Tren a Novgorod
(calentador de agua: una de las amenidades del tren en Rusia)
El plan A consistía en llegar a la plataforma, entrar al vagón, sentarme en mi butaca, leer un par de cuentos y quedarme dormido. A la mañana siguiente caminaría por Novgorod, la antigua capital de Rusia y sede tanto del más viejo Kremlin como de la primera iglesia con domo de cebolla del país, para luego viajar por la tarde a San Petersburgo. Pero el separador de libros de La alcoba dormida de Juan Villoro sigue en la misma página que ayer, y por el cansancio que siento en todo el cuerpo (no puedo sentarme por más de un par de minutos sin empezar a cabecear), sospecho que no he de haber dormido mucho.
Así que el plan A no funcionó. En Rusia el plan A siempre está sujeto a cambios. Nada funciona conforme a lo planeado, mucho menos si uno se adentra en la Rusia de los trenes. Porque viajar en tren en Rusia no es como viajar en tren en Alemania o en Francia. El silencio no es un valor primordial, y tampoco lo es la comodidad. ¿Dormir? Menos. Les recuerdo: Rusia es un país de diecisiete millones de kilómetros cuadrados. En Rusia hasta lo que está cerca está lejos, y lo que está lejos está lejísimos. Así que se tienen que tomar en serio esto de los trenes. Se han tenido que adaptar a las distancias, y los rusos ya son expertos. De lo contrario, qué pinche hueva cruzar un país de este tamaño. Así que cuando los rusos cantan en el tren, cantan en abundancia; cuando comen en el tren, comen en abundancia; cuando juegan cartas en el tren, lo hacen hasta que todos menos uno se quedaron sin fichas. Los chistes se cuentan hasta agotarse, y se bebe hasta que las botellas están vacías.
Es viernes por la noche y estoy por descubrir que viajar en tren en Rusia es un desmadre. El asiento es chicloso, plástico. Se me pega a la espalda en cuestión de segundos porque, dado que nadie apaga la calefacción a pesar de que es verano, transpiro como marrano. Voy en tercera clase porque al igual que en el resto del país, hay dos opciones: ser pobre o millonario. Mi boleto costó 450 rublos y la única otra opción era pagar 13,000 por viajar en primera, champán incluido.
Los pasajeros comen borscht (sopa de col morada), empanadas de papa y col; ríen y gritan gritos indescifrables. Soy el único extranjero y noto las miradas de extrañamiento. Me paseo por los pasillos y los asientos de metal amarilloso observándolos con afán antropológico. Más que un tren, la escena me recuerda a una reunión familiar. Risas, bulla, y relajo, sin importar la edad. No tardan en hacerme la plática un par de chicas que me preguntan de dónde soy. La respuesta incita exclamaciones y me doy cuenta de que es la primera vez en todo el viaje que siento que el hecho de que soy extranjero resulta motivo de celebración. Se supone que ese tipo de cosas ya no ocurrían en el mundo globalizado. Pero este tren no es precisamente representativo de una aldea global. A duras penas hablan inglés dos que tres personas, y con el resto de la gente me limito al lenguaje de las sonrisas. Beben cognac casero y no tardan en ofrecerme un vaso plástico lleno del aciago brebaje. Le doy un trago: sabor a madera. No sé ni cómo me lo voy a acabar. Somos cuatro: Andrei, un gordito de shorts, camisa de cuadros, gorra y chancletas, que no se levanta de su asiento y más bien se pasa el viaje entero engullendo vaso tras vaso de vino. Está también Vladímir, un fortachón que lleva una camiseta sin mangas y presume un cuerpo completamente depilado y bíceps del tamaño de una lata de piñas en conserva. Tiene dientes chatos, enormes pómulos eslavos, y carece de cuello. El conjunto podría decirse que resulta un tanto sicópata. Ambos tienen como 30 años y al principio lo único que me dicen es Samagón, Tequila. Tequila, Meksiko. Samagón is Tequila of Russia. Están también las dos chicas, Anna y Alexandra, que son las que hablan un poco de inglés y me ayudan a traducir. Alexandra me recuerda a un par de personas que conozco en México. Tiene pelo castaño, ojos cafés, piel muy blanca y mide unos pocos centímetros menos que yo. Anna, su amiga, es un poco más gordita y bajita, y tiene pelo rubio típicamente ruso.
Llevamos un rato tomando y me es imposible participar en la conversación. Los dos chicos se agarran esto como pretexto para el desmadre y me piden que repita unas frases en ruso. Nichi guya panimaye (no entiendo nada), y luego Ia ni juya ni panumaye (no entiendo ni verga), y estallan de la risa. Tomamos cognac y Vladímir sigue diciéndome cosas. Pido a Anna que me traduzca, pero no quiere. Me da mala espina la cosa, así que les digo que nos vayamos al espacio entre los dos vagones a fumar un cigarro. Que no fume es lo de menos. Lo que quiero es dejar solo al Vladímir. Anna se trae la caja de vino y seguimos la curda.
Menos de media hora después estoy rodeado como de ocho chicas y ya ando bastante briago. El cognac me lo tomo lentamente; en cambio, al vino no le hago fuchi y lo dejo caer directo y sin escalas hacia el fondo de mis entrañas. Resulta que todas las personas del vagón trabajan en la misma compañía como administrativos y vienen a Novgorod para unas vacaciones y un congreso. Son las dos de la mañana pero el sol aún alumbra desde un lugar distante. Este horario realmente altera la cabeza: uno está como si nada cuando menos hasta las once de la noche. Si no fuera por los relojes, uno podría perder la cuenta de los días pues la noche podría fácilmente confundirse con una nube. Los pasillos están llenos de gente: Meksikansky, meksikansky. Soy una puta celebridad.
Mi vaso nunca están vacío por menos de unos cuantos segundos. No entiendo, no me entienden. La confusión es babélica. El inglés de mis nuevas amigas es realmente malo. Me tratan de explicar pero sigue siendo indescifrable. Pasa algo con los rusos: los rusos no entienden que alguien no entienda el ruso. Si les dices que no lo hablas, simplemente te van a hablar más despacio. Si les dices que no hablas nada de ruso, simplemente te lo van a decir dos veces. Me repiten muchas cosas constantemente. Todos lo hacen. Pero el único idioma que hablo en este tren es el de las sonrisas y los vasos llenos, que son la verdadera lingua franca de la humanidad.
Todo va bien hasta que de pronto aparece Vladímir, más pedo que antes, quien viene a decirme cosas que por la forma en que suenan me percato de que no tienen nada de amistosas. Parece que se cansó de andar de pajero, tomando samagón con el Andrés mientras el mexicano concentraba el interés femenino. Nuevamente, nadie se ofrece a traducir la cadena de palabras que Vladímir me farfulla. Aparece otro chico que me pregunta si hablo portugués. Un milagro de dios. Se llama Alexei, tiene mi edad, y estudia para traductor. O ruso gosta do alcôol. Gosta ficar bêbado e pelear. Amanhã tudo fica bém, mas ele gosta, ainda com os colegas, pelear.
Vladímir empieza a decir (via Anna) que bebo como niño. Yo le digo que no estoy acostumbrado a tomar....Vladímir dice que bebes como niño, que por qué bebes como niño, insiste Anna. Se quiere tomar unas fotos conmigo. Las tomamos. Me dice que le de la mano. Eso hago, y me la aprieta como si de unas ramitas de madera secas se tratara. Vladímir dice que por qué no tomas cognac. ¿Acaso no lo respetas? Vladímir pregunta que si le tienes miedo. No le tengo miedo, le digo. ¿Por qué habré de tenerle miedo?
Vladmimir tiene los ojos semi abiertos y no está sonriendo. Pesa fácilmente el doble que yo y salvo que alguien me preste un machete o una ametralladora, no tendría forma de pelear con él y ganar. Anna: Vladimir quiere saber quién quieres que gane la Eurocopa, ¿España o Alemania?
Lo pienso un momento: los alemanes mataron millones de rusos en la guerra. Los españoles les ganaron 3-0 hace dos días. Supongo que hoy por hoy a Vladímir le caen peor los ibéricos. Digo que quiero que gane Alemania y el fortachón sicópata celebra.
Anna nos toma una foto. Después de la foto, Vladímir me pide que le de un puñetazo en el estómago. Eso hago y él ríe. Ya ves, todo bien, le digo. Vladímir se regresa al vagón y unos minutos después, cuando voy por mi sudadera a mi asiento, resulta que ya está dormido. Me quedo un rato más con Alexandra y un señor muy bajito que me pide que le enseñe los tatuajes. Se los enseño. Él me enseña los suyos: tiene la espalda repleta de diversos santos de la iconografía ortodoxa y una catedral de dos domos en el omóplato. Me repite la palabra Koluma, Koluma. Pero yo no sé qué significa eso. Ya después me enteraré que Koluma es cárcel.
A las 4 ya todos duermen. Yo sigo despierto, al igual que Alexandra. A estas alturas ambos estamos borrachos y después de un rato anda contándome que Russian woman have big heart, but Russian woman can only love one man. Me presume un anillo de oro alrededor de su dedo anular pero no se aleja, sino que nos quedamos viendo el paisaje. De no ser por la neblina que flota sobre el bosque y el lago, y que delata el poco tiempo que lleva el sol alumbrando, uno podría pensar que ya son lo que normalmente llamo las diez de la mañana. Disfrutamos el amanecer en el bosque, el sol que sale atrás de los infinitos pinos y bereza (ъереза, un árbol flaco, alto y blanco con rayas que abunda en el norte de Europa). Alexandra empieza a decirme cuánto se enorgullece de que el enorme paisaje de árboles interminables y sol nocturno sea su patria. Que para ella esto es Rusia. A mí también me parece un lugar hermoso.
Un par de horas después estamos en Novgorod y ahí me separo de los rusos. Me piden que me suba al autobús y haga el recorrido con ellos después de desayunar, pero prefiero estar solo un rato. Son las seis de la mañana y tengo una peda que cada minuto está más cerca de la resaca, remordimiento de conciencia, y en el estómago siento la inconfundible gestación amarga de la diarrea etílica. No hay nada abierto así que entro a la estación de tren, pregunto por el guardaequipajes: resulta que no abre sino hasta las 9, pero el de la estación de autobuses abre siete y media. Me dirijo hacia allá. Encuentro una fila de crudos y homeless que duermen en una banquita, así que me siento con ellos en la fila de la ignominia, coloco la mochila sobre el suelo frente a mí, reposo mi cabeza sobre ella (hacia adelante, como si quisiera besarme las rodillas) y duermo durante dos horas sin interrupción ni molestia. No entenderán inglés, pero si hay algo que los rusos entienden es lo que se siente estar crudo. Y te respetan.
Despierto, me levanto, voy al baño (en la cabina de junto hay una mujer. O como quien dice, el baño público de la estación de autobús de Novgorod es unisex: Rusia y sus sorpresas) y empiezo mi día. Compro mi boleto de autobús para las 18:30, y luego camino hacia el Kremlin. Día soleado, cielo azul: me siento frente a un monumento que celebra los mil años de Rusia, y que fue inaugurado a mediados del siglo XIX. Duermo, me despierta una señora, cabeceo, y durante pequeños lapsos de tiempo me olvido de la ciudad, del país, del planeta en donde estoy. De pronto escucho que un grupo de turistas se acercan. Volteo y reconozco a muchos de los que anoche estaban en el tren, que me saludan efusivamente. Pero de la personas con las que conversé anoche (uso ese verbo a falta de uno mejor) al único que ubico es a Vladímir. Lo veo de lejos, ondeando el brazo. Lo esucho gritar: ¡Eeeey, Meksikansky, meksikansky! Está sobrio y en sus ojos y sonrisa distingo una felicidad auténtica.
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