovación es esta agua. La renovación es esta brisa. Me sumerjo: es una caricia tibia, inesperada. Una cosquilla líquida en una gravedad alterna.

3. Organismos


El águila chasca. Los pececillos pellizcan. La mariposa, atisba. Las hojas caen. Las pesadas raíces de un árbol se sumen, sedientas. El sol: sólo ilumina a ratos.


4. Encontrar

la ecuación que me explique la cadencia. La fórmula que determine las secuencias de los ripios. La luz, viajó millones de kilómetros más que yo para llegar aquí. Es ahora el recubrimiento de mercurio de una ola que se repite, en el mismo sitio, una música que no se agota.
(La eternidad se insinúa en el desequilibrio de las sombras).