sábado, 5 de julio de 2008

Leningrado, ciudad héroe (60°N)



Catedral de San Isaac, armamento anti-aéreo, circa 1943



Gorod-Geroi, Leningrad




Leningrado, ciudad héroe

San Petersburgo no es Leningrado, no es San Pedro, tampoco es un Santo. San Petersburgo no es este paisaje: edificios y palacios que se extienden más allá de la vista, el río Neva contenido y fluyendo como una serpiente café y somnolienta. San Petersburgo no es esto: la Plaza del Heno con una capa de quince centímetros de mierda, Dostoievski caminando por la calle, maldiciendo el instante en el que Pedro el Grande tuvo la puta idea de construir una ciudad sobre unas pantanosas e infames islas. San Petesburgo no es este cielo: el sol flotando melancólico, frío, color sangre. El cielo a 60°N. Los cables eléctricos colgando, el viento acariciando las banquetas y la basura. El olor a desagüe escapando de las chimeneas.
San Petersburgo es el sueño y a la vez la pesadilla de un poeta. Una musa del más alto orden. Un campo fértil para una literatura de primera. Hermosa, llena de sangre, perturbadora, cabronamente real. San Petersburgo no lleva maquillaje. Es lo que es. Ciudad monumento, ciudad herida, ciudad cementerio. Calles llenas de soldados miserables, recorridas por olor a vómito de los innumerables borrachos que desayunan, comen, y cenan cerveza Baltika y vodka. Mendigos vulnerables, tristes; vendedoras de frutas del bosque, hermosos puentes suicidas. Comparada a Moscú, es demasiado europea. Comparada a Europa, es demasiado pobre. Pero básicamente queda claro: es un lugar donde odiar la vida no resulta una proeza demasiado complicada. Donde la tristeza, la grandeza y la belleza son moneda corriente.
Afuera de la estación de trenes, en el Nevsky Prospect, un gran letrero afianzado sobre un edificio reza LENINGRADO CIUDAD-HEROE. Eso también. Porque hace menos de sesenta y cinco años, durante el bloqueo nazi de 900 días, 1.5 millones de peterburgueses murieron porque tenían hambre, porque tenían frío, porque alguna bomba alemana les cayó en la cabeza, porque no aguantaron la dieta de dos rebanadas de pan negro relleno de aserrín durante tres años. Apenas tiene 300 años, pero esta ciudad está más que acostumbrada a ver morir a sus hijos. Ella misma los ha congelado, inundado, ahogado. Hija de aristócratas, en sus arterias corre sangre fría, azul como el cielo y helada como el río Neva.
¿Qué carajos es San Petersburgo? ¿Es acaso estas fábricas estoicas, estas torres industriales que veo en el horizonte? ¿O es la fastuosidad del Palacio de Invierno, el sonido de las balas de un Octubre lejano, la melodía que suena en los acordeones roídos de los músicos del metro que cantan canciones gitanas? Desde el apartamento de Katia, en el piso ocho de un edificio construido en la época soviética, miro el cielo de madrugada: luminoso. Miro el parque de la victoria, silencioso. Ya demolieron la antigua fábrica de ladrillos que durante la ocupación de Leningrado se convirtió en la incineradora de cadáveres, que quedaba del otro lado de la calle, ahí donde ahora pasa una señora con un periódico en la mano. San Petersburgo es un día largo, larguísimo. Es el día más largo que yo haya visto. Desde el momento en que pisé la estación de autobuses, hasta el momento en que escuché el último Ashtarozna, dviri sacravaltza (cuidado, las puertas van a cerrar) en el metro, no distinguí una sola estrella en el firmamento nocturno, por el simple hecho de que no hay firmamento nocturno. Lo que hay es una luz neblinosa, un estado de indecisión en el que el viento arremolina el polvo, los relojes se confunden y las noches pasan con la misma levedad de una siesta. Despierto a la mitad de la noche y es imposible saber que desperté a la mitad de la noche. Miro el reloj, y en cualquier otra parte del mundo juraría que está averiado, pero no lo está.
San Petersburgo no es esto: las siluetas de los edificios neoclásicos y los bloques modernistas, el calor de una flama que conmemora a los caídos de un diciembre de 1905 y donde a las 23:06 hrs. un homeless de shorts y sudadera aprovecha para calentarse las manos. Una pareja que va de la mano, avanza junto al río y luego cruza un puente desde donde, si le creemos a Dostoievski, sabemos que alguien, alguna vez, se tiró al agua y se dejó llevar por las corrientes buscando la gélida muerte.
Un niño que detiene a su abuelita para mirar una fila de patitos que nada tras su mamá pato, confundidos por las paredes de piedra. Dos personas contemplan, desde la cúpula de la cátedral de San Isaac (con el interior más fastuoso de entre las catedrales que he visto en toda mi vida, pienso), los ríos y los puentes que se abren, la ciudad que se desmorona, la ciudad que se renueva.
San Petersburgo: llevo días sin revisar la casilla de correo electrónico (ni que tuviera tiempo o ganas) y mi libreta sufre del abandono de una pluma que hace apenas unos días no dejaba de buscar sus páginas con avidez narcótica. Un día, dos días, tres, cuatro días. Me valen madre los números. Por las noches, conversaciones largas, gomitas sabor anís con forma de gato que me regaló Judith en Alemania y que rescato del fondo de mi mochila, llenas de polvo. Las masticamos.
San Petersburgo. El problema de la lengua. El problema de las lenguas. Dos lenguas, un código. Como si la oscuridad permitiera la recombinación. Un laberinto de cristal, transparente, pero de paredes incruzables, contra las que me estampo constantemente.
San Petersburgo no es el Hermitage: ese palacio de paredes cuarteadas e interminables obras menores de maestros mayores. Abundante Rembrandt, abundante Renoir, abundante Ruebens, abundante Rafaello. Hay Da Vinci, hay Goya, hay Greco, hay Velásquez, hay Matisse, hay Picasso, hay Gaugin. La parte de la escuela holandesa y flamenca está para caerse de culo. ¿Pero apoco esto es el antiguo Leningrdo?
San Petersburgo tampoco es: A las seis de la tarde el Hermitage cerró las puertas y la Columna de Alejandro (roja y de mármol) en el centro de la plaza culmina en lo que desde abajo parece un arcángel decapitado que sostiene en una cruz. No es la fortaleza de Pedro y Pablo, el agua sucia y olorosa que lame las costas con su malsana y gélida lengua. No es la Iglesia de Cristo Redentor en la sangre derramada, donde los fragmentos de la bomba que mató al Zar Alejandro II y las huellas de su sangre se han borrado bajo las inmensas cúpulas de colores y el asombroso interior de azulejo.
San Petersburgo tal vez sea algún puente, solitario. Un invierno, solitario. Una tumba sobre la que han crecido pastos verdes que absorben ansiosos la luz antes de la llegada del invierno. Una visa a punto de expirar, tiempo que se cuenta en minutos, no en días. Ciclos que no se completan, días a los que siento que no les llega el tiro de gracia expeditorio de la noche. Es un autobús tomado con prisa, a un lugar al que no sé por qué ni para qué voy (¿la apuesta de un mañana?).
Es un sueño que tal vez tenga matices de pesadilla; una ciudad que no sé si fue real, soñada, nocturna, diurna. Una ciudad que no sé si estaba habitada por humanos, por fantasmas, por ambos. Una ciudad donde no sé si estaba despierto o dormido. San Petersburgo es, después de cuatro noches en vela pasadas en las calles, en los puentes, sentado en un sillón junto a una ventana por la cual se observa el Parque de la Victoria (pensar que la mitad de la población de la ciudad fue incinerada en ese lugar) una ligerísima sensación de locura embriagante y secreta, sí, secreta, que me acompaña ahora como un sol en el cielo que nunca se apaga; un sol de medianoche visto desde una alcoba sin cortinas donde escapar de los secretos y el pasado resulta imposible. Y es en este momento, en el autobús con dirección a Narva, Estonia, que me doy cuenta de que un poco de Rusia me acompaña ahora. Un poco de Rusia me seguirá de ahora en adelante, de aquí a donde vaya. Como un recuerdo que se fusiona con el presente. Como una noche que se fusiona con el día. Como un ambiguo sol de medianoche que se niega a desaparecer a pesar de los suplicios de los insomnes.



Dos domos: la Catedral de San Isaac y la Astillería, vistos desde la columna de Alejandro



Museo del hermitage, ex-Palacio de Invierno, visto desde un puente






Columna de Alejandro




Testimonios de una inundación




Sol, 11:37 de la noche

martes, 1 de julio de 2008

Tren a Novgorod


(calentador de agua: una de las amenidades del tren en Rusia)




El plan A consistía en llegar a la plataforma, entrar al vagón, sentarme en mi butaca, leer un par de cuentos y quedarme dormido. A la mañana siguiente caminaría por Novgorod, la antigua capital de Rusia y sede tanto del más viejo Kremlin como de la primera iglesia con domo de cebolla del país, para luego viajar por la tarde a San Petersburgo. Pero el separador de libros de La alcoba dormida de Juan Villoro sigue en la misma página que ayer, y por el cansancio que siento en todo el cuerpo (no puedo sentarme por más de un par de minutos sin empezar a cabecear), sospecho que no he de haber dormido mucho.
Así que el plan A no funcionó. En Rusia el plan A siempre está sujeto a cambios. Nada funciona conforme a lo planeado, mucho menos si uno se adentra en la Rusia de los trenes. Porque viajar en tren en Rusia no es como viajar en tren en Alemania o en Francia. El silencio no es un valor primordial, y tampoco lo es la comodidad. ¿Dormir? Menos. Les recuerdo: Rusia es un país de diecisiete millones de kilómetros cuadrados. En Rusia hasta lo que está cerca está lejos, y lo que está lejos está lejísimos. Así que se tienen que tomar en serio esto de los trenes. Se han tenido que adaptar a las distancias, y los rusos ya son expertos. De lo contrario, qué pinche hueva cruzar un país de este tamaño. Así que cuando los rusos cantan en el tren, cantan en abundancia; cuando comen en el tren, comen en abundancia; cuando juegan cartas en el tren, lo hacen hasta que todos menos uno se quedaron sin fichas. Los chistes se cuentan hasta agotarse, y se bebe hasta que las botellas están vacías.
Es viernes por la noche y estoy por descubrir que viajar en tren en Rusia es un desmadre. El asiento es chicloso, plástico. Se me pega a la espalda en cuestión de segundos porque, dado que nadie apaga la calefacción a pesar de que es verano, transpiro como marrano. Voy en tercera clase porque al igual que en el resto del país, hay dos opciones: ser pobre o millonario. Mi boleto costó 450 rublos y la única otra opción era pagar 13,000 por viajar en primera, champán incluido.
Los pasajeros comen borscht (sopa de col morada), empanadas de papa y col; ríen y gritan gritos indescifrables. Soy el único extranjero y noto las miradas de extrañamiento. Me paseo por los pasillos y los asientos de metal amarilloso observándolos con afán antropológico. Más que un tren, la escena me recuerda a una reunión familiar. Risas, bulla, y relajo, sin importar la edad. No tardan en hacerme la plática un par de chicas que me preguntan de dónde soy. La respuesta incita exclamaciones y me doy cuenta de que es la primera vez en todo el viaje que siento que el hecho de que soy extranjero resulta motivo de celebración. Se supone que ese tipo de cosas ya no ocurrían en el mundo globalizado. Pero este tren no es precisamente representativo de una aldea global. A duras penas hablan inglés dos que tres personas, y con el resto de la gente me limito al lenguaje de las sonrisas. Beben cognac casero y no tardan en ofrecerme un vaso plástico lleno del aciago brebaje. Le doy un trago: sabor a madera. No sé ni cómo me lo voy a acabar. Somos cuatro: Andrei, un gordito de shorts, camisa de cuadros, gorra y chancletas, que no se levanta de su asiento y más bien se pasa el viaje entero engullendo vaso tras vaso de vino. Está también Vladímir, un fortachón que lleva una camiseta sin mangas y presume un cuerpo completamente depilado y bíceps del tamaño de una lata de piñas en conserva. Tiene dientes chatos, enormes pómulos eslavos, y carece de cuello. El conjunto podría decirse que resulta un tanto sicópata. Ambos tienen como 30 años y al principio lo único que me dicen es Samagón, Tequila. Tequila, Meksiko. Samagón is Tequila of Russia. Están también las dos chicas, Anna y Alexandra, que son las que hablan un poco de inglés y me ayudan a traducir. Alexandra me recuerda a un par de personas que conozco en México. Tiene pelo castaño, ojos cafés, piel muy blanca y mide unos pocos centímetros menos que yo. Anna, su amiga, es un poco más gordita y bajita, y tiene pelo rubio típicamente ruso.
Llevamos un rato tomando y me es imposible participar en la conversación. Los dos chicos se agarran esto como pretexto para el desmadre y me piden que repita unas frases en ruso. Nichi guya panimaye (no entiendo nada), y luego Ia ni juya ni panumaye (no entiendo ni verga), y estallan de la risa. Tomamos cognac y Vladímir sigue diciéndome cosas. Pido a Anna que me traduzca, pero no quiere. Me da mala espina la cosa, así que les digo que nos vayamos al espacio entre los dos vagones a fumar un cigarro. Que no fume es lo de menos. Lo que quiero es dejar solo al Vladímir. Anna se trae la caja de vino y seguimos la curda.
Menos de media hora después estoy rodeado como de ocho chicas y ya ando bastante briago. El cognac me lo tomo lentamente; en cambio, al vino no le hago fuchi y lo dejo caer directo y sin escalas hacia el fondo de mis entrañas. Resulta que todas las personas del vagón trabajan en la misma compañía como administrativos y vienen a Novgorod para unas vacaciones y un congreso. Son las dos de la mañana pero el sol aún alumbra desde un lugar distante. Este horario realmente altera la cabeza: uno está como si nada cuando menos hasta las once de la noche. Si no fuera por los relojes, uno podría perder la cuenta de los días pues la noche podría fácilmente confundirse con una nube. Los pasillos están llenos de gente: Meksikansky, meksikansky. Soy una puta celebridad.
Mi vaso nunca están vacío por menos de unos cuantos segundos. No entiendo, no me entienden. La confusión es babélica. El inglés de mis nuevas amigas es realmente malo. Me tratan de explicar pero sigue siendo indescifrable. Pasa algo con los rusos: los rusos no entienden que alguien no entienda el ruso. Si les dices que no lo hablas, simplemente te van a hablar más despacio. Si les dices que no hablas nada de ruso, simplemente te lo van a decir dos veces. Me repiten muchas cosas constantemente. Todos lo hacen. Pero el único idioma que hablo en este tren es el de las sonrisas y los vasos llenos, que son la verdadera lingua franca de la humanidad.
Todo va bien hasta que de pronto aparece Vladímir, más pedo que antes, quien viene a decirme cosas que por la forma en que suenan me percato de que no tienen nada de amistosas. Parece que se cansó de andar de pajero, tomando samagón con el Andrés mientras el mexicano concentraba el interés femenino. Nuevamente, nadie se ofrece a traducir la cadena de palabras que Vladímir me farfulla. Aparece otro chico que me pregunta si hablo portugués. Un milagro de dios. Se llama Alexei, tiene mi edad, y estudia para traductor. O ruso gosta do alcôol. Gosta ficar bêbado e pelear. Amanhã tudo fica bém, mas ele gosta, ainda com os colegas, pelear.
Vladímir empieza a decir (via Anna) que bebo como niño. Yo le digo que no estoy acostumbrado a tomar....Vladímir dice que bebes como niño, que por qué bebes como niño, insiste Anna. Se quiere tomar unas fotos conmigo. Las tomamos. Me dice que le de la mano. Eso hago, y me la aprieta como si de unas ramitas de madera secas se tratara. Vladímir dice que por qué no tomas cognac. ¿Acaso no lo respetas? Vladímir pregunta que si le tienes miedo. No le tengo miedo, le digo. ¿Por qué habré de tenerle miedo?
Vladmimir tiene los ojos semi abiertos y no está sonriendo. Pesa fácilmente el doble que yo y salvo que alguien me preste un machete o una ametralladora, no tendría forma de pelear con él y ganar. Anna: Vladimir quiere saber quién quieres que gane la Eurocopa, ¿España o Alemania?
Lo pienso un momento: los alemanes mataron millones de rusos en la guerra. Los españoles les ganaron 3-0 hace dos días. Supongo que hoy por hoy a Vladímir le caen peor los ibéricos. Digo que quiero que gane Alemania y el fortachón sicópata celebra.
Anna nos toma una foto. Después de la foto, Vladímir me pide que le de un puñetazo en el estómago. Eso hago y él ríe. Ya ves, todo bien, le digo. Vladímir se regresa al vagón y unos minutos después, cuando voy por mi sudadera a mi asiento, resulta que ya está dormido. Me quedo un rato más con Alexandra y un señor muy bajito que me pide que le enseñe los tatuajes. Se los enseño. Él me enseña los suyos: tiene la espalda repleta de diversos santos de la iconografía ortodoxa y una catedral de dos domos en el omóplato. Me repite la palabra Koluma, Koluma. Pero yo no sé qué significa eso. Ya después me enteraré que Koluma es cárcel.
A las 4 ya todos duermen. Yo sigo despierto, al igual que Alexandra. A estas alturas ambos estamos borrachos y después de un rato anda contándome que Russian woman have big heart, but Russian woman can only love one man. Me presume un anillo de oro alrededor de su dedo anular pero no se aleja, sino que nos quedamos viendo el paisaje. De no ser por la neblina que flota sobre el bosque y el lago, y que delata el poco tiempo que lleva el sol alumbrando, uno podría pensar que ya son lo que normalmente llamo las diez de la mañana. Disfrutamos el amanecer en el bosque, el sol que sale atrás de los infinitos pinos y bereza (ъереза, un árbol flaco, alto y blanco con rayas que abunda en el norte de Europa). Alexandra empieza a decirme cuánto se enorgullece de que el enorme paisaje de árboles interminables y sol nocturno sea su patria. Que para ella esto es Rusia. A mí también me parece un lugar hermoso.
Un par de horas después estamos en Novgorod y ahí me separo de los rusos. Me piden que me suba al autobús y haga el recorrido con ellos después de desayunar, pero prefiero estar solo un rato. Son las seis de la mañana y tengo una peda que cada minuto está más cerca de la resaca, remordimiento de conciencia, y en el estómago siento la inconfundible gestación amarga de la diarrea etílica. No hay nada abierto así que entro a la estación de tren, pregunto por el guardaequipajes: resulta que no abre sino hasta las 9, pero el de la estación de autobuses abre siete y media. Me dirijo hacia allá. Encuentro una fila de crudos y homeless que duermen en una banquita, así que me siento con ellos en la fila de la ignominia, coloco la mochila sobre el suelo frente a mí, reposo mi cabeza sobre ella (hacia adelante, como si quisiera besarme las rodillas) y duermo durante dos horas sin interrupción ni molestia. No entenderán inglés, pero si hay algo que los rusos entienden es lo que se siente estar crudo. Y te respetan.
Despierto, me levanto, voy al baño (en la cabina de junto hay una mujer. O como quien dice, el baño público de la estación de autobús de Novgorod es unisex: Rusia y sus sorpresas) y empiezo mi día. Compro mi boleto de autobús para las 18:30, y luego camino hacia el Kremlin. Día soleado, cielo azul: me siento frente a un monumento que celebra los mil años de Rusia, y que fue inaugurado a mediados del siglo XIX. Duermo, me despierta una señora, cabeceo, y durante pequeños lapsos de tiempo me olvido de la ciudad, del país, del planeta en donde estoy. De pronto escucho que un grupo de turistas se acercan. Volteo y reconozco a muchos de los que anoche estaban en el tren, que me saludan efusivamente. Pero de la personas con las que conversé anoche (uso ese verbo a falta de uno mejor) al único que ubico es a Vladímir. Lo veo de lejos, ondeando el brazo. Lo esucho gritar: ¡Eeeey, Meksikansky, meksikansky! Está sobrio y en sus ojos y sonrisa distingo una felicidad auténtica.




Peace and love



Exceso de confianza. Es culpa del Portvein.