Expreso a Varsovia
No tenía pensado venir a Polonia. O sea, cuando salí de México, lo que menos tenía pensado era que un mes y tres días después estaría parado en la central de autobuses de Varsovia. Mi pase de tren lo indicaba claramente: Portugal-Spain-France-Germany-Sweden. Pero ya ven: A veces las cosas no salen a lo planeado. Afortunadamente, creo.
Así que son las 6 am. Llevo todo el día y toda la noche viajando. Salí de Tallin en un autobús a las once de la mañana, cruzamos la carretera que bordea el brillante y hermoso báltico, atravesando bosques de robles. Riga, tres de la tarde: En la estación de buses espero el nuevo autobús que habrá de llevarme al sur. Viene con más de una hora de retraso, ya son las seis. Un mendigo ruso me habla. Ia ni panimaiu, respondo cortante, ya un poco molesto por el retraso del bus. El autobús es de la línea Ecolines, y viajará de Riga hasta Sofia. Mi asiento es junto a una ventana del segundo piso. No tengo ganas de hablar con nadie, y me absorbo en una lectura (Life and times of Michael K., JM Coetzee) hasta que me canso. Por la ventana han ido desapareciendo los bosques. Lituania: la campiña de flores amarillas, los puntos anónimos del mapa. La verdad es que algunos tienen nombre, pero los desconozco.
Ni siquiera nos detenemos en Vilnius. Pasamos los puentes y rascacielos con prisa. Da apenas tiempo de distinguir rascacielos, puentes, una torre de TV, Minstrar y Lyde por la A-4. En la terminal de autobuses, una explanada de pavimento en lo alto de una loma, el autobús se detiene un momento para que los ansiosos fumen un cigarrillo. El cielo es el cielo más negro que he visto en las últimas cuatro semanas. Es decir, cumple con los requisitos de un cielo nocturno en cualquier otra parte del mundo que no sea el norte de Rusia en verano. Regreso al autobús e intento divisar algo entre la noche: un bosque lejano, pasto amarillento. El movimiento del autobús termina por arrullarme y me quedo dormido.
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Un ligero golpe en la pierna interrumpe el sueño tan difícilmente logrado. Se trata de un policía gordo y rubio que me pide el pasaporte. Le hago entrega del documento mexicano y, como siempre, no saben exactamente qué hacer con él. Son las 2:33 a.m. Unos momentos después, me devuelven el documento. Por la ventana veo las siluetas de unos puestos fronterizos abandonados. Un par de minutos después, suben otros inspectores. Oficialmente esto es territorio Shengen, así que no hay sellos. Pero de todas maneras hay inspección, no vaya ser que algún bielorruso o ucraniano se esté colando a la UE.
No distingo el idioma, pero supongo que hablan ya polaco. Estonio, letón, lituano, polaco. Ahí van tres familias lingüísticas. ¿Cuánto tiempo de mi vida tendría que estudiarlos para hablarlos con decoro? Y ni se diga el ruso: los anuncios de la dependienta del autobús los han venido pronunciando en dicha lengua, a pesar de que el autobús ni ha tocado la federación rusa. Me es más fácil guiarme por las placas de los autos: Est, Lat, Lit, Pl, acompañado de estrellitas. Sólo así sé dónde estoy y a dónde voy.
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Despierto. La campiña polaca: trigales áureos, como incendios. Una casa entre kilómetros de pastos. Un cielo morado como si se estuviera rompiendo en pedazos. No sé si lo estoy soñando o lo estoy viviendo.
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