miércoles, 28 de febrero de 2007

Fotos 3

Algunas fotos de los lugares sobre los que no he tenido tiempo de escribir en este blog.





Aguas transparentes del Río Espejo Chico, Neuquén




Reflejo, Lago Falkner, Neuquén



Cabaña de Walt Disney en el bosque de arrayanes más grande del mundo, Neuquén



Muelle destartalado, Nahuel Huapi, Neuquén



Lago Nahuel Huapi, visto desde el Cerro Bayo, Neuquén




Laguna Patagua, Parque Nacional Nahuel Huapi, Neuquén



Puente camino al Cajón del azul, Rio Negro




Cajón del azul, Rio Negro



Arcoiris, El Bolson (pueblo), Rio Negro



Letrero, estepa, y mar. Comodoro Rivadavia, Chubut



Cerro Torrecillas y glaciar, Lago Menéndez, Chubut



Río Arrayanes, Parque Nacional los Alerces, Chubut



Flores camino al Lago Lezama, Chubut




Cabaña de Butch Cassidy cerca de El Blanco, Chubut

martes, 27 de febrero de 2007

patagonia amarilla (Cholila, los alerces, y Esquel)




El verde llega a su fin. Lo reemplaza una gama de colores opacos. Pasto color de sangre seca que brota entre esos árboles que parecen irse encorvando en la medida que nos acercamos al sur ventoso. Además de éstos, interminables y anónimos matorrales enanos son lo único que se extiende, como un tapiz desgastado, sobre el suelo patagónico. De ellos surge algo que me llena de una sensación inhóspita, como de cementerio. Sé que los arroyos se convertirán en riachuelos, y que las lengas, tan frondosas y altas, se irán achicando hasta que las reemplace el pasto insípido. El autobús asciende por un monte, y miro hacia atrás: más allá de la carretera, en los límites del horizonte, se logran vislumbrar unos rayones azules que supongo son los brazos profundos del lago Nahuel Huapi, en la Patagonia turística.
En cuestión de pocas horas, conforme rebasemos la frontera de Río Negro y nos adentremos en la provincia de Chubut por la ruta secundaria, poco será lo que quede de esa comercialización. La carretera por la que avanzamos desciende ahora hacia un valle, y de ahí los picos de la cordillera parecen una colección de huesos fisurados que irrumpen de la carne; en sus laderas, no tan cerca de la nieve, el color de los cipreses pronuncia el próximo otoño, llenando las montañas de sus espesas hojas que a lo lejos se confunden, se entretejen, formando lo que parece una gran cobija escarlata.

--

Ceniza

El autobús se acerca a lo que será la zona del Parque Nacional Los Alerces. Lejos de los lagos y de los ríos que prometen la exhuberancia de la cordillera, lo que hay es un desierto mugroso, de color grisáceo. Lo atraviesan ocasionales franjas de un amarillo brillante que en mi guía de plantas viene con el nombre corriente de coirón. Ese pasto de tono sediento es la única planta que aparece constante por aquí. Es como si una lluvia de ceniza hubiera caído sobre todo. Pero no hay volcanes cerca.
Hago como si pudiera ver el mar que queda a casi mil kilómetros. Me convenzo por algunos instantes de haberlo divisado. Continúo pensándolo un tiempo, hasta que recapacito intencionalmente. Sé perfectamente que es imposible divisar el Atlántico desde aquí. Todos lo saben. Así que mejor observo en silencio cómo atravieso lo anónimo, lo interminable. De aquí al fin del horizonte no hay nada más que este paisaje paralizado. Eso, y el sonido de hojalata golpeada por las piedras que se azotan contra la carrocería del autobús.



24-02-07

***



Olvido

Olvidaré el color de tus ojos
las formas exactas de las piedras
la temperatura perfecta del viento
el calor arropador del sol.

Olvidaré la sensación de tus labios
los fractales cristalinos en el agua
el canto estridente de los patos
el rojo de las cumbres y la sangre.

Olvidaré que tus manos fueron mías
que las ramas crujen cuando las piso
que en febrero las piedras huelen a ocre
que las mariposas aletean como semillas.

Olvidaré incluso estas palabras
y cuando no tenga a quien contarle
olvidaré todo mi pasado
y el tiempo terminará por olvidarme
de la misma manera que termina con todo.


***

Arena

¿Mis pasos perturbaràn
los pasos de la arena?
¿La confundirán siendo que
es en sí
confusa?

¿Será que al no ser pisada
tiene un orden
que debo preservar?

Pues mis botas marcan pasos
iguales
simétricos
sobre la asimetría de las piedras y el caos.

Y no me responden
sólo el vieno
y el agua
que se acercan [imperceptibles].

Durante la noche
hundirán mi rastro
como un naufragio.

(Lo sepulta igual que la memoria
sepulta
los detalles).


***



(foto de un poser de Bruce Chatwin sonriendo por un episodio de auto-stop patagónico exitoso)



Todo tiene un ligero tufillo –e incluso sabor– al dulce polvo de las carreteras, pero también al polvo que se acumula sobre las cosas abandonadas. Sólo el matién, ese árbol estoico y solitario, ve cambiar la estepa rubia que el viento arrastra como cabellos que jamás arranca. Desde la ventana, y hasta el Atlántico, no hay más que la inmensa e inconmensurable tristeza amarilla de la Patagonia. Y es justamente ese amarillo –que va del color del polvo, al del sol, al de la luz, al del pasto– lo que distingue esta Patagonia de la que va más al norte, cerca del Nahuel Huapi y los lagos azules. Mientras que ésa es una tierra apta para la jubilación, una Patagonia para toda la familia, la de acá es la Patagonia del exilio, la de los hombres que asumen su tristeza y la cabalgan con estoicismo solitario, igual que un gaucho que se pierde en el horizonte de la tarde.
Y así me imagino que se ve el bus en el que me alejo: un punto que se pierde en el horizonte, que se disuelve en el desierto amarillo igual que una ilusión óptica tras un parpadeo.

miércoles, 21 de febrero de 2007

dos poemas

Goce

En mi goce
veo mi muerte
como observo
un despeñadero,
una montaña tormentosa,
o un lago
gélido.

En mi goce
está mi carne
mis ojos
mi sangre
frágil.

Y sospecho
que el goce no es tan mío;
(es prestado).
Pertenece
a las edades de la vida
y a todo lo que existe.

Alguien escribió
el goce dentro de mí.
Cuando lo pronuncia
me pronuncia
y sólo tiemblo.

***

Estrella fugaz

Las estrellas fugaces no son
esos granos de arena
incandescentes
que parecen rayar el cielo como las chispas de un cincel,
sino nosotros
que no duramos ni el tiempo que tarda
la luz de todas las demás
en brillar en el cielo cercano.

jueves, 15 de febrero de 2007

tres deseos

1- Quiero comer cerezas (texto redactado originalmente en un e-mail)




Ayer tenìa antojo de comer cerezas, mi fruta favorita. Como bien saben, en Mèxico la cereza no es la fruta màs barata, por lo que es rar(ìsim)a la ocasiòn en la que llego a comerla. Sin embargo, la vez pasada que estuve por aquì y por el sur de Chile, comì muchas, muchas cerezas. Fue parte importante del viaje eso, pues hubo una semana entera en la que fue lo que màs comì, y mis recuerdos de los lagos y pastizales del sur estàn inevitablemente marcados por el dulce sabor a cereza. Por ello, cuado pasè por una fruterìa ayer se imaginarán mi decepciòn al descubrir que no habìa ya cerezas en Bariloche. Desafortunadamente, la temporada pasò, me dijeron. Asì que me conformè con unas fresas. Bueno, el caso es que hoy iba con E., caminando de regreso de un punto en el que dos lagos se juntaban, cuando, de pronto, me encontrè una cereza en el suelo. Pensè, de manera un tanto ingenua (y un tanto urbana), "algùn turista la tirò por la ventana de su auto". Y continuè. No pasaron ni veinte metros cuando, junto a la carretera, por las alturas, observè unas frutas rojas que colgaban de un àrbol como adornos. Me acerquè, y me di cuenta que, un poco escondido, hacia el bosque, habìa un àrbol de unos veinte metros, y otros tantos màs pequeños, repletos todos de cerezas maduras. Asì que me subì al àrbol más cercano y accesible, y pasè una media hora arrancando las frutas y pasàndoselas a Enrique. Nos hemos pasado el dìa entero comièndolas, y la verdad estàn deliciosas.


2. Quiero que alguien me recoja para no caminar bajo por el bosque siendo tarde y frío en menos de treinta segundos aunque eso sea estadísticamente menos probable que atinarle al melate

A E. le pasò algo extraño. Él se jacta de ser ateo y cientìfico, y el otro dìa, ìbamos caminando por la carretera, de noche. Habíamos pasado el dìa entero recorriendo el Parque Municipal llao llao, nadando en lagos helados, platicando con gente, y sentàndonos al borde de barrancos para observar los grandes valles patagònicos cuando se nos hizo un poco tarde y quedamos varados en el entronque de la carretera que va hacia Bariloche y/o Colonia Suiza. De hecho, habìan pasado ya dos horas que ìbamos pidiendo ride y nadie nos lo daba, pero nos habìan asegurado que en el entronque al que llegamos pasaba el bus. Pero en dos horas no habìa pasado nadie: sòlo ocho carros, que nos ignoraron, y un poli en una moto, que se parò ante nuestra insistencia y nos dijo que no habìa transporte. Era escaso entre semana, y esta vez era domingo de noche. Asì que nos resignamos y continuamos caminando. Hacìa frìo y de pronto dimos con una fàbrica de cerveza artesanal. Decidimos entrar, pues habìa un letrero que indicaba que cerraban a las 23:30. Ya eran las 23:00. Nos detuvimos, decidimos relajarnos un poco. Hacìa hambre y con el estòmago vacìo enfrentarse al bosque està de locos. Comimos una pizza entre los dos, nos tomamos una cerveza artesanal cada uno y salimos como a las 11:15. Quedaban 8 kilòmetros de camino, y la cerveza y el calor del lugar nos habìan hecho bajar la guardia. Salir a la intemperie fue como un uppercut a la quijada en ese instante. Y en eso, que E. abre la boca. Llevàbamos unos treinta segundos de haber salido a la carretera, apenas comenzaban a crujir las primeras piedras de la carretera bajo nuestros pies cuando dice: "Si en el siguiente minuto pasa un auto y nos lleva, es que dios existe." Estàbamos, comprenderàn, hechos pedazos. Habìamos andado ya como 20 km ese dìa, y si nadie nos habìa recogido en cuatro horas, era improbabilìsimo que lo hicieran en ese momento. Pero no tardò ni 30 segundos en aparecer una luz, y de pronto, vimos que venìa el autobùs, el mismo que se suponìa que no pasaba ya.

3. ¡Quiero ver nieve!

"I dreamt that I woke up. It's the oldest dream in the book and I just had it. I dreamt that I woke up." - Julian Barnes




Una de las cosas, que secretamente me habìan ocasionado cierta decepciòn en este viaje a la Patagonia verde era la falta de nieve. En el viaje pasado que habìa hecho a estos rumbos figuraban las cordilleras repletas de nieve, mientras que en esta ocasiòn eran apenas unos cuantos manchones blancos sobre sus coronas cafès. Pero procurè no desilusionarme mucho. Siendo oriundo de la Ciudad de Mèxico, donde los glaciares de los volcanes se derriten cada año un poco màs y las escuetas nevadas del Ajusco surten apenas un efecto como de limosna sobre mi aficiòn al hielo, era inevitable estar un poco decepcionado. Pero decidì ver las cosas por el lado positivo: por lo menos el clima era bueno, y se podìa nadar. Pero a partir de ayer, mièrcoles 14, ese era pasò a fue, pues comenzaron las lluvias, y comenzaron en serio. El dìa de los enamorados me la pasè resguardàndome bajo un impermeable. Intentamos comer lunch frente a un lago pero el implacable viento casi manda a volar las aceitunas y el pan. Nadar en la cascada de Inacayal podrìa haber devenido en pulmonìa, asì que sòlo la observamos. El lago desde el mirador Belaverde era hermoso y radiante, pero se veìa agrisado por las nubes. Y la lluvia no parò por la tarde, ni por la noche. Me acostè temprano, pensando que el dìa siguiente seguramente habrìa buen clima como para ir a la penìnsula de los arrayanes. Sin embargo, varias veces, durante la noche, me despertè y escuchaba la lluvia caer. Y caer. Y caer. Y a la mañana siguiente, no parecìa tener fin. Asì que me resignè a pasar el dìa en el hostal (que tiene calefacciòn), leyendo a Chatwin y escribiendo algùn post, cuando de pronto, decidì salir a la calle, y fue cuando lo vi: todas las montañas alrededor de la ciudad cubiertas de nieve. Y no sòlo las cumbres, sino que los àrboles a media montaña parecìan espolvoreados por azucar glass. Y ahì fue cuando despertè. Despertè en mi cama, la litera de arriba. El cuarto estaba oscuro y los demàs dormìan. Afuera brillaba un gris intenso. Me puse los jeans, y los zapatos y bajè a desayunar tranquilamente. Todos andaban decepcionados pues continuaba lloviendo y las excursiones serìan complicadas. Escuchaban el horòscopo, que en la parte de Tauro hablaba de una luna alineada a mi signo zodiacal que, segùn, me iba a llenar de ganas de hacer muchas cosas, ademàs de que recibirìa un regalo inesperado. Terminè de desayunar y conversè un rato con otros mochileros argentinos y uno de Polonia, y recordè que tenìa que comprar un impermeable. Asì que fui por mi suèter y mis botas, y salì. Y ahì fue cuando lo vi. Los cerros nevados, casi como una ilusiòn. Y no me despertè, sino que fui a despertar a E., y buscamos la forma màs pronta de llegar al Cerro Bayo. Le preguntè de paso a la chica del hostal sobre què tan comùn era una nevada a mediados del verano. Nada comùn, me dijo. Tomamos un bus hasta el camino que va al cerro, y luego comenzamos a andar los seis kilòmetros pero al poco tiempo nos dieron ride. Tomamos la aerosilla de la base hasta los 1,500 metros y ahì todo era blanco y profundo. Encontramos un sendero por el que no habìa pisado nadie y caminamos entre los àrboles. Todo era blanco, y una ligera nevada caìa sobre nosotros. Apareciò una liebre, que saltaba, rozando ligeramente la nieve, casi flotando. Un aguila de pico amarillo sobrevolaba y luego se posaba en una rama. Pasamos el dìa entero ahì, y por la tarde descendimos desde la cumbre por un sendero que nos llevò desde la nieve y suave profunda hasta la tierra dura, con una vista de la cordillera nevada a lo lejos. No lo podìa creer. La luz iluminaba de una forma casi irreal, como la de los screensavers del departamento de computadoras de Liverpool. No era la vida a la que estoy acostumbrado. Por la noche, de vuelta en el hostal, intento dormir. Cierro los ojos y veo los copos descendiendo como astillas de vidrio. Siento mis pasos como si entraran en la nieve espumosa, y escucho el sonido, que es como un ligero raspòn. Y por màs que lo intento, simplemente no lo logro. Dormir es imposible esta noche. Me resigno y comienzo a escribir este texto.



16-02-07

martes, 13 de febrero de 2007

Dos inmersiones




Inmersión

Camino hacia el agua, acercándome lentamente entre los árboles esperando descubrir el lago como si fuera otro país u otro planeta. Sus pequeñas olas humedecen las grises y lisas rocas de la playa con delicadas caricias, y la sensación de la distancia se apodera de mí hasta convertirse en algo que resuena en mi interior, y no sólo algo que podría dilucidar en un mapa. Como si de pronto, pienso, me hubieran dado la noticia de que el resto del mundo se evaporó. Unos cuantos pinos y troncos podridos flotan sobre el agua como oscuras nubes sobre un cielo invertido, y se escucha el tenue ulular musical del viento. Pero fuera de eso, reina un silencio que, a pesar de no ser absoluto, impone su vacuidad.
Me quito la ropa y la dejo a la orilla del lago. Las heladas aguas surten un efecto de calambre sobre los dedos de mis pies, que de inmediato se encogen. De cualquier forma, el sol me quema los hombros y la espalda con tal potencia que hacen del chapuzón algo posible, incluso deseable. Así que me armo de valor, cierro los ojos, aprieto los puños, contraigo las fosas nasales y la garganta para no respirar, y salto. Tan pronto entro al agua, siento como si hubiera roto algo. Una ventana, quizá una puerta. Las gélidas aguas se clavan en mi piel como miles de pequeñas agujas, pero más que dolor, lo que siento es un goce, algo que en ese momento pienso se ha de parecer a lo que sienten los faquires y que poco se parece al placer. Abro los ojos y, por debajo del agua vislumbro un mundo verdoso y azul de figuras alargadas que se dibujan como una acuarela de hielo. Sus colores plácidos me llenan inmediatamente de tranquilidad, y a pesar de que mis brazos y piernas se entumecen, floto lentamente durante algunos instantes, con los ojos bien abiertos, y con el cuerpo relajado. Exhalo las burbujas de aire alojadas en mis pulmones, y poco a poco, mi cuerpo se comienza a endurecer. Mi corazón late de prisa, batiendo contra mis tímpanos con la fuerza de un tambor. Puedo sentir mis pulmones contraídos y trémulos como dos tormentas y, de un momento a otro, un dolor terrible, como de dos puñetazos simultáneos, atraviesa mis sienes.
Entonces, floto rápidamente hacia donde se ve la luz, hacia la superficie, que a pesar de estar a pocos metros, me da en ese momento la impresión de estar más lejos que la mayoría de las cosas del mundo. Cuando llego, empujado por mi propia inercia, saco la cabeza y respiro una buena bocanada de aire. Otra bocanada de aire. Otra bocanada de aire. Todo es real. Nado lentamente hacia la orilla. Las ondas en el lago forman anillos que se extienden como impulsados por los latidos de una música imperceptible y oculta. A lo lejos, las caóticas montañas cubiertas de nieve y los incontables árboles que llegan más allá de la frontera con Chile componen el paisaje. Alguna nube errante cubre de un momento a otro el sol. Extiendo mis ropas sobre las lisas rocas y me acuesto sobre ellas. Siento que algo se ha reordenado dentro de mí: quizá sea que la lógica de la distancia se ha alterado, o tal vez una parte se hundió en las aguas del lago. No lo sé a ciencia cierta. Mejor cierro los ojos, que están fríos, y me quedo quieto hasta que me termina de secar el calor de la luz solar.

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Sueño




Los colores son infinitos pero definidos. Las gamas se multiplican y los colores nunca terminan. Son infinitos como palabras; e incluso rebasan éstas y entran en el terreno de lo matemático. Todos los colores del espectro y más. El espectro es esto. Hacia donde voltee, el mismo lago me hace pensar en los colores como dentro de categorías por demás ambiguas. Azul, rojo, amarillo, verde, gris, y azul, son apenas sobresimplificaciones de fenómenos interminables que dan cuenta de un vocabulario limitado. Los colores los inventa alguien más, que tiene la creatividad inagotable para no hacer dos cosas iguales; que no repite palabras porque no hay dos cosas iguales.
Eso pasa con el Río Frías, pienso, a la vez que observo su trayectoria que desemboca en el brazo Blest del lago Nahuel Huapi. Escapa la comodidad de la clasificación. No sé si es verde, gris, amarillo, café. Depende de la luz, de la altura, de la hora del día. Es como lo veo y como lo veo es, pero no exactamente. Subo y parece hecho de algas, pero de cerca parece cenizas.
Toco el agua, con la punta de los dedos, y ésta se mueve como si fuese leche o jugo de pistache. Me impulso hacia adelante y entro en ella de la misma manera en que uno se deja llevar por el dormitar cuando está cansado. Nado con una facilidad que me asombra. Esperaba que fuese más espeso, que las brazadas costaran más trabajo, como cuando uno se mueve en un sueño. Nado un poco, y la corriente me abraza. Tampoco la siento tan fría. ¿Estará en realidad ocurriendo todo esto? Me impulsa suavemente, hipnotizándome como una música tranquila o como la niebla. Me sumerjo y abajo todo es blanco. Blanquísimo, como la muerte. Parece agua llena de fantasmas. Empiezo a sentir piquetes en los brazos aunados a una somnolencia que va creciendo como una música que se acerca, o la sutil marea a finales de la tarde. Nado a la costa y me detengo de un tronco caído, cubierto de musgo negro, y salgo. De mi cuerpo escurre agua y de pronto es como si me despertara de un sueño helado. Siento calambres en los brazos, igual que si me hubiera dormido sobre ellos. A lo lejos, se escuchan aves cantando melodías que no parecen del todo lógicas, o parecen de pronto erráticas, producto de una imaginación fuera de control. Observo nuevamente el río lechoso, fluyendo, y me siento tentado a regresar, pero me resisto. No por razones lógicas, sino por algo más inexplicable. Algo que tiene que ver con el color del agua, que de pronto se ha vuelto más brillante. A pesar de mis pies manchados por la tierra lodosa y las hojas, me pongo los zapatos y continúo por el camino que bordea el río, hasta llegar al lago. Es hora de despertar. Pienso que debe ser uno de esos sueños que uno sueña que despierta. Pero no. Nunca despierto.

lunes, 12 de febrero de 2007

fotos (otra vez)




Hay veces en las que a uno lo rebasan las emociones. Ocurren tantas cosas al mismo tiempo que uno tiene que rendirse y permitirles ejercer su efecto sobre uno. Podrìa escribir una novela sòlo con las experiencias y reflexiones de los ùltimos tres dìas aquì en la Patagonia. Pero no lo harè. Creo que algunas de las apreciaciones màs profundas ocurren a partir de que permitimos que el silencio innunde y llene todo de paz. Algùn proverbio chino que escuchè alguna vez rezaba: "Si vas a decir algo, asegùrate que sea lo suficientemente bueno como para que valga la pena romper el silencio". Es lo ùnico que les puedo decir. Eso, y que observen, en silencio, lo que sigue.










(agradezco al compañero de mochila, Gumercindo, quien tomò las fotos en las que salgo yo. Visiten su blog para una visiòn parelela en http://amerikaustral.blogspot.com)

sábado, 10 de febrero de 2007

Historias Platenses




Montevideo

Las despedidas son abruptas, pero si se quiere seguir, no hay más remedio que ser bruscos. No hay tiempo para encariñarse, para dejar que el tiempo avance con calma en las ciudades. Mucho menos cuando queda un mes de verano y faltan demasiadas carreteras y senderos por recorrer. Busco consuelo en que he de regresar, pero la verdad es que todo cambia tan rápido aquí que nunca se regresa al mismo lugar. Por la ventana observo la ciudad que rebota dentro de mi memoria, que se extiende y se ensancha como un mapa que desdoblo poco a poco. La ciudad perdida y casualmente reencontrada. Lugares tan olvidados que ya ni recordaba haberlos olvidado, que de pronto reaparecen y me son familiares. ¿Dónde estuvieron escondidos todos estos años? ¿En qué rincón misterioso y latente se habrán agazapado todo este tiempo, esperando como un cazador, el instante preciso para saltar de entre los matorrales y subyugar a la presa? Esa presa, en este momento, soy yo, que al no reconocer mi memoria, tampoco me reconozco del todo a mí mismo.
A los pocos minutos de que el bus arranca, hemos atravesado Montevideo. Comenzamos a cruzar la pampa, esa pampa interminable, por la que corren riachuelos y en la que existen todas las tonalidades de pasto imaginables, y miro las vacas y los sauces. En el cielo, frente a mí, brilla la luz de la tarde justo antes de apagarse. Y es esa luz lo único que me queda ahora. Eso, y el río al que nos acercamos, el enorme Río de la Plata que es donde confluyen todos los ríos y riachuelos, y hacia el cual voy con intención de cruzar sus aguas fangosas a la altura de Colonia, sin mirar hacia atrás.



***

La ciudad ausente que se vuelve presente otra vez


A las 8:15 P.M., aproximadamente, Buenos Aires es apenas unos golpes de cincel en el horizonte. Es apenas la ilusión de que hay algo que separa el río del cielo. Cada ola atravesada es un segundo más que me acerco a las siluetas negras de la distancia que prueban irrefutablemente su existencia. La tarde oscurece y de las sombras empiezan a aparecer las luces argentinas, pues el reloj se ha retrasado una hora y a las ocho comienza la noche. Me acerco a ellas como si fueran estrellas, las cuales, en cuestión de minutos me estarán alumbrando nuevamente.
¿Así que nos encontramos nuevamente, Buenos Aires? Déjame te pregunto, ¿qué sería mi vida sin ti? No lo sé, no lo sé. Es inconcebible. Pero mejor no miro hacia atrás. Ahora que te tengo frente a mí, sé que esta noche serás mía. Y entre más me acerco, más compruebo que estás tan bella como siempre.

miércoles, 7 de febrero de 2007

observaciones contradictorias



Un país lindo


Lindo. Creo que es el adjetivo por excelencia de estas tierras. Lejos de la exuberancia natural de Brasil, la turbulenta historia de Paraguay, o la sofisticación de Argentina, Uruguay mantiene un carisma un tanto rústico que se caracteriza por ser poco impresionante pero agradable. Como una mujer bonita que sonríe por natural cortesía. Así es Uruguay.
Montevideo es una capital atractiva, las playas de Rocha son pintorescas, la pampa y sus colores un poco secos pero brillantes han inspirado poemas, pero es menos probable que hayan hecho lo propio con suicidios. Y paso por estos paisajes y no sé si tomarles una foto, y pienso que todo Uruguay es eso: un lugar que no estas seguro si debes fotografear (suponiendo que no tienes cámara digital).
De todas formas, el país me ha sorprendido gratamente. Es pequeño, pero si observas más allá, ves que está lleno de cosas cuyo valor reside justamente en que no han sido corrompidas, y probablemente no lo sean por un buen rato.
Esta entrada la escribo desde La Pedrera. Es un pueblo pequeño, con algunas casas de verano, calles polvosas, dos o tres hoteles más bien rústicos, y perros que duermen la siesta entre las espinas y el olor a yerba mate que inunda al medio día. Hay un par de playas de arenas limpias, y por las calles pasan escasos autos. Y este pueblo solitario es considerado uno de los principales destinos de verano del Uruguay, y estamos en febrero, que ya no es temporada alta pero sigue siendo época de turistas.
¿Qué es lo que lleva a los uruguayos a portarse así, me pregunto? No estoy seguro, pero sea lo que sea, me da gusto de que exista, pues lugares como Uruguay, en los que las playas son pequeñas, la gente es poca y amable, las mujeres son bellas sin ser exuberantes, y las olas del mar son lo suficientemente fuertes sin ser peligrosas como para divertirte sin miedo a morir por una distracción de pocos segundos, son necesarios hoy, cuando los mercenarios del turismo aprovechan cualquier característica medianamente única de un lugar para convertir la zona en un destino para las hordas ignorantes y destructoras, con su consumo sobreexplotador y erosionante. Y es que este lugar no tiene nada de único, a excpeción de esto. Por lo que, hasta que el turismo se vuelva metafísico, Uruguay no será un gran destino turístico (a excpeción de Punta del Este, pero eso es otra historia: la gente va directo a Punta, y sale de ahí directamente, sin buscar conocer nada más).
Y regresando al principio, es curioso que la palabra lindo se use bastante aquí. El otro día, mientras paseaba a mi perra, una señora se detuvo y me dijo que estaba relindo. Así es: la gente te hace la plática en la calle, con bastante frecuencia. Hay una cierta aura de amistad en todo el lugar, entre otras cosas. En ese sentido, creo que lo que algunos considerarían las insuficiencias de Uruguay como destino de turístico, es loque lo convierte un sitio ideal para viajar.

02-02-07

***






Lejos

Alejado de la mano de Dios. Esa frase trillada es la primera que me viene a la mente cuando veo el Cabo Polonio desde camión descubierto que recorre el trayecto entre la carretera y el mar a través del desierto. Y es que de este lugar, no sólo dios, sino también el ser humano, parece haberse olvidado. La sensación que me arropa cuando veo el pueblo de cerca, achicharrado bajo el sol, durmiendo a la sombra del faro, es como de quien acaba de leer un texto trágico. Las casuchas de manera rústicas y pintadas de colores, consideradas atractivos turísticos por algunos, son de una madera negra, como rescatada de un naufragio. Y ahora que lo pienso, es como si el pueblo entero fuese sobreviviente de un naufragio, como si lo hubieran construido con la madera de la balsa en la que casi mueren. Por las noches no hay luz y el agua la sacan de los pozos. La soledad sólo la alumbran las estrellas y el faro.
Caminamos por la playa y nos encontramos esqueletos de aves y lobos marinos. Pienso en la soledad en la que murieron. No hay nada más que el mar azul, y el murmuro de sus olas que son como un canto lejano y olvidado que devienen melodiosamente en sollozos. Escribo esto y me entra tristeza, además de que mi piel comienza a arder bajo la ropa que el sol atraviesa como fuego. Justo ayer había pensado que en Uruguay no había lugares que inspiraran a cortarse las venas. Hoy, sudando junto al desierto, observando desde el mar acidamente apestoso a mierda de lobo marino la tragedia del Cabo, me debato al respecto. De pronto, una mariposa cae del cielo, bota sobre mi cuaderno y cae inmóvil sobre la arena. Me acuerdo de la anécdota de que, unos días antes de ser rescatados, los tripulantes de la balsa Medusa, que Gericault haría famosa en su pintura, vieron una mariposa blanca sobrevolando el mar. Una mariposa viva que les llenó de esperanza. Pero acá el sol las derrumba, y las olas las devoran. Me inclino por el 'sí' .

03-02-07

domingo, 4 de febrero de 2007

Reencuentros





Reencuentros

Una nunca sabe cuáles son los lugares que terminarán trascendiendo en su vida. O, por lo menos, para mí siempre han sido una sorpresa. La casa donde vivo en México, por ejemplo, la observé muchos años antes de vivir en ella, un día que venía regresando de un almuerzo en un restaurante cercano. Pasé junto a ella, como si fuera una casa más, pero recuerdo que un grafitti en la pared de enfrente me llamó la atención y me hizo recordar la esquina. Años más tarde, me doy cuenta que mi vida está ligada definitivamente a esa casa, y me parece extraño, y un tanto curioso, que la primera vez que la vi nunca hubiera pensado en lo trascendentre que resultaría.
Y así es con todo. Los amigos, los amantes, los lugares, y las pasiones.
La primera vez que vine a Montevideo fue en agosto del 2001, durante lo que fue mi primer viaje más o menos independiente. El destino de ese viaje era, principalmente, Buenos Aires, pero aproveché para visitar las cataratas de Iguazú, las montañas nevadas de Mendoza, y, durante un par de días, Montevideo.
Fueron dos días en los que, con un mapa en la mano, V., M., y yo recorrimos la ciudad de cabo a rabo, desde la Ciudad Vieja hasta Carrasco; desde el Parlamento hasta el Teatro Solís. Caminamos durante horas, bajo un frío desquiciado, por avenidas y junto al mar. Por parques y por calles peatonales. Recorrimos las plazas y tomamos fotos chuscas (fingiendo la cópula con unos becerros de bronce o besándole la mano a un Sócrates gigante, por ejemplo), y al final, cuando nos fuimos, recuerdo que me quedó una impresión muy grata de la ciudad, pero nunca pensé que el futuro me traería nuevamente por acá (aunque en el momento no me habría disgustado).
Por eso me resulta extraño que cinco años más tarde, ese pequeño espacio de mi memoria se haya abierto nuevamente y que había pasado a existir únicamente ahí y en las fotos de mi cajón. Me resulta típicamente impredecible que el destino me haya sacado esa carta, pues nunca me hubiera imaginado que un día mi familia estaría viviendo aquí.
Por eso, al llegar el autobús a la ciudad, y comenzar a recorrer la avenida Italia con dirección a la estación Trés Cruces, me parecía que en cualquier instante podría despertar. Que, al igual que los sueños más creíbles, todo esto tenía sentido, pero no tampoco demasiado sentido. Logré observar a lo lejos el obelisco, los parques de la Av. 18 de Julio, el estadio Centenario, el mar, y poco a poco mi cabeza comenzó a completar el mapa olvidado de la ciudad, a revivirla dentro de mí de una manera que no era la misma, pero tampoco era tan distinta. Y cuando bajé del autobús y vi a mi mamá y a mi hermana, un poco cambiadas por el tiempo pero que me abrazaron de una forma que yo ya conozco, me di cuenta que en estos cinco años sin ver Montevideo, y siete meses sin verlas a ellas, muchas cosas habían cambiado. Que el tiempo había ejercido efectos irreversibles sobre nosotros, pero éramos los mismos. Yo venía un poco más quemado, mi hermana estaba más alta, mi madre, con más aumento en los lentes. Pero éramos los mismos, en lugares distintos. O personas distintas, en la misma ciudad de hace cinco años. Aún no lo sé. Pero se siente bien estar en casa otra vez, con mi gato (un poco más gordo) acostado en mi regazo, escribiendo esta entrada. Se siente bien aunque no me haya familiarizado aún con los pasillos del apartamento y en las noches me desoriente entre los muebles que conozco. Se siente bien vivir con alguien con quien compartes la sangre, en una ciudad que te gusta, y que cada día conoces un poco más y se vuelve especial. Se siente bien reencontrarse, con uno mismo, con los demás, con las ciudades de las fotos que uno tiene en el cajón.