viernes, 12 de enero de 2007

El jardín del infierno




No mar estava escrita uma cidade - Carlos Drummond de Andrade



Cuando uno llega a Ipanema por primera vez, sobre todo si se llega temprano, uno podrá tener la sensación de que es una playa como cualquier otra en las extensas costas tropicales del continente. Sobre todo si la playa está vacía. Mediante se va llenando, sin embargo, uno va notando que, sobre las arenas de la playa y dentro de sus aguas transparentes de esmeralda, ocurre una procesión cada día de verano. Yo pensaba que la luz con la que aparecía esta playa en la televisión era un efecto de producción, pero hoy descubrí que es real. El sol realmente brilla como si estuviésemos todos, los andadores da praia, dentro de alguna película, dentro de algún lugar ahistórico o momento detenido en el tiempo, en el que no hay ni relojes, ni minutos, ni necesidades del cuerpo y el sol brilla como en cámara lenta, como en una fantasía.
Pienso que estar acostado en Ipanema es un poco como la muerte. A lo lejos, las partículas de arena impiden la visibilidad, crean un espacio un poco tenebroso, un poco caótico, un poco maldito en el que la naturaleza ejerce cierto desdén sobre lo que a nuestra percepción de ella refiere. No sabemos qué pasa con la playa. Parece que hay una tormenta, que algo malo pasa. Pero ya de cerca, no nos damos cuenta de nada. Ya adentro, todo es perfecto: hacia donde uno mire, tiene exuberancia y belleza. Goce. Los cerros cubiertos de frondosos árboles tropicales, las aguas de cristal, los apartamentos de lujo, y los miles de cuerpos, esculturales, casi imposiblemente perfectos, que dan la sensación de ser tentaciones prohibidas e ilusorias, creadas únicamente con el fin de hacer que uno las desee.
Pienso en esta playa, en este sitio, y me imagino un Jardín del Edén corrompido. El Jardín del Edén caído en el infierno, o mejor dicho, caído en Latinoamérica. Sentarse sobre la arena o refrescarse en el agua y simplemente observar, bajo la luz del sol que brilla amarilla y resplandeciente como el fuego atemperado de una brasa que se extingue, me llena de una sensación onírica. Siento por algunos instantes haber quedado dormido en Rio y estar en un lugar que se le parece, pero no es exactamente igual. En un lugar soñado que, tan pronto despierte, desaparecerá. Un día en la playa de Ipanema es morir en un sueño, es verse reflejado en los últimos instantes de existencia, esos en los que la esencia de las cosas se vuelve clara.
Me vienen a la mente los siete pecados capitales: avaricia, gula, lujuria, pereza, envidia, ira, y vanidad. Ipanema no carece de ninguno. Todas las clases sociales, todas las razas, todas las preferencias sexuales pecan un poco sobre la arena. La pareja de negros de caoba que se besan y agarran el culo. Los playboys que ostentan cadenas de oro. Los atletas de cuerpos de escultura griega que corren obsesivamente de un extremo a otro de la arena. Las mujeres que caminan con el culo de fuera para sentirse observadas y deseadas y odiadas. Las mujeres que les observan el culo a las otras y las odian. Los macumberos y su brujería. Los niños ricos y altivos con trajes de baño caros. Los jipis que fuman marihuana y se carcajean. Los homosexuales priápicos que se soban el pene por encima del traje. Las negras de cuerpos perfectos cuyos ademanes sensuales incitan al más asceta. Los turistas que sólo comen camarones y cerveza y duermen sobre un tareo. Todos pecan y todos disfrutan de su hedonismo en la arena, y lo hacen independientemente del lugar que ocupen en la ciudad (que no es decir que la playa no esté, como el infierno, fragmentada).
De todas formas, entre todos los cuerpos áureos que se mueven incansables en todas direcciones, me siento extrañamente humano. Como si, por un instante, en la playa se revelara una condición inmanente pero casi siempre oculta. Ipanema y sus alrededores, esos espacios amarillos que se extienden de Arpoador hasta Leblón, son un espejo que revela los pecados de una ciudad, y un hedonismo que por instante nos hace a todos iguales. Y algo, no me queda tan claro qué, pero que me da la impresión de ligarse al anonimato y a la ahistoricidad, hacen que este lugar parezca el círculo más gostosso del infierno; el círculo mayor, dentro del cual todos los demás tienen un instante. Es eso, y su belleza, su innegable y obvia hermosura que lo hacen irresistible, que lo convierten en una seductora manzana con cuerpo de océano o de mujer.
Y es que aquí, en el infierno, durante la primera tarde soleada del verano, el tiempo ha dejado de existir. Sólo tenemos el ahora, sólo tenemos Ipanema. No hay relojes, ni comida, ni una ciudad purulenta y vil tras nosotros. Todo se ha detenido, y al mismo tiempo se extiende hasta el infinito como un aleph de instantes. Parece de pronto imposible pensar en que algún día todo esto acabará; que los meteoritos y las tormentas arrasarán con la playa. Pero más bien es irrelevante. Lo relevante es que por una tarde, aquí, en el Jardín del Infierno, todo ha desaparecido menos nosotros. Somos lo único que hay, y a la vez no existimos. A las seis de la tarde, en las playas de Rio de Janiero, no hay más que tentación, seducción, y pecado. Y gente, mucha gente. No existe otro lugar en el mundo que no sea la playa radiante envuelta en la luz hermosa y la arena que flota en el aire. No existe nada más. Y pensándolo bien: ni que hiciera falta.

1 comentario:

Anónimo dijo...

GRACIAS POR EXISTIR, CUANDO TE LEO ME TRANSPORTO HACIA DONDE TU ESTAS, HACIA LO QUE TU DESCRIBES, ME ENCANTA, LO DISFRUTO...CADA VEZ QUE TE LEO SON SENSACIONES DIFERENTES, TU ERES DIFERENTE.