sábado, 28 de junio de 2008

Calles rojas (dos de tres)




Quién sabe por qué escojo Chisty Purdy. Suena chistoso. Todo está en cirílico y me tomo el tiempo para no perderme en los trasbordos. Es relativamente sencillo el metro: todo tiene nombre, color y numerito. El problema es cuando quiero salir. Es entonces que descubro que no saber cómo se dice “salida” en ruso podría conducir ultimadamente a que pase el resto de mi vida viviendo en el subsuelo moscovita. Estoy en una triple estación, cada trasbordo tiene un nombre distinto, y las escaleras eléctricas (son bloques pesados y rápidos, de la época soviética) no llevan a ningún lado. Después de unos cuantos paseos por las escaleras (admiro talones ajenos), deduzco que BЫХOД B ГОРОД significa que por ahí es la salida. Voilá. Cuando escapo del metro me encuentro con una calle nueva. Es grande, con edificios monumentales y cuadrados, hay muchos papeles tirados, y no entiendo ninguna palabra de las que están escritas a su alrededor (el idioma no se te impone, sino que te sigue resultando indescifrable: me acuerdo un poco de mi infancia, nuevamente, de lo que se sentía no saber leer). Sin embargo, en esta confusión sucia de emociones hay un innegable sentimiento de algo que sólo el viajero que se librado de un problema conoce: un sentimiento de victoria.

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¿Ж o M? ¿Ж o M? Me dicen que Moscú es la ciudad más cara del mundo para comer fuera, pero por más que camino, no encuentro un maldito supermercado. A bordo del autobús comí una empanada de queso, otra de espinacas, una bolsita de papas Lays sabor queso y un plato de frutas que me regaló Sanita. Ahora ya es la 1 y me aproximo a las 16 horas sin probar bocado. Paso por afuera de un restaurante tipo buffet donde escoges y pagas de acuerdo con tu selección. Hay mucha fila, así que debe ser bueno. Me sirvo dos panqueques de queso con crema encima, una ración de patatas, una ración de ensalada con aceitunas y jitomate, y un vaso de una bebida dulce y fría que trae frutas y recuerda en varios aspectos al ponche navideño, y pan. Menos de 200 rublos. Supongo que para Moscú no está tan mal. Después de Paris supongo que nada me volverá a parecer caro en la vida. Termino de comer y tengo bastantes ganas de aliviar la vejiga. Gdié tualet? Nuevamente, lo que entiendo es el dedo que señala. Me podría estar diciendo que soy un idiota comemierda y yo nada más asintiendo como perro amaestrado.

Llego a la puerta, empujo, y de pronto, dos elecciones: Ж o M. No está la acostumbrada figurita del hombre de cuerpo liso ni la mujer con su faldita. Sólo Ж o M. Puta madre, estoy que me meo. Entra al equivocado y te acusarán de inmediato de pervertido. En eso llega una señora al pasillo común. Se me queda viendo raro. ¿Qué hace este pendejo parado en el pasillo? No hay un lavabo ni nada. Yo no la miro. Simplemente la dejo que pase y tan pronto la veo empujar la puerta con la Ж, entro corriendo a la otra.

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No sé si el hecho de que sea lunes tenga algo que ver (el fin de semana es de abundantes madrazos), pero nuevamente encuentro sangre. Esta vez es cerca de Christy Purdy. Unas cuantas gotas salpicadas. En el metro me percaté de que había unos cuantos sujetos con la cara amoratada y los ojos reventados. Estos rusos enigmáticos. Por una parte, parecen mansos. Yo me esperaba una ciudad más incivilizada y grosera, pero el primitivo resulto ser yo, que al no conocer las palabras empujo y piso y me excuso de ofrecer disculpas.

La gente es indiferente pero no es salvaje. No me ha tocado ver empujones jaloneos ni colectivos. Supongo que me esperaba algo peor que México, pero lo cierto (descubro constantemente con tristeza) es que México siempre es peor.

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La ciudad parece estar en construcción. Andamiajes, fachadas en restauración, grúas, edificios nuevos. Un desmadre. Las avenidas están infestadas de carros de ultralujo. Deportivos que yo nada más había visto en películas. Les gustan los autos negros y con ventanas polarizadas. Les gusta manejar por las enormes avenidas (reliquias del comunismo) y mostrar su dinero. Yo avanzo por el centro, 20 kilos al hombro. Me duelen los tendones del cuello, así que constantemente dejo mis cosas. Me detengo cada pocas cuadras para permitir que mis músculos aflojen. No sé a dónde voy, ni me importa. El sol me quema la cara y el centro es casi lo que se dice feo. Paso por en frente de las oficinas de la presidencia y alrededor de 200 policías con ropa de civil se me quedan viendo con esa suspicacia y paranoia innata de los policías; como si estuviera a punto de intentar asesinar al primer ministro. Una fila de BMW’s de modelos recientes se alinean afuera de la oficina. Negros todos. Así que no sólo los ricos, sino también los tiras, andan en autos de lujo. Otra Rusia: la Rusia policial, represora, totalitaria. La Rusia donde los partidos políticos de la oposición son aplastados y donde Putin tiene estatus de dios. En el centro hay militares y policías en cantidades bestiales, brutales, sobrantes. A cada rato se escucha el ululeo de las sirenas, y se ve algún auto acelerar por la avenida. A los lejos, una plaza. ¿Será la Plaza Roja? Camino hacia las murallas color sangre. ¿Serán las del Kremlin? Porque me sé el nombre de las cosas, pero no exactamente su distribución. Camino hasta llegar y de pronto volteo a la izquiera y los veo: domos redondos, como cebollas pintadas de colores. Blanco azul, verde y rojo, rojo y blanco, amarillo y azul. San Basilio: esa catedral que de niño me parecía que por dentro seguramente albergaría una juguetería. Con sus colores lúdicos, ruidosos, como conos de helado. Justo a mi izquierda. Sin haberlo pensado, adivinado, ni buscado. Qué chingón.



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La catedral de San Basilio no es una catedral, es un museo. Significa que nadie oficia misa, nadie reza, nadie hace más que observar. Lástima que la museografía esté toda e ruso, tal vez de lo contrario entendería más. La vista desde la catedral es bonita: se ve la plaza roja tapizada de ladrillos oscuros, una explanada que parece también una calle. Después de visitar las capillas (visto desde adentro, los domos que por afuera resultan hermosos son en realidad cualquier cosa) y confundirme ante la falta de un altar, salgo del museo y me acerco a la plaza roja, a la más roja de las calles de Moscú. La plaza roja no es roja, es bella. Las palabras comparten raíz en ruso, y en Rusia se suele admirar lo rojo. Red is beautiful. La plaza roja que en estos momentos atravieso ha visto derramamientos al por mayor: la Guardia de Pedro el Grande (unos dos mil oficiales) fueron ejecutados aquí. Y uno camina por aquí como si nada. La sensación resulta incluso más extraña cuando de pronto me percato de que avanzo solo por la Plaza Roja. Así es: miro a mi alrededor y no hay una sola persona. Esto no puede ser verdad, pienso. La plaza roja de Moscú, vacía. Y la única persona que camina por ahí soy yo. Pero el peso de mi mochila es real, la vista a mi alrededor es real (más o menos: ¿quién piensa realmente que un día irá a Moscú? ¿quién ha visto la Plaza Roja de Moscú sin gente un día de verano a las 2 de la tarde?), el calor del sol es real. De pronto, un silbatazo. Miro a mi derecha un policía que se acerca corriendo. Me pide que abandone la plaza. Me alejo hacia una calle adyacente convencido de que esto no es un sueño: que durante cinco minutos un lunes 23 de junio del 2008, la Plaza Roja de Moscú fue mía y sólo mía. Y eso es algo irrepetible.


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¿Y quién habría de salvar el día? Si primero fue Holiday Inn, luego tendría que ser Starbucks (CTAPБAKC). No hay cafés internet, pero hay wi-fi en todas las sucursales en el mundo. Así que aprovecho para revisar el mail y Marianna está en el gmail chat. Disculpas al por mayor, tuvo un problema. Quedamos de vernos a las 10:30 de la noche en Bratislavskaya. Llego con ella: llevo la mochila sobre el hombro, y me duele el cuello de cargarla todo el día. Ella es como un personaje de Rayuela: lúdica, simpática, perturbada, ingeniosa. Cuando llegamos a su apartamento en el piso 16, termina mi primer dia en Moscu y comienza el resto de mi vida.

Calles rojas (una de tres)


Imagínate lo siguiente: después de catorce horas a bordo de un autobús de segunda, y haber pasado un susto de primera porque un nefasto agente aduanal estuvo a punto de negarte la entrada al país; después de pasar la corta noche casi completamente en vela (¿por qué será que a los viajeros de los autobuses rusos no les da la gana cerrar las cortinas aun a sabiendas de que el sol sale a las 3 a.m.?), abres de pronto los ojos y en lugar de la dulce campiña de Europa del este, lo que hay es una avenida de alta velocidad y unos rascacielos que se alzan en la distancia. Y es entonces, sin previo aviso ni introducciones, que te cae el veinte que estás en Moscú. Que estás en esa dudosa frontera entre Europa y Asia. Que se acabaron los preparativos para lo que pronosticaste que sería la parte más bizarra del viaje, y se viene la realidad. Ahora imagina que no sabes ruso: compraste una guía de frases en una librería Gandhi de la ciudad de México pero lo único que estudiaste fue el alfabeto cirílico (el cual ya aprendiste a leer con lentitud de analfabeta) y para orientarte nada más tienes 40 fotocopias que le hiciste a una Lonely Planet del 2005 que adquiriste en una librería del centro pero que devolviste después de reproducir. Ahora imagínate que no tienes ni un rublo (sólo 20 euros que nadie aceptará), son las 7 de la mañana, el lugar donde te deja el autobús está en las afueras de Moscú, y tampoco tienes una tarjeta de teléfono para hablarle a la persona de Hospitality Club para pedirle auxilio. No sabes ruso, no tienes dinero ruso, y estás en quiénsabequéparte de Rusia. ¿Qué haces?

Pues la respuesta es sencilla. ¿Ya viste el Holiday Inn cuyo letrero se alza a dos cuadras? Ve a él. Porque en el Holiday Inn hablan inglés, cambian dinero, y regalan siempre mapas muy buenos de las ciudades (truco que aprendí en Montevideo). ¿Quién iba a pensar que la respuesta a un dilema cultural lo encontraría en la homogeneidad del nuevo capitalismo mundial? Sepa. Pero ya con 720 rublos en la bolsa, la cosa pinta mejor que nunca. El concierge ya me explico cómo llegar al metro. Me salgo entre las puertas del hotel, pasando junto a un señor que espera con un letrero que dice HALLIBURTON y Moscú deja de ser una enorme y sucia ciudad que me habla en un idioma desconocido, y se convierte en algo divertido y emocionante.

En el metro pido el boleto de diez (diesiát) viajes, y se me van los primeros 155 rublos. Bajo lo que han de ser las escaleras eléctricas más largas del mundo (alguna vez escuché que el propósito del metro de Moscú también era el de servir de refugio anti-bombas). Escándalo formidable: ratatatatá constante de metal. Decorado de mármol, en el suelo hay latas de cerveza vacía y hasta una bolsita con guácara. El metro está cochino, el tren es feo (aunque los acabados de las estaciones son de palacio), y la gente es fría. Hay inválidos, tipos con cara de pervertidos (pero como son güeritos, pienso en pervertido de película de hollywood), y mujeres vestidas de manera tal que en el equivalente de transporte público mexicano habrían incitado ya a la violación tumultuaria. Son como las ocho y supongo que la hora pico de la mañana es ahora. Pero no me parece que vaya lleno. Me habían contado historias de terror acerca de este metro y simplemente no me parece que sea el caso.

Marianna quedó de verme a las 9:00 en Bratislavskaya. Llego a las ocho y media y espero y miro: gente ir y venir. Gente devorada por las puertas, gente que desaparece de mi vida tan pronto llega. Una constante generación de caminos cruzados que sin embargo se disuelven y anulan de inmediato. Tambien: Tuve que venir a Rusia para que esta gente desapareciera de mi vida. Tambien: Vine a Rusia para que esta gente desapareciera de mi vida.

Imagínate lo siguiente: estás en la ciudad que según algunas revistas especializadas es la más cara del mundo, pero tienes con quién quedarte porque con el maravilloso internet todo se puede, hasta quedarte en casa de alguien sin pagar hospedaje. Sin embargo, ochenta minutos después de la hora del encuentro, la persona no ha llegado. Te acercas a comprar una tarjeta telefónica y decides marcarle, pero quien te contesta en ese número te habla en ruso y luego te cuelga. Así que imagínate que tienes la dirección de esta persona (Bratislavskaya 13-1-353) y decides ir a buscarla. Llevas 20 kilos sobre tu espalda (incluyendo tu laptop), sales del metro y descubres que el día está precioso (azul, azul, ligeramente frío), y te encuentras en una especie de glorieta gigante donde hombres con ojos rasgados venden pan y frutas. También hay babushkas (viejitas con pañoletas amarradas a la cabeza) vendiendo moras y jabones. Hay como 200 millones de edificios altísimos que en el nivel de la calle están invadidos por comercios que van desde Mcdonalds (МАКДОНАЛДС) hasta strip clubs, supermercados, casinos y farmacias. La calle no se llama Bratislavskaya (gdié Bratislavskaya?, preguntas, pero la única respuesta que entiendes es la que viene acompaсada con un dedo que señala hacia una calle aledaña) y los edificios no están en orden (primero es el 18, luego el 16, luego el 12). Después de varios minutos y varios intentos fracasados de comunicación, por fin encuentras el bloque número 13, encuentras el edificio uno, y encuentras la puerta en la que un letrero indica que están los apartamentos 300-360. Pero no hay interfón. Hay una extraña placa con letras cirílicas, y un aparatito que te solicita una clave. Puta mierda. Así que regresas al metro. Caminas hacia la estación por un paso subterráneo en el que un hilito de sangre más o menos fresco (lo sabes por la espesura) te dice que lo que ya sospechabas: el barrio es de cuidado. Regresas a la banca donde ya esperaste ochenta minutos y donde ninguna rusa de 21 años de pelo rubio espera por ti, mexicano sucio y peludo que se infestó de garrapatas la cabeza en Letonia. Son las 10:40 y piensas: Moscú corre sobre tu cabeza. Moscú, carajo. Moscú: la ciudad de los zares, los comunistas, los bolcheviques, las bailarinas, los ortodoxos. Pedro el Grande, Ivan el Terrible, Stalin, Lenin, Gorbachev. Ojivas nucleares, imperios, Napoleón, los que ganaron la Segunda guerra mundial, y perdieron la Guerra Fría. Rusia, con 9 horas de diferencia de horario, esto es lo más lejos que has estado en tu vida de México. Pues obviamente haces lo único que se puede hacer en un caso de estos: te afianzas la mochila a la espalda, escoges una estación al azar, y tomas el siguiente tren en dirección al centro.

miércoles, 25 de junio de 2008

Aduana


El trámite resulta sencillo para todos: revisión de pasaporte, corroboración de un par de datos, luz verde. Salvo para mí, por supuesto. Un enano rubicundo vestido de gendarme que me recuerda al protagonista de El tambor de hojalata examina cada una de las hojas del pasaporte con luz UV, constantemente. Examina la página con la visa rusa con minucia y desesperación. Por la forma en que observa los escudos, no me queda completamente claro si lo que hace es incurrir en un ejercicio de imaginación: Campeche, Chiapas, Chihuahua. ?Dónde estarán? Soy el único en el bus que no tiene un pasaporte rojo o azul (respectivos colores de los documentos oficiales de Rusia y Letonia) y a mi caso se le brinda atención especial. Los demás pasajeros ya están en el autobús y siento sus miradas a través del cristal del puesto aduanal.

Después de otro minuto de pasar la visa por una máquina lectora y revisar datos de la computadora viene la pregunta temida. Tourist voucher! Gdié tourist voucher?

Mierda. Yo pensaba que la visa bastaría, pero no. Me interrogan con cierta angustia, pero no puedo más que decirles que la última vez que vi el tourist voucher fue cuando lo llevé a la embajada de Rusia en México para la visa. El enano mira a su compañera agente y le dice algunas palabras en ruso, las manecillas del reloj siguen su curso. De pronto recuerdo algo: en mi laptop tengo una copia escaneada. Se las puedo mostrar: sólo necesito prender la computadora. La agente no me dice nada, y el enanito sale por la puerta. La mujer captura unos datos, y pocos segundos después escucho el ansiado ch-chink del sello y me devuelven mi pasaporte de tapas verdes. Salgo hacia el autobús, y estoy finalmente en Rusia. Desde afuera, escucho a varios pasajeros cantar: Olé, olé, olé, olé....Ra-cí-a, cham-pio-ni. Le ganaron ayer 3-1 a los holandeses. Soy el último en abordar el bus y el chofer está desesperado.

Unos pasos más adelante está una gasolinera: precios en rublos, palabras en cirílico. Ya completamente incomprensible. Son las 11 de la noche y hay abundante luz en el cielo. Junto a la autopista, un hermoso bosque del norte. La fila para el baño es muy larga, así que camino hacia los árboles, buscando un espacio natural. Un dependiente me grita algo y yo sólo levanto los ojos. Él señala los árboles y me guiñe el ojo. Sobrevuelan infinidad de mosquitos: criaturas obsesas y torpes que atacan sin ningún miedo el rostro. Hago lo que tengo que hacer con cierta prisa pues los insectos arremeten por docena.

Regreso al autobús y espero a que el último cigarro se extinga y los pasajeros vuelvan a ocupar sus asientos. El autobús arranca: faltan 550 kilómetros para Moscú, así que tenemos toda la noche por delante. La carretera pasa debajo de mis pies en dirección al este, por primera y última vez.



lunes, 23 de junio de 2008

Letonia para principiantes



Estonia, Letonia, Lituania. Estonia, Letonia, Lituania. Estonia, Letonia, Lituania. ¿Cuál es cuál? Digo, yo sólo veo tres paisuchos arrinconados en el norte de Europa, en un pasillo miserable de tierra fría, mal alumbrado por el infame sol báltico y mal acompañado por un vecino loco. ¿Cómo voy a saber cómo se llaman, si los tres son más pequeños que el estado de Oaxaca, y tienen una población significativamente menor en conjunto que la delegación Iztapalapa?

Ahí les va una recomendación: de arriba para abajo, en orden alfabético. Estonia, Letonia, y Lituania. Llámenlos como quieran: países bálticos, escandinavia jodida, los arrimados de la Unión Europea (hasta que llegó esa gitana apestosa de Rumania). El caso es que hoy les voy a hablar del segundo país. Letonia. El más grande, el más poblado, el más pobre.

La crónica empieza en el avión: miro por la ventana. El báltico se extiende bajo nosotros. Sus aguas turbias me recuerdan a una taza de café oscuro. Una taza de café frío. ¿A qué se viene a Riga? Me formulo demasiado tarde la pregunta. Letonia. ¿Qué se sabe de Letonia en la cultura popular? Nada. Hace unas cuantas semanas, en un partido de futbol contra Italia, durante los himnos nacionales les tocaron el de Lituania. Una banda estadounidense cuyo nombre omitiré, tuvo que suspender su concierto en un festival de Riga porque al llegar al aeropuerto de Vilnius se enteraros que se habían equivocado de país. Estonia, Letonia, Lituania. ¿Eso qué? Mis interlocutores en México me formularon la pregunta a tiempo, pero yo de necio no les hice caso. Ahora no sé a qué vengo. Letonia es esto que veo por la ventana: unos bosques, una playa, y unas agujas lejanas de épocas soviéticas y renacentistas que se alzan, pinchando el cielo. La fila para subir al avión en el aeropuerto de Bremen está lleno de rubios con ojitos de canica y narices afiladas: eslavos. Letonia: país relativamente pobre comparado al resto de Europa. Clima lluvioso, historia de constantes ocupaciones, identidad confusa. Dos millones y medio de habitantes que se congelan en invierno y en verano no se la acaban con el calor. Aterrizamos y el avión se inunda del sonido de aplausos.

Andrés es mexicano. Estudia economía en el tec de Monterrey, tiene mi edad y lleva cinco semanas en Europa. Anoche durmió en el aeropuerto de Bremen. Uno se encuentra mexicanos en todas partes, hasta en un avión a Letonia. A la salida del aeropuerto, lo normal es que tomemos juntos el autobús. El se va a su hostel y yo en busca de Arta, mi host. La encuentro: lleva una falda verde y un ramo de espigas de trigo y flores moradas en la mano. Estamos frente al hotel Latvija y Arta me dirige unas cuadras más adelante, a la parte trasera de un edificio. Abre una puerta de madera destartaladas, subimos unas escaleras polvosas hasta al segundo piso, Arta abre una segunda puerta y me encuentro con un lindísimo e impecable apartamento con acabados de madera y todo lo que podría necesitar en términos de equipameinto. Arta me da las llaves y me dice que viviré solo aquí el tiempo que me quede en Riga. Formidable. Coloca las flores en un jarro con agua y se despide.

Riga. ¿Qué es Riga? Riga es letón y cirílico. Palabras que no entiendo. 40% de los habitantes son rusos, y la moneda es más cara que la libra esterlina (1 LAT = 25 MXN). Letonia es palabras que no entiendo, un país que suena similar a Lituania. Baznicas iela es la calle en la que vivo, a dos cuadras de la sucursal local de Armani. Baznicas es iglesia, pero a mí me suena a bacinicas.

Lección de historia: La primera independencia de Letonia es en 1918. Los bolcheviques les aguan la fiesta poco después de la segunda guerra mundial, tras la invasión a Finlandia. Stalin amaga con una invasión violenta bajo el pretexto de que los países bálticos están haciendo alianzas militares. Ultimatum: o permiten la ocupación, o serán atacados por amenazar la soberanía rusa. Los países bálticos no tienen oportunidad ante el poderío soviético y ceden al chantaje. Stalin celebra. Se viene un año de mierda: censura total, deportaciones masivas, la Checa (o KGB ) al tanto hasta de cuántas veces al día haces caca, exilio de intelectuales. Pero en 1942 tras la ruptura de Hitler y Stalin, los nazis ocupan Letonia. Los reciben con flores en las calles y banderas nazis colgando de los balcones de las casonas Art Nouveau del Vecriga (Viejo Riga), pues creen que podrán negociar la independencia con ellos. Cuál. Comienza el exterminio: de los 70,000 judios letones en el país, al final de la guerra quedan 400. A los nazis no les interesa que los letones tengan autodeterminación. Hacen un campo de concentración cerca de Jurmala, a 15 km de Riga, junto al mar. Muy activo, por cierto. Viene el año 44: Riga es bombardeada por los rusos al final de la guerra, y destruyen buena parte del centro (incluyendo la torre de la iglesia de San Pedro, la más alta de la ciudad). Las milicias de resistencia empiezan a aparecer y a enfrentarse contra los nazis. Son grupos de hombres que viven en el bosque y atacan de cuando en cuando a los alemanes. Después de que Hitler es derrotado, los soviets reocupan Letonia y el país regresa a las viejas andanzas: censuran el letón en las escuelas y gobierno (el ruso se convierte en idioma oficial, además de que hay una política oficial que busca la contaminación lingüística con neologismos rusos), no hay religión (la catedral de San Jorge es convertida en un planetario), el arte (sobre todo la poesía y las artes gráficas se vuelven panegiristas a más no poder) se somete a los intereses del estado y al aparato ideológico (a los niños en la escuela les cuentan la historia de Pavlik Morkozov, el heroico niño que delató a sus padres a la KGB), exilian a los intelectuales que quedan (en el país únicamente restan campesinos pobres sin tierra ni educación), hacinan a las personas en la ciudad (la política oficial es que 9 metros cuadrados por persona es el espacio adecuado para la vivienda) y las resistencias partisanas (a las que se habían unido algunos desertores letones del ejército nazi) son exterminadas de forma total. Entre exilios y matanzas, la población en el año 49 es sólo 2/3 parts de lo que era en el 39.

Y eso nos trae a otro tema importante. Que al igual que el idioma (junto con el lituano, una de las dos lenguas que se siguen hablando de la familia báltica de las lenguas indoeuropeas), los letones tienden a la extinción. La población (2.6 millones; 700,000 en Riga) está en picada. La tasa de natalidad es de 23 nacimientos por cada 35 muertes. La tasa de fertilidad es de 1.3 hijos por mujer. Una lástima. Una verdadera lástima. Porque las mujeres letonas son unas de las mujeres más espectaculares de la tierra. Decir que son guapas es moderarse demasiado con las palabras. Son despampanantes, como dice mi abuelita. Camino por la calle y lo que más veo son mujeres guapas. Más que fachadas extraordinarias, o edificios, lo que más resalta de una promenade en Riga son las mujeres. Caminar por Riga, me dice Andrés, es enamorarse cada treinta segundos. Yo soy más guarro: Caminar por Riga es desear a alguien cada diez segundos. Vamos sacando las cuentas. ¿Cuántas mujeres guapas de entre 16 y 30 años podremos encontrarnos en cinco minutos? Hay que contar. Pero sólo las que sean bonitas de verdad. El marcador es 28 a 11, ganan las guapas. Y parece que la población aquí es 54% mujeres, así que el mercado está a favor del varón. Dice mi amiga Sanita que esta baja competencia lleva a los hombres letones a ser poco interesantes e idiotas (su novio es suizo). Podrían ser fácilmente declaraciones de ardido, pero yo sí le creo. Letonia parece estar llena de gente nefasta. La cantidad de Mercedes Benzs es inacabable. Afuera de las casas más modestas uno encuentra un BMW. Los bares sofisticados inundan las calles del centro y Sanita insiste que si algo le avergüenza al letón, es ser pobre. No faltan los sitios ostentosos a los cuales ir los fines de semana (pago el trago más caro de mi vida en uno: 4 Lats por vodka con jugo de manzana que le disparo a mi host), ni las boutiques italianas en las cuales despilfarrar el dinero. A pesar de tener uno de los ingresos per cápita más bajos de Europa (es decir, un poco superior al de México), los letones aprovechan su riqueza recién adquirida y la reciente prosperidad para ostentar: no es raro que en Riga las fiestas privadas lancen fuegos artificiales al cielo, ni ver Hummers en la calle. Una mezcla de capitalismo global y temperamento periférico. 15% de inflación anual durante tres años seguidos ha bombardeado la economía de los letones, pero la gente sigue siendo lo suficientemente vanidosa como para mantener a flote los shopping malls, las boutiques, y los restuarantes caros. Como en todos lados.

Políticamente, son derechistas: votan por un gobierno que les quita el 40% del salario en impuestos pero que es incapaz de hacer una identificación nacional porque lo considera muy caro. Durante la marcha Gay Pride del año 2006, los partícipes fueron bañados con heces humanas y huevos.

Sin embargo, el país avanza: la gente está más contenta con el nuevo sistema que con el comunismo, y las cosas mejoran poco a poco. El cementerio político envejece y se vienen nuevos tiempos más apacibles comparados con los de otrora. El calentamiento global le ha concedido un clima ligeramente más bondadoso (me comentaron que este año sólo estuvieron a -30°C durante una semana), y más gente del mundo empieza a visitar este rinconcito en sus viajes. Por sólo 30 euros, vuelo redondo, los letones pueden conocer Alemania, Suecia, España, entre otros destinos europeos, por los que sus exigencias políticas y sociales se vuelven más primermundistas (¡lo que es tener hacia dónde mirar!), y la cosa pinta más o menos bien económicamente.

De todas formas, es el único lugar de viaje donde he podido comer sentado en más de una ocasión (no es muy caro; los precios son relativamente similares a los de la ciudad de México), y el verano es de una dulzura extraordinaria. La noche llega tarde, muy tarde (como a las 11:30, y amanece otra vez a las tres) y el río Daugava, con su enorme caudal de 500 metros, divide Riga en dos. Y no hay nada más apacible que sentarse a ver esas aguas turbulentas de chocolate nadar lentamente hacia el mar, con las agujas de Riga en el fondo. Y es probablemente uno de los pocos lugares donde se puede seguir sintiendo la extranjereidad en este continente: percibo las miradas que insisten en escudriñarme con esos ojos azules tan letones. 99% de los ojos que veo en la calle son azules. No hay casi inmigrantes de sitios más tropicales (sólo los rusos, ucranianos y polacos) y las únicas cabezas negras son pintadas. Miro, miro. Hay sol hoy en Riga durante algunos segundos. Luego llueve. Luego queda nublado. Por la noche vuelve a salir el sol. Clima patagónico en Europa. Mercedes policromados en la calle, la ciudad atravesada por ríos que chorrean entre los parques y entre los pastos. Me han prestado nuevamente una bici: pedaleo por la calle, y los relieves de la ciudad (de sus tumbas, de sus catedrales, de sus árboles que presumen su fulgurante verdor temporal, de las casas de Albert Iela, consideradas por la UNESCO como los mejores ejemplos de Art Nouveau alemán en el mundo, de sus tabiques soviéticos que se imponen en el horizonte como recuerdos de algo insuperable) y uno piensa, bueno, quizá esto, Letonia, no sea mucho. Pero de que es algo que vale la pena (es interesante, torvo, cambiante, contradictorio, como el claroscuro de las nubes bálticas que simplemente van pasando y mojando y amenazando y agrisando), pues bueno, de eso ya no me cabe la menor duda.



Fachada art nouveau, Albert Iela


Puentes de Riga, vistos desde la Torre de San Pedro



La catedral ortodoxa vista desde el Hotel Latvija



El autor

viernes, 20 de junio de 2008

Días 2 y 3 en Paris


Tumba de Julio Cortazar, Montparnasse




Autorretrato, Vincent Van Gogh, Museo de Orsay



Torre Eiffel vista desde el puente



Torre Eiffel, jueves de aguacero




Paris







Días 2 y 3.


La bibliotheque Francois Miterrand es el punto de partida. El punto de llegada es cualquier cosa. Tomo una bici y empiezo a pedalear. Bordeo el Sena por el Quai y me acerco al centro. Notre Dame, Marais, Hotel Deauville, los puentes: a éstas alturas, me resultan ya familiares. Sigo media hora por diversas avenidas: donde veo algo interesante, doy la vuelta; donde algo me llama la atención, me detengo. La ópera es hermosa. Lo que se dice hermosa. Tal vez el mejor edificio que he visto en esta ciudad. Pero es una elección imposible. ¿Cuáles es la mujer más guapa que has visto en tu vida? No hay respuesta. El espíritu chilango trasladado a Paris: pedaleo lo más rápido posible, me vale madres subirme a las banquetas. A los autos me les cierro, y los autobuses tienen la instrucción de no rebasar a las bicis (comparten carriles) así que me aprovecho. No importa. Llego a la Plaza de la Concordia: obelisco con punta de oro traído desde Luxor, la sangre ya se ha desmanchado y no hay guillotinas por aquí. Paris. ¿Qué es Paris? La misma pregunta del primer día. Paris no es nada. Paris es ésta avenida: a lo lejos, Torre Eifel. A los lejos, Arco del Triunfo, la defénse. En el centro, yo, con mi bici. Pedaleo por los Campos Elíseos. Je m'baladais sur l'avenue, le coeur ouvert à l'inconnu...Aux Champs-Élysées, aux Champs-Élysées. Au soleil, sous la pluie, à midi ou à minuitIl y a tout ce que vous voulez aux Champs-Élysées. En realida la letra de esa canción exagera. Esto no es nada.
Se acabó el carril, así que me desplazo junto a los autos. Cof, cof. Barrio burgués ostentoso. Contrario a Saint Germain y las islas, que son Burgués Bohemio (apodado BoBo), éste es burgués clásico. El reino del Mercedes, y las tiendas de marcas caras. Si apenas me alcanza para una crepa, ¿cómo carajos voy a comprar algo aquí? No lo hago. Llego al arco, lo miro, y me regreso por rutas alternas. Andamiajes, construcciones. Reminiscencias bonaerenses. Bajo hasta la torre Eiffel. El cielo amenaza con azotarme un chubasco en la cabeza. Pero ésta no me la podía perder. No tardo mucho en encontrar y no tengo mapa: simplemente busco la silueta hasta dar con ella. De cerca, es enorme. Más grande de lo que me imaginaba. Acabados Art nouveau, exquisito sentido de la composición. Una policía persigue indios que venden figuritas de la torre. Ellos corren para escapar los límites de la Tour, pero uno es atrapado y sus llaveros son decomisados. Algún Punjabí recibirá menos remesas de constumbre este mes. Malas noticias si tomamos en cuenta el precio de los alimentos. Séptimo arrondisement. El tipo de barrio donde se compraría un departamente Carlos Fuentes: aristócrata, pero intelectual. La torre Eiffel se iergue sobre las fachadas art noveau como un y aparece en todas partes como un monstruoso árbol metálico. Uno pensaría que Paris estaría lleno de turistas. Paris está lleno de turistas, le dicen a uno. Yo pedaleo bajo la lluvia y no veo a ninguno. Se han desaparecido de Paris. Se han desaparecido del mundo entero. En estas calles estamos Paris y yo. Yo y Paris. Desde una esquina con una placa que dice Place de Rapp veo que hay una fachada Art nouveau extraordinaria escondida en un rincón. Me resguardo desde la marquesina de una mezquita, junto a unos barrenderos, y miro. Unas cuadras más adelante, a la izquierda, hay otra: cabezas de bueyes, balcones extravagantes. Una impresión deliciosa.
Empieza a llover más fuerte. Es más, ya es aguacero. No hay nadie a la vista y mi impermeable sirve de poco. Pedaleo, pedaleo. Nada. Llego a un resgauardo y ya estoy empapado. Una niña me toma fotos desde la comodidad de un café techado. Me señala con el dedo. Dejo la bici en un punto del Velib y me pongo a caminar. Orangina y Ciabatta de mozarella: cinco euros con treinta.
Regreso a la torre eiffel: la policía lleva una colección de torrecitas miniaturas decomisadas en la mano. Regreso por el Sena. Otra vez turistas. Cada vez que veo a un gringo me deprimo. No me refiero a cualquier estadounidense, que quede claro. No me inspiran patetismo ni Tim Robbins, ni Paul Auster, ni Andy Warhol. Me refiero a los gringos que son bien gringos. De esos que salen de su país con camiseta de un equipo de Varsity, college Football, y equipos de hockey. Todos con gorritas, chancletas, shorts. La gringa: rubia, asoleada de más, short de mezclilla, gafas oscuras. Paradigma Barbie malogrado. Vienen a Paris buscando consumir imágenes y complacerse con el estereotipo. Ellos dicen: ir a Paris porque es romántica. No le veo lo romántico, la verdad. No le veo lo romántico a una ciudad tan sucia, tan grande, tan gris. Se detienen en un puente, mirando a lo lejos la torre, y escucho a uno decir: how romantic. Ellos y sus estereotipos. Dan hueva. Lo romántico, ¿qué es? Para el gringo, una mezcla de cursilería y excitación sexual. Qué horror. De cualquier modo, nada que ver con un puente lleno de señores gordos de clase media que toman fotos. Horrible pensar que esos turistas representan el fruto culminante de la cultura hegemónica después de diez mil años de civilización humana. En términos ontológicos, la idea hace que a uno le den ganas de cortarse las venas. Quiero devolver la bici que acabo de tomar pero de pronto noto algo: que la pequeña llave que se inserta en la terminal para registrar la devolución se ha torcido. Mierda, mierda, mierda. De todos los problemas posibles con la bici, salvo el robo, éste ha de ser el peor. Intento reparar pero es difícil. Hablo con Anne: en un año de utilizar la bici pública, no ha conocido a nadie con este problema, jamás. Tienes mala suerte, me dice. Me dice que la llame en diez minutos. Pedaleo hasta Notre Dame y le hablo. Ha localizado una tienda donde reparan bicis en internet. Anne se merece la santidad. Voy para allá. Soy el único con una bici pública. El mecánico me dice: Je ne travaille pas avec Velib, pero le enseño el problema, me ayuda a repararlo, y no me cobra. Merci beacoup. Devuelvo la bici no sin antes dar una vuelta por Sebastapol y acercarme mucho a Montmarte. Debe ser la parte de Paris más similar a Buenos Aires. Grandes avenidas que van en una sola dirección, árboles de hoja de maple, edificios color piel, y suciedad en las calles. En una callejuela veo que sacan la basura del supermercado. Media docena de mendigos esperan ansiosos, y se abalanzan furiosamente sobre el bote de basura plástico tan pronto el negro dependiente de la tienda lo deja al final del escalón. Los veo sacar yogurts, baguettes, y litros de leche.

Devuelvo la bici y tomo otra que sí sirve. Palace des invalides. 11 euros la entrada. No los pago. La tumba de napoleón es algo que no veré el día de hoy. No importa. Pienso que Paris es como una gran tumba de la civilización. No sé por qué lo pienso. Sólo lo pienso. La grandiosidad de hoy serán las cenizas del mañana. Paris, Napoleón. Todos. El Orsay es gratis de 6 a 9. Ya son 7:30 y es ahora o nunca. Pedaleo hasta ahí. Antes de entrar compro un queso y una baguette. Voy alternando las mordidas (monch monch) mientras hago fila para entrar. Por dentro es una hermosa estación de tren renovada con un reloj dorado que abarca la parte más alta. Me salto la mayor parte de las salas y jalo directo a la de los impresionistas. Cuadros célebres de Van Gogh, Manet, Monet, Pissarro, Cézanne. En otras salas hay Chagall, Renoir. Los de los libros de textos y los calendarios. No hay mucho tiempo. Encuentro defectos en muchos cuadros. Le veo imperfecciones a las obras de los genios. Quizá el defectuoso sea yo, pero tengo una ventaja: nací doscientos años después, me lo sabrán perdonar. De pronto, sin embargo, algo ocurre: me detengo frente al autorretrato de Van Gogh: ojos azules, fondo de agua de océano, barba flamígera. El contorno de la nariz es de una delicadeza torva, perturbadora. En pocos segundos comienzo a pensar: El arte es la pertubración, todo autorretrato en una observación perturbadora del ser. Contemplo absorbido por el retrato, y mi realidad es diluida. El sentido de ver un cuadro en lienzo y pintura y no una foto se revela: una perfección dolorosa. La carne misma, la entrega total del artista. No sé si imaginada o ficticia. No sé si inventada por mí o percibida ahistóricamente. Me recorre un escozor por la espina y me pongo a llorar. No sé cuántos segundos o minutos me quedo ahí mirando. Simplemente me hundo en los colores, en las llamas del rostro del artista. En la concepión del mundo que se plasma y que trasciende. El efecto es como el de un alucinógeno. Salgo de ahí perturbado, lloroso. La gente se me queda viendo raro. ¿Qué hace el fachoso este llorando? Porque además, Paris no es una ciudad fachosa, yo resalto.No puedo más que salir del museo, entre los turistas. Confundido. Paris: este centro de consumo. Este mausoleo. Esta tumba privilegiada de la civilización con sus turistas y sus barrios hermosos y sus siluetas en alto contraste. Una ciudad de vitrinas exquisitas y tiendas caras e inaccesibles. Una ciudad que inspira el enamoramiento de la grandiosidad: demasiados ángulos perfectos. Regreso a la casa de Anne y me duermo.

Amanezco al día siguiente y escribo, de la nada: "Considero vulgar la riqueza en casi todas sus modalidades, por lo tanto soy un asceta." En el metro, junto a mí, un negro llena una solicitud rosa de la ANCUR. Refugiado. Llego a Pigalle. Subo a Sacre Coeur: blanca, bizantina, relativamente nueva. Desde ahí, amenaza de lluvia. Paris, ciudad aglomeración. Extensa y melancólica. Carísima. Hermosa. Sí, hermosa. Acordarte de todos los edificios hermosos de Paris es como acordarte de todos los árboles del bosque. Paris no se acaba nunca.
Tomo el metro a Montparnasse. Me alejo de la torre de 200 metros hasta llegar al cementerio. Los voy buscando: por algunos segundos el viernes fui la persona más cercana en el mundo a los restos físicos de las siguientes personas: Charles Baudelaire, JP Sartre, Simón de Beauvoir, Emil Cioran, Julio Cortázar. Porfirio Díaz, Eugene Ionescu, Tristán Tzara, Susan Sontag (a quien llegué por accidente, pues no figura en el mapa) y César Vallejo. Cosa rara: Vallejo y Cortázar son difíciles. En el primer caso, iba caminando a unos cien metros y una señora me preguntó si lo buscaba. ¿Cómo lo sabría? Quién sabe. Me dirigió a una tumba poco vistosa donde había notitas repartidas con poemas. Me morire en Paris con aguacero, Un dia del cual tengo ya recuerdo. Me morire en Paris y no me corro- Talvez un Jueves, como es hoy...miro el cielo, nublado. Miro el calendario, viernes. Suspiro. Menos mal que ayer tuve cuidado en la bicicleta. La tumba de Cortázar está tapizada de vandalismo afectuoso. Me pregunto: ¿Por qué Cortázar inspira ese fervor adolescente? No sé. Eso sólo lo logra un buen escritor: ser alta cultura y ser ídolo adolescente. Yo también creo que es preferible escribir el libro más robado que el libro más vendido. Y ahí estaba Cortázar: lápida blanca, letras de molde. Escalofrío. Como lo de Van Gogh, pero no tanto. Más dilatado. Ahora, en algún lugar, miles de manos sostienen un tomo suyo entre los dedos, y él está bajo mis pies. Sus manos de manoplas y orejas de elefante se terminan de pudrir entre las piedras del subsuelo. Lo que el hombre y su cuerpo fueron se reduce únicamente a los huesos y al polvo que se derruyen abajo de mí. Y algo también es cierto: nadie en el mundo está más cerca ahora de Cortázar que yo.

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Belleza que pasa y es inatrapable. Que es imposible de hacer permanecer. Mis conocimientos de arquitectura resultan insuficientes, mis conocimientos de historia resultan insuficientes, mi conocimiento de idiomas resulta insuficientes, mi conocimiento del espíritu humano resulta insuficiente. Opto mejor por rendirme.
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Por la noche, Chateau d'eau. Barrio inmigrante. El metro de descompone y me veo obligado a salir de la estación en busca de la Eglise de Saint Bernard, después de media hora viendo desde el vagón a un punk vomitar junto a las banquitas en Saint-Denis Strasbourg. Veo las torres y encuentro la Rue des Affres. A media cuadra está la casa de Aleksandra. Calles sucias, inmigrantes, vestimenta de pandilleros. Barrio feo, pero sigue siendo Paris. Veo la torre gótica alzarse como una especie de aguja gigante. Barecillos marrocaines. En ellos, la gente lamenta la patética actuación francesa en la Eurocopa. Los apalearon 4-1 los holandeses. Me explican: a la izquierda está el África negra, a la derecha están los musulmanes. Atrás están los taimiles y los indos. Multiculturalidad, o al menos así le llaman a este pastiche de marginales que huyen por necesidad de sus países. Por la noche, escándalo. Afuera se oye que un hombre cuaaaaajjjjj jui: gargajo. Mañana será otro día. Por la mañana en la cabina telefónica, la torre de babel se recompone entre olor a sudor y encierro. El dependiente lleva un aromatizador y lo rocía en cada cabina dentor de las cuales se hablan todos los idiomas menos el francés. Metro: Orquídeas, una chica con una burka de color lila que combina con el marco de sus lentes Dolce and Gabbana, otra que envía un beso en dirección mía y desaparece antes de que me dé tiempo de recapacitar. Afuera: paisaje de cables, industrial. Vista posthumana pero estética. Transbordo: cambio a una estación y me siento a esperar a que llegue el siguiente tren. Paris: puta elegante, puta multicultural, puta discriminadora, puta racista, puta guapa, puta guapísima, puta sucia, puta inagotable, puta insaciable, puta carnívora, puta cara. Algo queda claro: es puta. De pronto, un tufillo a vómito me hiere directo en la naríz y baja rápidamente hacia mi garganta. Volteo hacia el nombre de la estación: Strasbourg-Saint Denis. Ah, el punk de ayer. Tenía que ser. Siento un poco de asco, pero es todo. Pienso: el Louvre es gratis hoy si tienes menos de 26. Habrá que aprovechar.

martes, 17 de junio de 2008

Metro





El mapa clavado en la pared dice Metro de Paris. Vaya confusión. Vaya aglomeración de líneas, de colores, de direcciones. Un auténtico caos. Línea 1 a 14, y luego RAR A,B,C. Por dentro, otra cosa: salvo las horas pico, lo más seguro es que vayas sentado. Hay relojes en el andén que pronostican con exactitud la llegada del siguiente tren. Sucio pero eficiente. Caro y rápido. Los transbordos a veces resultan como peregrinajes, pero las estaciones están conectadas por largos túneles interiores que atraviesan el subsuelo y que son rápidamente recorribles por medio de andadores mecánicos que nunca paran.
Pasan señoras, señores, turistas, adolescentes, funcionarios, oficinistas, vendedores. Estudiantes, mujeres de piel negra y chamarra de cuero negra. Toda esa gente que ves por primera y última vez en tu vida. El metro de Paris es un lugar de un color y vividez extraordinaria. El metro de Paris está vivo, respira. Y pasa veloz.





viernes, 13 de junio de 2008

Paris no se acaba nunca, pero 48,01 euros sí, y muy rápido







Llevo apenas un día en Paris y ya ando parafraseando a Hemingway. Pero es inevitable. Después de soplarme 3 horas de retraso en el aeropuerto y perseguir el horizonte durante 12 horas en el avión, ayer a las 10:30 a.m. llegué a Paris.
Paris. ¿Qué coño es Paris? ¿Qué coños es Francia? Francia para mí es un país con cara de niña. Todos los países para mí tienen cara de algún niño, y Francia lo tiene de una niña. Llegar a Charles de Gaulle. Las nubes de la campiña: algodón deshebrado. El campo: bosques destruidos para abrirle paso a la agricultura. Desde el cielo veo casas grandes, pistas de golf. Una elegancia encantadora y a su vez genérica.

Aeropuerto: En migración, el agente me señala los lóbulos. Él también tiene expansivos. Me dice "le mien est plus grande" y pienso que me está albureando. Mi sospecha no hace más que aumentar cuando me dice: oui, ma vide...est plus grande. Me pregunto: ¿habrá dicho vide o bite? Pero no estoy en México. Ya no estoy en México. Debo recordar que he dejado atrás el DF y que ahora estoy en otro lugar donde no hay albur y ningún poli me va a pedir mordida.
Mi mi maleta, por primera vez en mi vida, es la segunda que aparece en el carrusel. Un poco de buena suerte, pienso. Lo contrario: Llego a aduana y soy el primer mexicano que pasa por ahí. Empiezo a ver cómo desfilan los pasajeros que llegaron más tarde sin menor problema mientras un agente bastante insistente me hace toda clase de preguntas y revisa exhaustivamente mi equipaje. Que si vengo con amigos (le digo que no, pues sé que si respondo afirmativamente me va a pedir que le dé mi carta de invitación así que le invento que me voy a quedar en un hostel por Belleville), que si es mi primera vez en Europa, que si cómo hablo tan buen francés si nunca había venido, que si le dejo abrir la maleta, mostrarle mi pasaporte, mostrarle mi pase de tren. Que por qué si mi pase de abordar dice 10 de junio estoy arribando el 11 de junio en la mañana (esa pregunta era digna de una cachetada). Pero finalmente aplaqué las sospechas de nuestro querido agente y salí a la estación de tren.

Boleo: 8.50 euros, one-way. Los pago. Espero el tren. Viene con 20 minutos de retraso por la huelga. Tenía que estar en Paris a las 8:30 de la mañana y es casi el mediodía cuando por fin arranca el tren. Avanzamos: mosaicos que pasan a gran velocidad. Suburbios industriales, Aulnay-sus-bois, grafitti en paredes que evoca palabras en vías de extinción (bombas blancas que dicen HECK). Carrocerías oxidadas, calor de verano, estación abandonada. Pasto, piedras, plástico. Evidencias de una civilización.

Mala suerte: Llegamos a Chatelet, y tengo que cambiar de línea. Busco mi pase de tren para hacer el transbordo, pero todo indica que se me cayó de la bolsa cuando durante el trayecto de tren saqué el cuaderno para apuntar. Mierda. Aunque quisiera pagar, no puedo pues la máquina sólo acepta monedas.

Buena suerte: Dos minutos después, un adolescente coloca su tarjeta, las puertas se abren. Él las sostiene mientras otros dos de sus amigos pasan sin pagar. Me mira un momento y me pregunta: Tu vas passer ou quoi? (¿vas a pasar o qué?). Le doy las gracias y me responde con un Voilá. No llevo ni una hora y ya comentí mi primer infracción en tierras galas. El agente de migración se revuelca en su tumba.

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Llego a Reiully-Diderot. Anne, mi host, me hizo un pequeño mapa del hospital y entro a buscarla. Sigo las instrucciones hasta llegar a una puerta que dice "Amphitheatre" y tengo miedo de que sea la morgue. Ya es hora de comer así que sospecho que tal vez se ha ido. No la encuentro, así que salgo a buscar un teléfono. Tarjeta de teléfono: 7.50 euros (culture shock 1). Lata de perrier 0.55 euros. Empanada de queso, 3 euros (culture shock 2). El teléfono no sirve. Pregunto a varias personas si estoy marcando bien y no me saben decir. Regreso al amphitheatre y espero. La puerta donde supongo que estará Anne sigue cerrda y nadie contesta. Mientras tanto, veo a los pacientes: inmigrantes y franceses pobres la mayoría. Algunos con piernas rotas, mujeres embarazadas. El hospital es gratuito y está viejo y feo.
Aparecen dos chicas y les pregunto por Anne. Me llevan a su oficina. Estaba a diez metros, tras de otra puerta que me dio la impresión de no poderse abrir.
Dejo mis cosas (19 kilos) y voy al baño (hoyo en el suelo, culture shock 3). Regreso con Anne y nos ponemos de acuerdo para más tarde. Decido irme a caminar. Tomo el metro a Chatelet (abono de diez: 11.50 euros) y camino. Este es el Paris de las postales. Una ciudad ofensivamente suntuosa. Una elegancia que raya en lo asburdo. Demasiados edificios monumentales, demasiados turistas. La ostentación indecorosa y gratuita del exceso. Camino por las islas, me acerco a Notre Dame. Paso por un puente de madera donde unos adolescentes le escupen a los turistas que navegan por abajo: Nostalgia se la secundaria. Descubro accidentalmente el Louvre, y veo por primera vez la Torre Eiffel desde el Pont Neuf. Camino a la deriva: calles angostas, estrechas. Callejones, fachadas cubiertas de grafitti o de enredaderas, da igual. Saint Germain y sus galerías de arte, sus tiendas bohemias donde un saco idéntico a uno que me quería comprar en la lagunilla hace unas semanas tiene una etiqueta de 950 euros. En la esquina de Varenna y Dubue está la casa donde Georges Cadouval conspiró contra Napoleón. Ahora hay una juguetería de diseñador que vende patitos de hule punks en 8 euros.
Mi sibarita interior se ve más que tentado cuando descubro una tienda gourmet del tamaño de un superama: 4 yogurts de soya, 3 euros. 1 té verde con granada, 2.20 euros.

Ya han pasado tres horas y la ciudad me gusta más. No suficiente. Regreso con Anne y tomamos el metro a su casa, 13 arrondissement. Miércoles por la tarde: Pompidou es gratis de 6 a 9 si tienes menos de 26. Vamos para allá. Me divierto viendo cubismo, dadaísmo, surrealismo y poco más en dos horas. La vista sin embargo es formidable. A las ocho de la noche, las siluetas de las casonas son perfectas. Lo que el calor veraniego de la tarde diluía entre el esmog y el polvo aparece ahora acentuado como un altorrelieve emportado en un cielo/papel de arroz lleno de fuego y nubes. La torre eiffel, completa. Notre Dame: fachada finalmente restaurada. La ópera, la municipalidad, Saint Suplice, Louvre, Montparnasse....la ciudad no se acaba nunca.

Salimos de ahí y son las nueve de la noche. Vamos por un helado de chocolate (el mejor helado de la historia, chocolate puro, 6 euros por dos helados), me compro una baguette de camambert y queso de cabra (3,30 euros) y nos vamos a caminar por el quartier latin. Dan las diez y el sol sigue en el cielo, sopla una brisa fresca y agradable. Alquilamos una bici pública (1 euro, intervalos de media hora ilimitados durante un día) y nos vamos de regreso a casa. Paris en bicicleta es una maravilla, es lo mejor. Hay carril exclusivo, y los carros no se meten contigo en lo absoluto. Nos vamos bordeando el sena durante 30 minutos hasta llegar a Rue des Reims.

Y de pronto me llega. Así nada más. Sin previo aviso, como una revelación. ¿Qué? Que me encanta. Así. Sin más.

Rue du Bac

Antiguedades en St. Germain



Anne y Nicholas a bordo de sus respectivas bicis públicas Velib.

miércoles, 11 de junio de 2008

55sur redvivo

Aprovecho esta pequeña entrada para anunciar que retomaré el posteo en este blog con las narrativas de viaje que vayan surgiendo conforme visite nuevos lugares.

Comienzo muy pronto con Europa.