Noite (noche en la ciudad)
La noche del sábado comienza en Rio con una ducha, y ahora que lo pienso, termina igual. Hacía más de un año que no salía de fiesta hasta las altas horas de la madrugada, y la razón por la que me animé a hacerlo en Rio de Janeiro, sin hablar muy bien el portugués, sin conocer más que a un par de personas, sin tener mucho dinero en la bolsa, todavía no la conozco, pero me da gusto haberlo hecho. Antes de salir, me di una ducha. Debido a la sofocante humedad y calor, varios regaderazos al día son la norma durante el verano carioca. Con el cuerpo pegajoso, entré a la regadera esa noche y dejé que el agua cayera sobre mí. El agua no llega fría a pesar de lo que la manija de la regadera diga; llega entibiecida por el sol, dando la impresión de venir estancada.
Después de secarme y vestirme, salimos MI, H, N, y yo, a la Avenida Passos, cerca de la Plaza Tiradentes, en el corazón sangriento del centro carioca. Ahí, afuera de un motel barato, se alineaban unas cuantas personas, de veintitantos la mayoría, además de unas prostitutas desdentadas y sonrientes, con ropas baratas y aspecto percudido. Mujeres con ojos fieros y duros, como de aves de represa, pensé. Nos formamos, pagamos quince reais, y entramos. La fiesta no era nada del otro mundo. La idea había sido de unos estudiantes de un colectivo de arte que intentaban hacer un encuentro conceptual en el segundo piso de un hotel de mala muerte. Sonaba más interesante de lo que era. Las puertas de las recámaras estaban abiertas y adentro algunos borrachos observaban películas porno en los televisores. La selección musical consistía de remixes de las peores canciones de los años noventa. Bailé de todos modos. Era el único lenguaje que podía hablar, pues al poco tiempo me di cuenta de que en mis clases de portugués en la universidad no aprendí suficiente giria como para comunicarme con la sofisticación que la elite del arte universitario carioca esperaba. Después de un rato entramos todos a una recamara. Nos quedamos un rato en el cuarto, de paredes azules descascaradas, y no hablamos mucho. Al principio no había gente, pero poco a poco, se fue llenando. De pronto, como si todo hubiese ocurrido de la manera más sutil, unos borrachines malandrosos del centro y sus amigos transexuales se habían apoderado de la cama de sábanas desgastadas en la que nos habíamos recargado.
Expulsados de una vez al balcón, nos quedamos, las cinco mujeres y yo, hablando de pequeñeces que incluyeron las diferencias entre México y Brasil en cuanto a educación superior, y Getulio Vargas. Bebíamos traguitos de cerveza de un vaso de plástico, y sonreíamos. No ocurría nada más. Desde el balcón se asomaba la calle. El hotel de paso se parecía a cualquier cinco letras del mundo, y el centro de noche es como cualquier centro latinoamericano, lo cual es decir que asemeja un estanque de pirañas. En la fiesta no parecía ocurrir absolutamente nada, y nosotros tampoco hacíamos nada interesante. Debatimos entre irnos o quedarnos, y en eso, comenzaron a escucharse gritos provenientes del piso superior, y unos vidrios de una ventana rota comenzaron a llover sobre la calle como granizo. Decidimos irnos.
Como nos habíamos aislado en el balcón, no nos percatamos de que el lugar se había infestado. Cuando llegamos al pasillo, noté que se había llenado de todo tipo de personas. Es lo bueno de los centros de las ciudades: la convivencia, pensé. Los centros siempre han sido espacios de democracia, y las fiestas del centro, fiestas en las que las personas más diversas se encuentran. Acá los borrachos, los vendedores de droga, los estudiantes de arte, las putas, y hasta un viajero mexicano que no hablaba bien el portugués parecían poder convivir. Intercambié miradas con algunas mujeres que bailaban. Unas guapas, otras feas, y otras que no quedaba del todo claro si eran mujeres. Comenzó una banda de Rockabilly. Tocaban bien, y la música esa como de salón tenía una cadencia sensual cuya voz en portugués la hacía escucharse natural. Bailé un rato más.
Las chicas aún no decidían a dónde querían ir, así que me fui a la pista a ver a la banda de cerca. Después de cinco canciones sentí cómo me tocaban el hombro. Era MI. Quería ir a garagem, en la zona norte. Sólo tengo 10 reais, respondí. Yo cuatro, me dijo. Bajamos disparados por la escalera del hotel hasta llegar a la calle. Eran las tres de la mañana, y pasó una pequeña camioneta que, por dos reais cada uno, nos llevó hasta la calle de los bares del rock, donde está garagem. La zona norte no es el Rio turístico. Es el Rio proletario, el Rio humilde y desgastado, de colores opacos y calles con mierda. El Rio sin playas limpias, y sin bossa nova. La calle de garagem está en el Rio del funk carioca mezclado con samba mezclado con rock americano ochentero. Llegamos y era un desfile de rockeros, metaleros, anarco punks, darks, y alguno que otro clón de Axl Rose. Todo en un estilo latinoamericano que rayaba en lo kitsch. A pesar de ser una noche calurosa de verano, por ejemplo, los góticos iban de abrigo negro, aunque abajo no trajeran camiseta. Llegamos a un barecillo destartalado donde, entre canciones de The Cure y The Smiths, varios adolescentes bailaban eslam sobre una pista de concreto. Mientas tanto, MI y yo compartíamos cachaça y cervezas. De pronto, los chicos rockeros comenzaron a entonar, a todo pulmón, una serie de canciones que desentonaban con el lugar. Eran canciones más aptas como para una peluquería de barrio pensé. MI me dijo que eran de una banda llamada Capital Inicial, que se habían hecho famosos entre las adolescentes en los noventa tocando pop-rock. Yo cada vez iba entendiendo menos, pero asentí.
Nos quedamos el resto de la noche bebiendo y hablando bajo un improvisado techo de pedazos de madera colorida que parecía a punto de caer. Desde ahí se observaban unas cuantas mesas de carambola y billar, una caja de música, unas maquinitas de videojuegos, y un tumulto de adolescentes que jugaban, gritaban, ponían canciones, y bailaban ebrios y ruidosos y a los que no lograba entender.
Por la ventana podía ver la calle de pavimento maltrecho, llena de lodo y gente. Pasaba ocasionalmente una patrulla de la policía, asomando armas largas por la ventana, amenazando con una desfachatez insolente que sólo en las ex-dictaduras se permite. Adentro, todos sudábamos y bebíamos y gritábamos. De cuando en cuando perdía el hilo de la conversación, como que el portugués se revolvía y se hacía indescifrable, así que mejor miraba a mi alrededor. En la esquina, unas piranhas velhas recibían elogios y besos en el cuello de unos chicos más jóvenes, a quienes la calentura y el alcohol obnubilaban. Las mujeres tenían piel rugosa que parecía cartón recién secado, y se sentaban con falsa elegancia sobre sillas de plástico entre las que corrían cucarachas. Nosotros seguimos bebiendo. No pasaba absolutamente nada, excepto que tomar, platicar, y estar despierto a las cinco de la mañana era algo que no hacía hace un par de años. Demasiado tiempo con prejuicios. Prejuicios que esta noche confirmaba pero que no importaban.
Las horas pasaron con rapidez, y de pronto ya era de mañana. Todo era bastante aburrido. En el bar sólo quedaban adolescentes borrachos, tirados junto a botes vacíos de cachaça barata. Salimos del bar y en Rio ya alumbraban los primeros rayos del sol, que ya dejaban sentir su calor. Caminamos todos hasta la parada del autobús, recorriendo las calles sucias y ventosas, pasando frente a la Villa Mimosa (la calle/burdel de peor reputación de la ciudad) y esperamos a que llegara el bus.
A las siete y media de la mañana todos estamos cubiertos de sudor y nuestras ropas huelen a cigarro. Me despido de todas menos MI, y abordamos el transporte público. Ya estando sentado, me quedo dormido. No sé qué sueño, pero probablemente sea algo sobre este amanecer, en esta ciudad. Llegamos a La Glória, el barrio en donde me hospedo con MI, desde donde escribo esto ahora, y desayuno con ella. Empanadas de palmito, un poco de pan, y mate. Ella se ducha, sale, y entro yo. Hace calor y me doy el regaderazo con agua que esta vez sí sale fresca, fría, renovada por la noche. Agua como de lluvia. Cuando salgo, siento que la cabeza me da vueltas. Llevo casi veinticuatro horas sin dormir, lo cual afecta, pero también me doy cuenta de que me he liberado un poco. Me miro en el espejo mientras me seco y me hallo tan distinto al que era hace dos semanas, que me asusto un poco. Pero creo que siempre ha sido así con los viajes: detienen un poco el advenimiento de la locura. Obligan a que nos demos cuenta que nada es demasiado complicado cuando uno deja de cuestionar y simplemente se enfrenta a las cosas, aunque no se sepa qué sean. Me habré aburrido un poco la noche anterior, pero me enfrenté a los desconocido con valentía y sencillez. O algo así. Mejor no pensar mucho. Nada más me llama un poco la atención que todo terminó igual que como empezó: con una ducha.
3 comentarios:
Vaya manera de escribir Diego, realmente admirable. Me gusta leerte y concuerdo contigo con aquello de los viajes como reencuentro...
Sigue posteando desde donde tu viaje te lleve; probablemente tu blog sea de los pocos que realmente vale la pena leer.
Pues qué bonito su blog!! (el narrador, Diego, me gustó mucho más que el decompuesto, y eso ya es mucho decir).
Me acordé del libro ese de "Apuntes de un anatomista de ciudades" porque eso mismo parece este blog. Muchos saludos.
sus comentarios son muy amables, de verdad. En realidad la idea de estos apuntes es al final mejorarlos (tienen ciertos errores de ortografía y redacción) y juntarlos con imágenes tomadas por mí y hacer una pequenha como guía de viajes. Gracias por leerme y pues aquí seguiré posteando :)
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