martes, 13 de febrero de 2007

Dos inmersiones




Inmersión

Camino hacia el agua, acercándome lentamente entre los árboles esperando descubrir el lago como si fuera otro país u otro planeta. Sus pequeñas olas humedecen las grises y lisas rocas de la playa con delicadas caricias, y la sensación de la distancia se apodera de mí hasta convertirse en algo que resuena en mi interior, y no sólo algo que podría dilucidar en un mapa. Como si de pronto, pienso, me hubieran dado la noticia de que el resto del mundo se evaporó. Unos cuantos pinos y troncos podridos flotan sobre el agua como oscuras nubes sobre un cielo invertido, y se escucha el tenue ulular musical del viento. Pero fuera de eso, reina un silencio que, a pesar de no ser absoluto, impone su vacuidad.
Me quito la ropa y la dejo a la orilla del lago. Las heladas aguas surten un efecto de calambre sobre los dedos de mis pies, que de inmediato se encogen. De cualquier forma, el sol me quema los hombros y la espalda con tal potencia que hacen del chapuzón algo posible, incluso deseable. Así que me armo de valor, cierro los ojos, aprieto los puños, contraigo las fosas nasales y la garganta para no respirar, y salto. Tan pronto entro al agua, siento como si hubiera roto algo. Una ventana, quizá una puerta. Las gélidas aguas se clavan en mi piel como miles de pequeñas agujas, pero más que dolor, lo que siento es un goce, algo que en ese momento pienso se ha de parecer a lo que sienten los faquires y que poco se parece al placer. Abro los ojos y, por debajo del agua vislumbro un mundo verdoso y azul de figuras alargadas que se dibujan como una acuarela de hielo. Sus colores plácidos me llenan inmediatamente de tranquilidad, y a pesar de que mis brazos y piernas se entumecen, floto lentamente durante algunos instantes, con los ojos bien abiertos, y con el cuerpo relajado. Exhalo las burbujas de aire alojadas en mis pulmones, y poco a poco, mi cuerpo se comienza a endurecer. Mi corazón late de prisa, batiendo contra mis tímpanos con la fuerza de un tambor. Puedo sentir mis pulmones contraídos y trémulos como dos tormentas y, de un momento a otro, un dolor terrible, como de dos puñetazos simultáneos, atraviesa mis sienes.
Entonces, floto rápidamente hacia donde se ve la luz, hacia la superficie, que a pesar de estar a pocos metros, me da en ese momento la impresión de estar más lejos que la mayoría de las cosas del mundo. Cuando llego, empujado por mi propia inercia, saco la cabeza y respiro una buena bocanada de aire. Otra bocanada de aire. Otra bocanada de aire. Todo es real. Nado lentamente hacia la orilla. Las ondas en el lago forman anillos que se extienden como impulsados por los latidos de una música imperceptible y oculta. A lo lejos, las caóticas montañas cubiertas de nieve y los incontables árboles que llegan más allá de la frontera con Chile componen el paisaje. Alguna nube errante cubre de un momento a otro el sol. Extiendo mis ropas sobre las lisas rocas y me acuesto sobre ellas. Siento que algo se ha reordenado dentro de mí: quizá sea que la lógica de la distancia se ha alterado, o tal vez una parte se hundió en las aguas del lago. No lo sé a ciencia cierta. Mejor cierro los ojos, que están fríos, y me quedo quieto hasta que me termina de secar el calor de la luz solar.

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Sueño




Los colores son infinitos pero definidos. Las gamas se multiplican y los colores nunca terminan. Son infinitos como palabras; e incluso rebasan éstas y entran en el terreno de lo matemático. Todos los colores del espectro y más. El espectro es esto. Hacia donde voltee, el mismo lago me hace pensar en los colores como dentro de categorías por demás ambiguas. Azul, rojo, amarillo, verde, gris, y azul, son apenas sobresimplificaciones de fenómenos interminables que dan cuenta de un vocabulario limitado. Los colores los inventa alguien más, que tiene la creatividad inagotable para no hacer dos cosas iguales; que no repite palabras porque no hay dos cosas iguales.
Eso pasa con el Río Frías, pienso, a la vez que observo su trayectoria que desemboca en el brazo Blest del lago Nahuel Huapi. Escapa la comodidad de la clasificación. No sé si es verde, gris, amarillo, café. Depende de la luz, de la altura, de la hora del día. Es como lo veo y como lo veo es, pero no exactamente. Subo y parece hecho de algas, pero de cerca parece cenizas.
Toco el agua, con la punta de los dedos, y ésta se mueve como si fuese leche o jugo de pistache. Me impulso hacia adelante y entro en ella de la misma manera en que uno se deja llevar por el dormitar cuando está cansado. Nado con una facilidad que me asombra. Esperaba que fuese más espeso, que las brazadas costaran más trabajo, como cuando uno se mueve en un sueño. Nado un poco, y la corriente me abraza. Tampoco la siento tan fría. ¿Estará en realidad ocurriendo todo esto? Me impulsa suavemente, hipnotizándome como una música tranquila o como la niebla. Me sumerjo y abajo todo es blanco. Blanquísimo, como la muerte. Parece agua llena de fantasmas. Empiezo a sentir piquetes en los brazos aunados a una somnolencia que va creciendo como una música que se acerca, o la sutil marea a finales de la tarde. Nado a la costa y me detengo de un tronco caído, cubierto de musgo negro, y salgo. De mi cuerpo escurre agua y de pronto es como si me despertara de un sueño helado. Siento calambres en los brazos, igual que si me hubiera dormido sobre ellos. A lo lejos, se escuchan aves cantando melodías que no parecen del todo lógicas, o parecen de pronto erráticas, producto de una imaginación fuera de control. Observo nuevamente el río lechoso, fluyendo, y me siento tentado a regresar, pero me resisto. No por razones lógicas, sino por algo más inexplicable. Algo que tiene que ver con el color del agua, que de pronto se ha vuelto más brillante. A pesar de mis pies manchados por la tierra lodosa y las hojas, me pongo los zapatos y continúo por el camino que bordea el río, hasta llegar al lago. Es hora de despertar. Pienso que debe ser uno de esos sueños que uno sueña que despierta. Pero no. Nunca despierto.

1 comentario:

Julie dijo...

god....that looks heavenly :)