viernes, 9 de marzo de 2007

Hielo



No sé dónde estoy. Lo he olvidado. Afuera hay una luz tenue, gris y silenciosa. Azotan ráfagas de viento que se cuelan entre la madera y percibo que llueve un poco. Un paisaje de planeta desconocido lo enmarca todo. Unos copos de nieve se desgastan entre el amarillo grisáceo de la tundra de altura. No reconozco nada. Siento que quizá nací otra vez. Sin recuerdos. Pero la sensación desaparece pronto, al igual que la nieve, que se va convirtiendo en puntitos blancos y aislados.
Adentro brilla un foco. Emite una frecuencia extraña, como la de un televisor en silencio. La luz y las cuatro paredes del refugio me hacen olvidar - o me esconden - la realidad inevitable. Es la realidad del viento y de un mundo del que hemos construido casas y paredes y techos para escapar. Un mundo que ocultamos porque nos recuerda que no somos más que mamíferos vulnerables al miedo y al frío. Aquí adentro me distraigo. Pienso en lo que hice por la mañana, en lo que hice ayer. Allá afuera, no hay más que el viento que requiere toda mi concentración para aguantar y superar. Es el viento espantoso que domina todo y dentro del cual este refugio no es más que un holograma. Una errata. Un error de programación dentro de un software infinitamente complejo y total. Y es ese viento el que me convierte en algo ajeno. Su música resuena de pronto en la ventana como golpes, y me demuestra lo distraído que estoy, encerrado entre cuatro paredes, calentando mis manos en una estufa. Accedo a lo inaccesible mediante lo que me es accesible, pues por naturaleza, todo esto debería ser inaccesible. La sensación de controlar el mundo desaparece cuando salgo un instante, siento el viento, y observo las montañas. Los senderos no son más que rasguños en la tierra en los que los áridos pastos han dejado de crecer temporalmente.



El espejo
Las paredes amarillas están surcadas por venas abultadas de humedad. El espejo, opaco y salpicado por el óxido, refleja mi cara que está más tiesa que de costumbre. Ha de ser el frío lo que la endurece, ese frío que sopla como fuego desde la ventana, arañando mi piel. Me observo con cautela en el azogue. Me da la impresión de que mis ojos están llenos de algún líquido espeso. Parecen de una profundidad como de lodo. Las pupilas flotan en ellos como dos óvalos de madera solitarios. La barba ha cubierto mi piel igual que un follaje. Ha crecido desde mis pómulos, espesándose a medida que se acerca a un contorno imaginario que sospecho es el contorno de mi gesto. Entiendo que el recuerdo de mi rostro ya no es el mismo que el que está oculto tras el follaje. Renuncio al reencuentro idéntico y acepto que el tiempo habrá transformado las cicatrices. No las habrá borrado, pero quizá tampoco se vean tanto. Habrá alguna nueva, y otra de la que no me acuerde (lo que viene a ser los mismo). Abro la llave del agua y la dejo fluir. No sale caliente, sino que con cada segundo parece irse congelando, como si aspirara a congelarlo todo: el lavabo, los pisos, y luego la tierra. Se clava en mis dedos como metal. Hace lo propio en el dorso de mi mano, en mi muñeca azulada. Enjuago el rastrillo en la escueta mezcla de jabón con agua helada, dejando que la espuma se adhiera como una babosa, y la coloco contra mi maxilar. Siento el metal como si me atravesara la piel y estuviese posado en mis encías. En ese preciso momento, corto. Una cicatriz nueva, roja y brillante. Una delgada línea de sangre que corre paralela a mi boca y parece una vertiente roja de ésta. Luego, me rasuro hasta que mi cara queda completamente deforestada de vello, y siento como si me reencontrara con un fantasma o un recuerdo inexacto. Mi boca se ha tornado frágil, mis pómulos parecen los de una persona que engorda. Me tardo un poco en reconocerme en el espejo manchado de óxido, pero es que no soy el mismo. Me resigno a esto y continúo caminando hasta llegar a la puerta, por la que salgo, camino al hielo que está aún muy lejos.


Crecimiento
El glaciar va creciendo. Lo siento descender del campo de hielo como un río compacto, como un río de piedras que avanza. Lo siento crecer como un animal prehistórico, como una vena de hielo sangrante que se coagula. Como una fobia o una pulsión oculta, algo axiomático y latente que de pronto se revela y es terrible y hermoso al mismo tiempo. Lo siento crecer y ocupar un sitio cada vez mayor dentro de la oscuridad que revelan mis ojos al cerrarse. Veo sus picos escarpados de diamante; siento su energía como la de un accidente justo antes de que ocurra, cuando ya es inevitable. En la oscuridad se refleja su azul de espada punzante que se clava en mí y se encaja hasta en mi carne. Es hora de que nuestros rostros cambiados se encuentren.

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Entre los delgados árboles y el pasto amarillo se asoma, colosal. Me recuerda a una gran garganta, o a una pesadilla hecha de recuerdos gratos que se confunden. Siento que el hielo me quema los ojos, y que me pone a temblar. Parece atravesado por membranas y ligamentos, como un corte de carne azul. Su superficie es a veces como de rascacielos visto desde arriba, y en otras ocasiones es como una plasta de yeso desgastada. De todas formas, no puedo dejar de observar. No es exactamente como lo recordaba, pero tampoco es distinto. De él emanan sonidos como de mar, como de tormenta. Escucho truenos y gargantas de gigantes furiosos, trozos inconmensurables de hielo lanzados al vacío como si fueran meras gotas de saliva. El Glaciar se desmorona frente a mí. Su fachada se va cayendo, mostrando sus capas internas y antaño desconocidas. Y pienso que sigue siendo el mismo. Sigue siendo y seguirá siendo El Glaciar. Sus cambios son lentos, tormentosos, permanentes. Crece, se desborda, se contrae, se derrite, y explota. Pero en el fondo, sigue siendo el mismo. Escucho los ríos que fluyen dentro de él como un sistema digestivo o una máquina de truenos. A lo lejos las montañas nevadas lo alimentan. Pierde y olvida lo que fue su fachada pero la nieve y el hielo nuevos lo regeneran, lo empujan hasta que explota, se debilita, y se recupera. Y es un ciclo eterno. Me acerco al lago para verlo de cerca. El sol brilla sobre nosotros y percibo que se repite. Me doy cuenta de que me ocurre lo mismo, pero más rápido. No puedo acercarme demasiado, porque flota un poco lejos, sobre el lago helado. De todas formas, es hermoso ver algo que se muere y nace a la vez, como la memoria. Observar la parte visible de lo eterno. Así que observo, con los ojos fijos en el caparazón blanco de este animal acuático me acerco al agua, tan siquiera para tocar lo que ha desgastado y absorbido. No siento nada abrumador. Únicamente que, cuando meto los dedos al espejo de agua helada que resplandece como aluminio, veo mi rostro reflejado fugazmente en el ripio líquido del oleaje y me doy cuenta de que, a pesar de estar en pedazos, ya no me parece tan desconocido.

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