martes, 2 de enero de 2007

Itinerario




Frente a mí, un mapa reduce y constriñe un mundo que de otra manera me sería imposible conocer, pues sería una abstracción interminable. Sus colores, palabras, señalamientos topográficos, y marcas van delimitando y estableciendo los espacios. Observo de cerca el mapa y me percato, o al menos soy capaz de imaginar, que el mundo tiene una forma física, que tiene lugares que no son éste, y que tiene historias que ocurrieron y lugares en los que en este momento algo está ocurriendo. La revelación de una obviedad que no deja de resultar sorprendente. Coloco mi dedo sobre el papel amarillento y desgastado, y voy señalando puntos con las yemas de los dedos. Y cada vez que toco una de esas marcas negras, es como si mi dedo fuese un soplo dador de vida. Voy decidiendo, concibiendo, creando. De la misma manera que no existen las cosas hasta que inventamos palabras para referirnos a ellas, los lugares tampoco son palpables para nosotros hasta que nos decidimos a enfrentarlos. Tocarlos en un mapa es decidir, tentativamente, nuestro destino. O, más bien, encauzarlo, pues la cartografía es un lugar en el que lo imaginado se vuelve medianamente tangible. Resulta a su vez el punto de partida de algo, pues un mapa es a final de cuentas la teoría que antecede a la experiencia. Pongo mi dedo sobre un punto y me doy cuenta de que ahí hay calles o senderos. Coloco el índice de la mano izquierda y el índice de la derecha sobre dos puntos distintos y se revela una distancia real que tendré que atravesar por medio del movimiento. Se revela un espacio en el que cruzaré cada centímetro y en el que habrá lugares infinitos y sin nombre que serán la sucesión hacia otro. Y la sensación de saber esto me causa un escalofrío en el estómago porque aún no estoy seguro cómo voy a absorberlo todo, cómo voy a atravesar todo ese continente. Lo único que sospecho es que tengo que acercarme lo más posible a las cosas, y moverme con paciencia. Así que me alejo del mapa, le echo un último vistazo desde esta recámara donde no es más que la abstracción de algo lejano, y salgo hacia la calle, arrastrando una mochila. Ya afuera, cierro la reja, le pongo llave, me coloco la mochila sobre los hombros, y echo a andar en dirección al metro. Sospecho que quizá empaqué demasiado, pues la mochila pesa un poco más de lo que quisiera. Pero pienso que son sólo cosas, que me podré deshacer de ellas si alentan mi paso y nada pasará. Me reconforta saberlo, y acelero un poco mi paso: no voy con tiempo de sobra al aeropuerto y el trayecto en metro es aún bastante largo.


Lo que es innegable es que el itinerario, sobre todo en términos del turismo moderno, representa una destrucción del movimiento natural de un viaje. Decidir, de antemano y arbitrariamente, contratar un "tour" en el que te dirán qué lugares valen la pena, qué lugares no valen la pena, cuáles son los puntos que valen la pena conocer, rompe tajantemente con un movimiento necesario entre los lugares, a un cierto peregrinaje que en muchas ocasiones termina siendo el momento determinante, no tanto el sitio de peregrinación. Además, cuando uno viaja abierto a la posibilidad de la experiencia, sabe que lo importante no es ver lo más posible en el menor lapso de tiempo, pues ver sin experimentar es únicamente conformarse con una ilusión de poder y falso control (pues no importa cuántas veces le tomes la foto a un lago: ni no nadas en él no podrás sentir su agua).
Un itinerario es una decisión que a veces es injusta, porque implica constreñir nuestro movimiento y por lo mismo no debe tomarse nunca demasiado en serio. Por lo pronto, el mío va un poco así, aunque estoy abierto a lo que venga.

-Sao Paolo
-Rio de Janeiro
-Curitiba
-Paranaguá/Ilha da Mel
-Florianópolis
-Canela/Gramado
-Porto Alegre
-Montevideo

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