domingo, 17 de agosto de 2008

Sábado por la tarde...



Sábado por la tarde. Fajitas de tofu (1.80) y setas (200 gramos, 2.20) envueltas en tortillas de maíz (paquete de ocho, 4.10) acompañadas de auténtico guacamole (aguacate y dos cebollas, 3.20). Me puse guapo. Anne y Nicholas, en cambio, se ponen guapos con el queso. Después del festín vegemexicano en tierras napoleónicas, engullimos trozos de baguette embarrados de algo que tiene nombre de ciudad y un olor que recuerda a los zapatos de un futbolista. Duda, hesitación, ligera revoltura en el estómago: trago de vino tinto, y todo mejora. Epouisse: Un auténtico peligro. Me como mejor el queso de cabra de textura cremosa y sabor exquisito.

Ponzoñoso epouisse

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Notre Dame: Sasha y Marina me esperan a las afueras. Llego tarde porque el RAR no funcionaba bien. Hacemos la fila y entramos (¿no que no eras turista?, reclama una voz interior) y es enorme. La coronación de Napoleón ocurrió ahí, donde mi dedo señala en este momento. La virgen de Guadalupe también tiene su rincón. Les relato a mis amigas la historia de la Tonantzin mientras van llegando otros mexicanos cámara en mano a rendir homenaje a lo inexistente. Las explicaciones son lo de menos.
5 euros por subir a la torre. No los pago. Nos salimos y tomamos el metro para llegar al otro lado de la ciudad, a la tienda de pizza donde trabaja Sasha. Compartimos una porción vegetariana y luego Marina y yo tomamos el metro de vuelta a La Chapelle. Me siento a escribir sobre cualquier cosa, y como resultado surge este texto.

Eglise de St. Bernard, La Chapelle

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No me atrevo a comprar el boleto de tren. Judith no me ha contestado el correo. Judith es mala contestando correos, eso lo sé. Es más: la postal que le compré en Oaxaca el año pasado sigue en mi bolsa porque nunca me mandó su dirección. Se la daré esta vez, si es que me contesta. De pronto pienso que me quedaré por siempre aquí en Paris porque Judith me contestará el correo en dos años.
Voy al internet en La Chapelle, el barrio inmigrante. Me dan una compu que tiene el explorador abierto y descubro que el último tipo que usó esta máquina antes que yo buscaba información sobre un clérigo islámico en youtube. Globalización. Reviso mi correo: Judith respondió. Rápido, a la Gare du nord.

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Cruzo los dedos porque no haya retrasos. El TGV sale a tiempo, y corre a 280 kilómetros por hora entre la campiña francesa (campos verdes cubiertos de nubes grises). Hago menos tiempo en llegar a la siguiente capital europea que lo que me tardo en llegar de Doctor Gálvez a Indios Verdes en el Metrobús. Justo antes de llegar a Bruselas me piden mi boleto. Lo muestro y resulta que tengo que pagar un suplemento de 20 euros. Los pago. Ya ni enojarse es bueno. El inspector pasa con un viejito cubierto de ropas viejas que había estado ocupando mi lugar al principio del viaje y le pide su boleto. El hombre empieza a gritar y parece a punto de escupirle la cara. Está indignado de que le acusen de ladrón. Controllez-vous, monsieur. Controllez-vous. Se tranquiliza. A fin de cuentas resulta que no tiene boleto. En Bruselas hace frío: por la ventana del tren la miro y no parece demasiado interesante (fachadas de ladrillos, townhouses, torres: cosas pintorescas pero nada extraordinario). De cualquier modo, éste no es el destino final. En la estación veo a un grupo de turistas repasando la orden del día. Es difícil saber a qué vienen a Europa, si a descubrir o a confirmar. Torre Eiffel, palomita; Góndola en Venecia, palomita; Bruselas, palomita; catedral de la Sagrada Familia, palomita. Felicidades, nadie conoce Europa mejor que tú. Aquí está tu premio. Bla.
Faltan 15 minutos para el tren a Köln y busco un baño. Se me acerca una señora con lápiz de labio de apariencia plástica cubriéndola la boca, me saluda amablemente y luego me pide una moneda para comer. En mi bolsa tengo media baguette, el equivalente a dos euros de queso, un plátano y agua. Los que más me han dirigido la palabra en este viaje salvo la gente del hospitality han sido los malandros y los timos. Todos piden dinero para comer pero todos se ven bastante nutridos. La señora no me inspira suficiente empatía como para darle dinero, sino todo lo contrario. No sé si sea gandalla de mi parte, pero así es. Encuentro el baño. 1 euro. No lo pago. El tren llega en quince, no es tanto. Me subo a la plataforma y espero. Llega el tren, ICE Frankfurt. Dejo mi maleta y busco el baño. Alivio. Encuentro mi asiento y espero a que arranque. Ruego a dios que no haya retrasos: el directo a Münster sale de Köln a las 20.21 y éste llega a Köln a las 20:15, así que tengo un margen de 6 minutos a partir de que el tren se detenga en Köln. Llegamos a tiempo. Estamos en Alemania y no entiendo ya nada. Desde la plataforma veo la hermosa catedral gótica de la ciudad. Extraordinaria. Si tuviera 20 minutos, una hora, la iba a ver. Pero no los tengo. El tren arranca y simplemente la veo pasar y desaparecer. Tal vez sería bonito pasar una noche aquí, recorrer las calles, enamorarme un poco. La ciudad es guapa. Por otra parte, y al igual que en la vida, uno no debe pasar la noche con cada guapa que se le atraviesa en el camino. Hay que saber resistir las tentaciones. Yo tengo que llegar a Münster por la noche así que eso es todo. Por eso me gusta viajar. Porque hace evidente eso. Que es ahora o nunca. Uno sabe que la oportunidad no volverá a venir (a veces apostamos al “ahí pa’ la próxima”, pero no hay que saber demasiado de la vida para tener conciencia de que a veces la “próxima vez” no llega nunca, y que las veces que llega, es distinta). La vida revela su carácter completamente transitorio y de cambio constante. ¿Me voy o se va la ciudad? ¿Las cosas permanecen en su lugar cuando yo ya me he ido? O también: tengo una cantidad limitada de dinero en la tienda más grande del mundo y no tengo forma de obtener más. La vida es eso: días que o se aprovechan o se pierden. Punto. Con la vida no podemos ahorrar. No nos podemos ahorrarnos a nosotros mismos para una mejor época. “Viajo cuando sea rico”, “el año que entra empiezo a dejar de ver tanta tele”, “hoy no le hablo a la chica que me gusta, lo hago mañana.” Ni madres. En la vida cotidiana, sabemos que mañana puede no existir pero como nuestra única experiencia está en la vida, nos confiamos y arriesgamos. En el caso del viaje, queda claro que mañana no existe porque ya habré tomado un autobús o un tren o un auto a una ciudad lejana. Es un suicidio permanente.


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Wuppertal, Dortmund, Westfalia. El tren local avanza a marcha constante y por la ventana sigue brillando el sol a pesar de que el reloj ya marcó las 10. Las casas parecen construidas a la orilla del bosque, en las pequeñas franjas entre las montañas. No falta mucho para Münster. En el altavoz del tren, la voz severa y cortante suena a la del único alemán que he escuchado con suficiente frecuencia como para reconocerle: Hitler. Sospecho que esto me va a ocurrir con cierta frecuencia en el viaje. Por la ventana: campos verdes y neblina que flota sobre ellos.

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Münster. Aquí es distinto. Las alemanas y los alemanes lo miran a uno distinto. No sé si como turco o como otra cosa. Pero al menos reconocen tu existencia, eso es más que Paris. No es que sean groseros allá. Sino que simplemente les vales madre, y se entiende. A mí también me valen madres. Estación de tren: borrachines, bicicletas, colillas de cigarro, chicles oscuros pegados a la banqueta, taparroscas. Una voz en alemán narra un partido de futbol. Se escucha una celebración, y luego otra celebración. La voz es tanto o más enfática que la del Führer. ¿A qué se viene a Münster? No lo sé. Yo aquí estoy. Vengo a ver a Judith y a conocer la ciudad. No sé qué más. Judith: la conocí en Chile junto con su amiga Angela, en un autobús de regreso de las Torres del Paine. Cenamos pizza la primera noche después de cuatro días de comer pan con mermelada en el parque, y pasamos el segundo día recorriendo Puerto Natales. Al tercer día se fue y me fui, y salvo unos cuantos email, no había vuelto a hablar con ella. Pero hay algo de Judith que es distinto a la mayoría de las personas que conozco, y es que Judith es de esas pocas personas con las que me entiendo y me siento cómodo de inmediato. Compartimos entendimientos del mundo, por decirlo de alguna manera. Así que aquí estoy. Unos bocinazos interrumpen mi pensamiento: supongo que habrá ganado Alemania en la Eurocopa porque el escándalo es total. Pasan muchas bicicletas y hay muchas otras estacionadas. Tengo hambre: la máquina dispensadora de chatarra vende papitas y e precio es la mitad o menos que en Paris. Alivio, II. De pronto, veo llegar a Judith en su bici a la estación de tren. Una bici entre muchas, Münster es un mosaico de ruedas, manubrios, metal: si cierras los ojos y te concentras podrás escuchar el sonido de una cadena que en alguna parte avanza. Hermosos ojos pardos, sudadera negra: sonríe, le sonrío, un abrazo y caminamos por la calle (olor dulce, hermosos pan artesanal en los anaqueles, una publicidad dice Arbeitgeberbewertung, y alemanes que tienen cara de alemanes).
Siguen los bocinazos. Le pregunto a Judith qué onda con eso, y me responde que Turquía vino de atrás y ganó su partido contra República Checa. Por supuesto, le respondo. Media cuadra más adelante nos detenemos en un Döner Kebab a comer falafel. Todo tiene sentido.

Dos emos en bicicleta.

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