Magallanes y la Tierra del Fuego
Encuentros perturbadores
los mexicanos
Llegamos al estrecho un día de sol, un día en el que el viento ni se asomaba por las costas de la ciudad más austral de la américa continental. Al contrario, brillaba un sol intenso y hacía hasta un dejo de calor. Nada normal para esta época del año, nos dijo la señora del hostal. Caminamos por los museos y por el centro. Avenidas limpias y calles ordenadas. Hacia las afueras de la ciudad había bodegas y una universidad que se veía en buen estado. Se respiraba prosperidad en este rinconcito del fin del mundo. El estrecho lamía perpetuamente las costas con sus lengua café, turbia, y dócil. Caminamos un rato por la costa. Naufragios, restos de moluscos, y algunas piedras coloradas decoraban las orillas. El estrecho de Magallanes, tan legendariamente malvado e implacabke, amaneció más manso que un gatito esta mañana. Un día extraño acá. Eso y que escuchè a unas señoras hablando con acento mexicano en el museo. ¿Habrán sido mexicanas?, le preguntè a Enrique. No nos hemos topado a ningún mexicano, salvo en Villa la Angostura, un tipo que venía en moto e iba a Ushuaia. Y caminamos al mirador y observábamos de ahí la ciudad, cuando de pronto se baja una familia de un taxi. Eran todos turistas. Los dos hijos estarían rayando los 30 años, y los señores, los setenta. De pronto, me piden una foto y noto un acento extraño. Les tomo la foto. Le pregunto que de dónde son. De México. Lo supuse. Se despidieron, nos deseamos buen viaje mutuamente, y reflexionè unos segundos sobre la escena que acababa de ocurrir y sus posibilidades de repetirse: dos grupos de mexicanos se encuentran en un mirador de la ciudad de Punta Arenas, Chile y son las únicas personas ahí. Y uno de ellos le toma una foto a los otros, una tarde de marzo en la que hace un poco de calor, no hay ni un poco de viento, y el estrecho de Magallanes está más tranquilo que una alberca. No creo que vuelva a suceder en mucho, mucho tiempo.
Finisterre (55 grados sur)
Tenía ojos oscuros y una sonrisa amistosa permanente. Me miraba con curiosidad, pero nunca lo hizo con displicencia. Era regordeta y usaba mcuhas capas de ropa; tantas, que parecía más corpulenta que de lo que era en realidad. Esa noche, en un pub irlandés localizado en la ciudad de Ushuaia, Melanie, maestra de primaria en Melbourne y aficionada a los viajes, y un par de mexicanos que llegaron un poco más al sur que de costumbre, intentaron mantener una conversaciòn que por esas razones que se relacionan con la interconexión de los asuntos más trascendentales, tocó el tema de la muerte y el amor. Resulta que ella estuvo casada de los 16 hasta los 24 con un tipo que la dejó para hacer una caminata desde Noruega hasta Tel-Aviv. El plan era ambicioso hasta más no poder: lo haría en el transcurso de cinco años, durante los cuales dormiría junto a la carretera y comería lo que le regalasen, como un santo. A los tres meses, sin embargo, el tipo se rindió, pero él y Melanie no se volvieron a ver. Con el tiempo, también se fueron olvidando. "Hace años que no
pensaba en él", me confesó. "Hace cuánto tiempo", preguntè. Y ella, sin dejar jamás de sonreír, me respondió: "Fue algo que pasó. Hace mucho".
Ya en la avenida, el viento soplaba como si estuvièsemos en pleno invierno. Pleno invierno en la ciudad de Mèxico. Acá es apenas una brisita. Así que entre que evitábamos que intentara hacer carretillas sobre la avenida que subía hacia el bosque, y entre que nos reíamos de chistes malos, me entró una extraña sensación que quisá venía impregnada en el viento y que activa un reloj dentro de mì. Pienso que si el tiempo el hizo lo que le hizo a un matrimonio de nueve años, qué no le hará a un viaje de tres meses. Un viaje, en el que, sin embargo, ha habido momentos que no quisiera olvidar nunca. Que quisiera volver a vivir, una y otra vez. A los que me aferro como un gato a la cortina. Pienso en las distancias recorridas en la carretera y el agua, los kilómetros caminados por ciudades, playas, bosques, nieve, estepa y costas. Y los imagino reducièndose, disolvièndose poco a poco hasta quedar reducidos a un punto, a una cartografía mental que podría bien ser una lìnea que une dos puntos en un mapa colgado en la pared del fondo de la memoria, sin una relación con la distancia real (una escala temporal y no mètrica, pues el presente es la ùnica que es 1:1). Y nada. Pienso todo eso durante el transcurso del dìa siguiente. Mientras caminamos por la ciudad y las casas de madera destartaladas, erguidas sobre esta tierra de fuego que no quema sino que parece enfriarme, detenerme, hacerme voltear hacia atrás, hacia ese norte que a lo lejos parece estar en el punto màs alto de una escalera por la que llevo años bajando. En la bahía hay un barco que acaba de zarpar. Al fondo, se extiende el sur que es de agua. No hay otra dirección màs. Se acaba el contienente, el viaje, el mundo. Se acaban las carreteras y las ilusiones y los lugares imaginarios. El sur extremo no es más que estas calles manchadas de hielo, y las hojas áureas del otoño. Y no pasa nada màs. Pienso. Pienso. Pienso. Atrás de mi, los andes se acaban. Se fusionan con el mar a mi izquierda. Quedan sólo unos trozos de hielo respirando sobre la cima. Así que comienzo a caminar hacia ellos. Atravieso primero la avenida, alejándome del olor salino del mar. Corro entre los autos, entre las calles lodosas entre las que deambulan turistas. Corro hasta la ùltima calle y giro a la izquierda, hasta llegar a la carretera que sube onduleante por el bosque. El cielo está azul esta mañana; se observa la bahía como un charco en el fondo del paisaje. Las lengas parecen incendiadas por los primeros besos flamígeros del otoño y yo no dejo de subir. Sigo hasta la base de la montañas. Atrás de mí ha quedado el canal de Beagle y el mar. El barco que hace un rato quedaba cerca se aleja ahora rápidamente. Yo también me alejo, pienso. Me alejo hasta el hielo. Sigo por la tierra hasta que llego a un valle de piedras. Atravieso un par de colinas y de pronto aparece. Es un gran hielo, hermoso. El cielo resplandece y la nieve está dura, está congelada como una piedra. El bosque sube y lo arropa todo. Me quedo parado en el punto en el que el glaciar, la tierra, y el cielo se juntan. Y pienso que en tres horas he recorrido el mar, la montaña, la selva, y la miseria. Quizà, a fin de cuentas, Ushuaia sí sea una analogía latinoamericana. A fin de cuentas. Final de algo. No puedo dejar de pensar en el final. Ni el movimeinto, ni los viajes son para siempre. El sur se acaba y se convierte en el norte. ¿O lo hace? El barco se va alejando, y no lo hace hacia el norte. Se aleja con indiferencia, como si supiera que
le tengo envidia. Como una voz que se extingue hacia un mar que da la impresión de ser el borde de una cascada pero que en realidad desemboca en un continente de hielo. Y lo observo, aquí, desde el hielo, desde donde se observa todo. Lo observo continuar hasta el sur hasta quedar reducido a un puntito negro que no termina de desaparecer del contorno de la tierra. Y no me queda claro, si esto es el fin, si es el principio, o si es todo al mismo tiempo.