sábado, 28 de junio de 2008

Calles rojas (una de tres)


Imagínate lo siguiente: después de catorce horas a bordo de un autobús de segunda, y haber pasado un susto de primera porque un nefasto agente aduanal estuvo a punto de negarte la entrada al país; después de pasar la corta noche casi completamente en vela (¿por qué será que a los viajeros de los autobuses rusos no les da la gana cerrar las cortinas aun a sabiendas de que el sol sale a las 3 a.m.?), abres de pronto los ojos y en lugar de la dulce campiña de Europa del este, lo que hay es una avenida de alta velocidad y unos rascacielos que se alzan en la distancia. Y es entonces, sin previo aviso ni introducciones, que te cae el veinte que estás en Moscú. Que estás en esa dudosa frontera entre Europa y Asia. Que se acabaron los preparativos para lo que pronosticaste que sería la parte más bizarra del viaje, y se viene la realidad. Ahora imagina que no sabes ruso: compraste una guía de frases en una librería Gandhi de la ciudad de México pero lo único que estudiaste fue el alfabeto cirílico (el cual ya aprendiste a leer con lentitud de analfabeta) y para orientarte nada más tienes 40 fotocopias que le hiciste a una Lonely Planet del 2005 que adquiriste en una librería del centro pero que devolviste después de reproducir. Ahora imagínate que no tienes ni un rublo (sólo 20 euros que nadie aceptará), son las 7 de la mañana, el lugar donde te deja el autobús está en las afueras de Moscú, y tampoco tienes una tarjeta de teléfono para hablarle a la persona de Hospitality Club para pedirle auxilio. No sabes ruso, no tienes dinero ruso, y estás en quiénsabequéparte de Rusia. ¿Qué haces?

Pues la respuesta es sencilla. ¿Ya viste el Holiday Inn cuyo letrero se alza a dos cuadras? Ve a él. Porque en el Holiday Inn hablan inglés, cambian dinero, y regalan siempre mapas muy buenos de las ciudades (truco que aprendí en Montevideo). ¿Quién iba a pensar que la respuesta a un dilema cultural lo encontraría en la homogeneidad del nuevo capitalismo mundial? Sepa. Pero ya con 720 rublos en la bolsa, la cosa pinta mejor que nunca. El concierge ya me explico cómo llegar al metro. Me salgo entre las puertas del hotel, pasando junto a un señor que espera con un letrero que dice HALLIBURTON y Moscú deja de ser una enorme y sucia ciudad que me habla en un idioma desconocido, y se convierte en algo divertido y emocionante.

En el metro pido el boleto de diez (diesiát) viajes, y se me van los primeros 155 rublos. Bajo lo que han de ser las escaleras eléctricas más largas del mundo (alguna vez escuché que el propósito del metro de Moscú también era el de servir de refugio anti-bombas). Escándalo formidable: ratatatatá constante de metal. Decorado de mármol, en el suelo hay latas de cerveza vacía y hasta una bolsita con guácara. El metro está cochino, el tren es feo (aunque los acabados de las estaciones son de palacio), y la gente es fría. Hay inválidos, tipos con cara de pervertidos (pero como son güeritos, pienso en pervertido de película de hollywood), y mujeres vestidas de manera tal que en el equivalente de transporte público mexicano habrían incitado ya a la violación tumultuaria. Son como las ocho y supongo que la hora pico de la mañana es ahora. Pero no me parece que vaya lleno. Me habían contado historias de terror acerca de este metro y simplemente no me parece que sea el caso.

Marianna quedó de verme a las 9:00 en Bratislavskaya. Llego a las ocho y media y espero y miro: gente ir y venir. Gente devorada por las puertas, gente que desaparece de mi vida tan pronto llega. Una constante generación de caminos cruzados que sin embargo se disuelven y anulan de inmediato. Tambien: Tuve que venir a Rusia para que esta gente desapareciera de mi vida. Tambien: Vine a Rusia para que esta gente desapareciera de mi vida.

Imagínate lo siguiente: estás en la ciudad que según algunas revistas especializadas es la más cara del mundo, pero tienes con quién quedarte porque con el maravilloso internet todo se puede, hasta quedarte en casa de alguien sin pagar hospedaje. Sin embargo, ochenta minutos después de la hora del encuentro, la persona no ha llegado. Te acercas a comprar una tarjeta telefónica y decides marcarle, pero quien te contesta en ese número te habla en ruso y luego te cuelga. Así que imagínate que tienes la dirección de esta persona (Bratislavskaya 13-1-353) y decides ir a buscarla. Llevas 20 kilos sobre tu espalda (incluyendo tu laptop), sales del metro y descubres que el día está precioso (azul, azul, ligeramente frío), y te encuentras en una especie de glorieta gigante donde hombres con ojos rasgados venden pan y frutas. También hay babushkas (viejitas con pañoletas amarradas a la cabeza) vendiendo moras y jabones. Hay como 200 millones de edificios altísimos que en el nivel de la calle están invadidos por comercios que van desde Mcdonalds (МАКДОНАЛДС) hasta strip clubs, supermercados, casinos y farmacias. La calle no se llama Bratislavskaya (gdié Bratislavskaya?, preguntas, pero la única respuesta que entiendes es la que viene acompaсada con un dedo que señala hacia una calle aledaña) y los edificios no están en orden (primero es el 18, luego el 16, luego el 12). Después de varios minutos y varios intentos fracasados de comunicación, por fin encuentras el bloque número 13, encuentras el edificio uno, y encuentras la puerta en la que un letrero indica que están los apartamentos 300-360. Pero no hay interfón. Hay una extraña placa con letras cirílicas, y un aparatito que te solicita una clave. Puta mierda. Así que regresas al metro. Caminas hacia la estación por un paso subterráneo en el que un hilito de sangre más o menos fresco (lo sabes por la espesura) te dice que lo que ya sospechabas: el barrio es de cuidado. Regresas a la banca donde ya esperaste ochenta minutos y donde ninguna rusa de 21 años de pelo rubio espera por ti, mexicano sucio y peludo que se infestó de garrapatas la cabeza en Letonia. Son las 10:40 y piensas: Moscú corre sobre tu cabeza. Moscú, carajo. Moscú: la ciudad de los zares, los comunistas, los bolcheviques, las bailarinas, los ortodoxos. Pedro el Grande, Ivan el Terrible, Stalin, Lenin, Gorbachev. Ojivas nucleares, imperios, Napoleón, los que ganaron la Segunda guerra mundial, y perdieron la Guerra Fría. Rusia, con 9 horas de diferencia de horario, esto es lo más lejos que has estado en tu vida de México. Pues obviamente haces lo único que se puede hacer en un caso de estos: te afianzas la mochila a la espalda, escoges una estación al azar, y tomas el siguiente tren en dirección al centro.

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