martes, 16 de enero de 2007

Floripa city rocks (Historias de la playa), Parte I




Curitiba
Se supone que ahorita debería estar en Curitiba. O al menos ése era el plan. Las cosas no siempre salen como uno las prevé, y eso llega a ser bastante molesto a veces. En otras, no tiene caso molestarse. Como dicen en México: el que se enoja, pierde. Las cosas ocurren por algo, también dicen. Fue mala idea pensar que un domingo en la noche encontraría lugar en el autobús a Curitiba. Pagué un taxi de ida y otro de vuelta a la Rodoviaria en balde. Compré un boleto para el día siguiente a las 10 de la mañana, y me quedé sin dinero. Por la mañana fui al banco, y no estaba abierto. Si no hubiera sido por un préstamo de último minuto, habría perdido ése bus también. Si observase las cosas superficialmente, diría que las cosas esta semana comenzaron mal. Además de lo que ya mencioné, en el autobús a Curitiba me quedé dormido. Y el bus no se detuvo mucho tiempo en mi destino. Como no viajaba con reloj, cuando desperté no pude corroborar nada. Me dio mala espina que el autobús estuviera más vacío, así que traté de ver los nombres de las ciudades en los señalamientos de la carretera. Cuando los encontré en mi mapa, me di cuenta de que algo estaba mal. A las cuatro de la mañana paramos y el chofer me dijo que a Curitiba la habíamos dejado a 300 kilómetros al norte, que lo mejor era que me bajara en la siguiente ciudad y esperara a que el camión que va de Porto Alegre a Curitiba pasara a las 7:30 a.m. Me llevaría de vuelta, siempre y cuando comprara mi boleto. Pero decidí que mejor no. Cuando llegamos a la siguiente parada, a las 4 de la mañana, me enteré de que estaba en Florianópolis, y decidí quedarme. En la terminal de la compañía, que estaba a las afueras, y donde el bus únicamente se detenía a descargar orines sobre el pavimento, el encargado me hizo el favor de pedirme un taxi. Florianópolis ciudad, o como le decían aquí, Floripa, quedaba a catorce kilómetros. El taxista condujo a toda prisa por la carretera y calles vacías, el taxímetro aumentando vertiginosamente sus números. Tras cruzar el puente que une el Brasil continental con la Isla de Santa Catarina, llegamos por fin al centro. De pronto, me di cuenta de que no tenía suficiente dinero. El taxista condujo hasta una gasolinera donde había un cajero automático y saqué un poco de dinero a cambio de una comisión exorbitante. Y fue ese pequeño embuste el que finalmente lo que me hizo estallar. Comencé a maldecir y a cuestionar en silencio. Me pregunté por qué carajos había decidido viajar solo a este país enorme y desconocido, de cuyo idioma tengo una comprensión mediocre. Me pregunté por qué no me salté la procesión de la distancia y tomé un avión de Rio a Uruguay, ahorrándome un poco de dinero y de corajes.
Intenté reconfortarme con la idea de que quizá el clima aquí en el sur era mejor que el de Río, donde en sólo dos de los cinco días que estuve ahí hubo sol. El taxista, sin embargo, no tardó en descalabrar mis ilusiones: cuando le pregunté, justo antes de llegar al hostal que encontré en la guía, que cómo estaba el clima en Floripa, me respondió con un contundente y nada alentador: ruim (malo).
A las 4:30 de la mañana entré al cuarto, en el que había ocho literas, todas ocupadas, menos una. El olor del cuarto era como a sudor y a dedos de los pies. Coloqué las sábanas con la mayor sigilosidad posible (aunque de seguro desperté a varios de los que dormían) y me eché a dormir. Justo antes de quedarme dormido me pregunté qué habría sido de Curitiba. Era como si hubiese desaparecido de la faz de la tierra, como si en el tiempo que me dormí en el bus hubiera sido borrada del mapa.

Hundimiento
A la mañana siguiente me desperté muy temprano, antes que los demás que dormían. Todo estaba mejor dentro de mí. Me di cuenta de que, a pesar de todo, no estaba frustrado. Me reí un poco, y desayuné con calma. Afuera, el día estaba nublado, pero decidí de todas maneras ir a la playa. Tomé una bolsa de plástico y guardé una toalla, una cámara desechable, una camiseta, y algo de dinero metido en otra bolsita de plástico más pequeña. Comencé a caminar por la avenida Duarte Schutel, atravesando el centro de la ciudad, hacia la terminal de autobuses locales, cuando de pronto, el sol brilló, causando el mismo efecto sobre el día que el de un foco que se prende dentro de una habitación tenue a finales de la tarde.
Tomo el bus hacia la Barra de Lagoa. Tiene aire acondicionado y ventanas opacas. Atravesamos las calles de la ciudad a toda velocidad, pasando por hermosos edificios de departamentos, y bordeando el malecón y la bahía sobre la cual se asienta la ciudad. Me doy cuenta que no es como ha de ser el resto de Brasil. Es más de próspera y, debido a la fuerte colonización alemana, una buena parte de la gente tiene rasgos germánicos. El autobús se va por una carretera a toda velocidad, de tres carriles de ida, y tres de vuelta. Bastante ostentosa para una ciudad pequeña. Continuamos hasta una desviación, y el autobús sube por otra carretera más angosta, hacia un cerro. Hay un bosque de eucaliptos, pinos, y crecen muchas flores en toda la región. Estamos, a fin de cuentas, en un área subtropical. El sol brilla con fuerza y atravesamos las calles que van hacia la playa. Están llenas de boutiques de ropa de marca, restaurantes sofisticados, y casas de verano de estilo suizo en las que se ven estacionados carros nuevos. La carretera da curvas sube, baja, y nuevamente estamos en el bosque. A lo lejos se observan gigantes dunas de arena y dos lagunas. Descendemos y atravesamos una delgada franja que divide ambas lagunas, y sobre la cual hay unos lancheonetes y barecitos más modestos, con las dunas tras ellos. Le damos la vuelta a una península y subimos nuevamente. Otra vez árboles, pero ahora, tras ellos, se divisa el atlántico. Resisto la tentación de bajar, mientras veo el mar pasar por la ventana, bajo el sol de un día perfecto de verano. Y el autobús sigue, sigue, hasta bajar nuevamente hasta otro pueblito de bares y restaurantes en donde hay una playa de un par de kilómetros y muchas personas tomando el sol.
Me acerco a esta playa y pienso que todo es perfecto. Que mi paciencia está siendo recompensada. Y me siento extraño por la atracción que ejerce sobre mí el litoral en estos momentos. La observo, como a una musa. Me he jactado, a pesar de que mi infancia está marcada por ella, de no ser una persona de playa, sino más de bosques y montañas. Pero en Brasil, la he redescubierto como quien redescubre a una amante. He aprendido a disfrutarla y a dialogar con ella. Desde mi soledad, siento su compañía como la de otro ser viviente. Entro poco a poco al agua y me sumerjo en las olas que me acarician suavemente como si fueran los dedos benévolos de una madre que me reconforta. Siento, de manera un tanto espeluznante, una presencia divina en su interior salino. La siento en las olas que me golpean, me hunden, y me levantan nuevamente, llevándome a la superficie. Y pienso que eso es justamente lo que sucede: el mar, como el destino, me hunde para después levantarme. Juega un poco con mi paciencia, y luego me regala estos momentos en los que me deja sentir una presencia oculta que, supongo intuitivamente, tiene que ver con la esencia de las cosas. Y eso hace que hundirse un poco valga la pena.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

muy buen blog diego, te felicito
nos vemos pronto
sigue asi

N en reconstrucción dijo...

Si el blog del decompuesto me hizo reir mucho (por lo tanto, cumplió su objetivo, según lo que leo aquí), éste casi casi me hace llorar (pero ud. ya sabe que yo soy bien llorona). Por dos razones, una: que yo también estoy enamorada del mar. Otra: que me parece identificarme mucho con su frase de que hundirse un poco vale la pena. Al menos es lo que pretendo seguir creyendo estos días. Que bueno que su viaje vaya bien, muchos saludos (y mucha pena, porque este comentario ya parece carta, jeje)