miércoles, 31 de enero de 2007

tres historias de la sierra gaúcha

Confusión

Tomé el bus nocturno a Gramado, y cuando llegué, el clima era tan bueno como en Florianópolis. G. me recogió en la estación de bus de Canela, y tuve algunos momentos para observar el pueblo y pensar un poco sobre lo extraño que resultaba.
No sé si esto se debía a que uno está acostumbrado a pensar en Brasil como un lugar tropical que Gramado y Canela resultaban tan extrañas. Francamente, me desconcertaban un poco las postales que veía, en las que incluso se mostraban fotos de la ciudad con nieve en julio. Los folletos y las guías hablaban de un lugar “europeo” o de una “Suiza brasileña”, pero yo estaba escéptico. Me acordé un poco de Edward Said y Orientalismo, libro en el cual, por medio de las observaciones de occidentales sobre oriente, Said logra descubrir los prejuicios de los occidentales y un reflejo de su concepción del mundo, lo cual resulta irónico pero acertado.
Pensé entonces, que en Canela posiblemente vería la concepción brasileña de lo europeo, más que una auténtica villa de montaña alpina. Y fue un poco así. Pero tampoco era TAN brasileño. La gente en la región era, en su mayoría, descendiente de italianos y alemanes, y se notaba no sólo en los rasgos y facciones, sino también en la arquitectura de las casas, pues incluso las más humildes eran de madera, pintadas de colores pastel, con techos que incluían típicas tejas de barro lo cual daba una extraña mezcla, como emulando una Bavaria lejana. También debo mencionar que la región es de bosques coníferos. Pero no de pinos europeos, sino de araucarias, que son coníferas pero no parecen pinos. Huelen a pino y se reproducen como pinos, pero tienen largas ramas circulares que descienden como tentáculos y que nada tienen que ver con las coníferas boreales que usan como árboles de navidad. Así que una vez ahí, realmente me sorprendió lo poco brasileño que resultaba el lugar. Y lo mucho europeo. Pero a la vez sólo podía existir en Brasil. Confuso el asunto.

Tormenta




Las hortensias habían florecido hace unas semanas, y por toda la región se observaban distintas flores y árboles. En el jardín de G., había un sinnúmero de plantas. El buen clima perduró el primer día, y fuimos a la cascada y al parque estatal. El sol quemaba como el fuego de una fogata, posiblemente por la altura, pero me sentía bien, refrescado. El océano estaba un poco lejos, pero eso estaba bien.
Sin embargo, al día siguiente, comencé a ver algunas cosas extrañas entre la tormenta y el mal clima que entraron. No sé si fue por la televisión y por ver un noticiario. O quizá fueron los comerciales o el tiempo dentro de la casa. Tenía mucho tiempo sin estar dentro de un cuarto, como lo pasaba en México, como lo estaba pasando ahora. Pensé en el pasado, en el futuro, en las cosas que quería. Me sentí un poco encerrado en un pueblo tan pequeño. Me di cuenta de que muchas de las cosas que G. tenía a la mano parecían especiales, entrañables: una casa en un pueblo cerca del bosque, con clima templado, cerca de la montaña, con mucha agua, poca gente, árboles propios, huerto propio, frutas naturales, conocimiento a montones. Pero había algo que no cuajaba; algo que lo hacía extraño y que me hacía pensar en la soledad que siento en la ciudad, y que atribuyo a ella. No era lógico sentirme en la ciudad estando en el bosque. Al menos de que no se deba a la ciudad. Y esa noche el viento sopló mucho, con mucha fuerza. Y el día siguiente llovió bastante. Las nubes grises cubrieron Canela, y la niebla descendió sobre nosotros como el aliento del cielo. No se veía nada. Me animaba a salir a caminar y daba algunos pasos por el jardín, pero comenzaba a llover y me regresaba a la casa o al cuarto. Todo era confusión. Algunos árboles se cayeron y los tentáculos de las araucarias quedaron regados por todas las calles. Decían que parecía invierno, que 15 grados de temperatura máxima en Brasil no es normal en verano, aunque fuera la sierra. G. me invitó a salir, entre que cocinábamos y lavábamos la casa. Es difícil mantener una casa, sobre todo cuando se vive solo. El simple hecho de subsistir es toda una proeza estando tan lejos de todo y de todos. Condujimos por la carretera; la vista del valle, que queda a la izquierda de la carretera rumbo a Gramado, estaba completamente borrada por la niebla. Del lago no se observaba ni el agua. Mucho menos los patos, que han de haberse escondido en algún rincón. Los árboles parecían fantasmas, y en la calle no se veía una sola persona paseando, a pesar de ser sábado por la tarde. Frente a mi asiento, veía el agua que caía como lágrimas discretas y escuchaba el contrapunto de los limpiaparabrisas. Abrí la ventana y tomé unas cuantas fotos. El color cambió bastante, pero no demasiado. Era, sin embargo, más brillante. Llegando a casa prendimos la tele nuevamente y el pronóstico del tiempo hablaba de que la lluvia iba a continuar por los siguientes días. El internet y el teléfono seguían averiados. Me metí al cuarto y empecé un libro. The History of the World in Ten and a Half Chapters de Julian Barnes. El primer capítulo era, irónicamente, sobre el arca de Noé y el diluvio. Y afuera no paraba de llover, y yo no paraba de revolver en mi interior. ¿Sería que me había acostumbrado al sol de verano? Bueno, las tormentas son ocasionalmente necesarias. Si no fuera por ellas, no serían tan verdes las cosas. Y aquí en Canela, todo era espectacularmente verde y vibrante. De todas maneras, yo quería que parara de llover, para salir a caminar, a nadar en un río helado, pues había habido suficiente lluvia para mí antes de salir y si bien algo me había ayudado en el viaje era su ausencia.

Frambuesa

Entre las ramas del jardín se desliza una enredadera que, trepando y enroscándose como dedos que se alargan e intentan acariciarlo todo, avanza suavemente. De ella se desprenden algunas hojas y espinas amarillentas, además de pequeñas flores azuladas de las que brotan decenas de pequeñas frutas que se gestan en ellas, naciendo desde puntitos de agua roja. Los brotes de líquido surgen y se multiplican hasta formar un entretejido de gotas rojas y pequeñas cubiertas por una membrana, formando un fractal de jugo que cuelga como una campana. Mis dedos de acercan con inocencia. Es como si fueran caramelos, o frutos prohibidos. Pero en este jardín, brotan generosa y abundantemente.
Con la punta de los dedos, sujeto el fruto, y no tengo más que acariciarlo para que se desprenda. Su textura es sedosa como unos labios, y su forma recuerda a la de un pezón femenino. La sostengo con fascinación urbana a la vez que reflexiono acerca de la misteriosa forma de las cosas vivas. Me la pongo en la boca y la aprieto. Me llena de un sabor dulce e intenso, como si esa pequeña fruta tuviera un sol adentro. Puedo sentir la pectina y el jugo, dulcificados por la maduración y el ambiente, llenando mi paladar como de música, y al igual que una canción, tiene responde a una lógica de montaña rusa. Y es que las cosas pequeñas son enormes.

miércoles, 24 de enero de 2007

Fotos

Estas fotos son algunas de las más representativas que he tomado en lo que va del viaje. Ojalá sean de su agrado.


Esta foto fue tomada desde el avión, a los pocos minutos de haber despegado de la Ciudad de México





Esta fue tomada desde el piso 36 del edificio BANESPA en Sao Paulo.




Vista noctura de San Pablo, desde la terraza del Edifício Italia, el más alto de la ciudad (y el cual menciono en una de mis entradas anteriores (del luxo al lixo em 40 andares)





La Plaza de la República, vista desde el Edificio Italia, San Pablo




Playa de Botafogo, Río de Janeiro




Rio (Botafogo y Flamengo, principalmente), visto desde el Pan de azúcar (atrás pueden ver el Cristo de Corcovado, en pequeño)




Rio desde el Pan de azúcar; a la izquierda, la playa de Copacabana





A la izquierda, Copacabana; la playa pequeña es la Praia Vermelha; a la derecha, Botafogo





Mono Capuchino en la reserva Claudio Coutinho, cerca del Pan de azúcar





Rio vista desde el Cristo do Corcovado. Al fondo, el Pan de azúcar



Praia dos Ingleses, Ilha de Santa Catarina (cerca de Florianópolis)





Dunas de arena, Ilha de Santa Catarina




Camino a Praia Brava, Ilha de Santa Catarina






La moda en traje de baños, Praia Brava



Praia da Joaquima, Ilha de Santa Catarina





Praia da joaquima





Cascata do caracol, Parque Provincial do Caracol, Canela, Brasil





Canela, Brasil





Canela, Brasil

lunes, 22 de enero de 2007

Gula

Soy pecador, lo reconozco. Y es más, me gusta serlo. Tengo varios pecados a los que les doy rienda suelta de vez en cuando, entre ellos la gula. Me he deleitado, debo reconocerlo, en Brasil con eso de la comida. São Paulo ha pasado al top de mi lista, junto con Nueva York, como el mejor lugar del mundo para degustar comida vegana (vegetariana estricta), aunque en Rio y Curitiba también hay restaurantes memorables.




Bueno, aquí están algunas fotos de mis pecados en lo que va del viaje.



Comida China comprada en el Bairro Liberdade, São Paulo





Chocolate de soya Choco soy (chocolate oscuro con arróz crujiente), São Paolo





Helado hecho de leche de soja, sabor fresa y chocolate con avellana, Sorveteria Soroko, Rua Augusta 305, Bela Vista. São Paulo






Feijoada (platillo típico brasilenho), farofa, col, arróz, y caipirinha de gegibre, Restaurante Vegan Vegan, Rua Voluntários da Pátria, 402 - B, Botafogo, Rio de Janeiro






Moras naturales, Jardín de G., Canela, Rio Grande so Sul.


Floripa City Rocks, Parte II

Van un poco atrasados los posts, pues en la Sierra Gaúcha hubo mal tiempo y se cayeron las telecomunicaciones, ergo, no tuve acceso a internet. Esperen posteos frecuentes durante esta semana. Además, las fotos de este post fueron tomadas por mí (lo cual no era el caso de los posts anteriores).





Praia Mole

Acercarse a la Praia Mole es como acercarse a una garganta de furia. El océano abierto se estrella constantemente contra sus arenas con una ira arremolinada sólo comparable con su belleza. Bajo el cielo profundo las aguas, cuyo color se debate entre un azul grisáceo o turquesa, dan la impresión de jamás haber sido tocadas. Me acerco con cierta cautela, respirándolas, sintiéndolas. Me da la impresión, ya de cerca, que la ira se ha atemperado. Así que entro, sin más que el traje de baño, y me sumerjo en las aguas de tormenta. El pedazo de mar en el que escogí nadar es el más seguro, pues las olas llegan disminuidas. Incluso hay cinco o seis personas más, sumergiéndose. De todas formas, las batientes se imponen con sus enormes crestas blancas que, al igual que un puño que va cerrando sus dedos, avanzan hasta golpear el agua y la arena. Se llenan de colores entrañables, reminiscente de la infancia o algún estado de pureza perdida. Al final de la playa, hay una península de la isla cubierta de árboles, además del cielo en el que irrumpe un arcoiris. Sentir la fuerza de las olas y las corrientes que me someten es sentir una fuerza inexorable a la que me rindo como en un acto de fe. El mar cálido surte un efecto sobre mí que, más que balsámico, resulta terapéutico, pues me obliga a sumergirme, a aguantar la respiración, a enfrentar la muerte que no se consuma antes de dejarme salir a tomar una bocanada del aire veloz que sopla sobre el agua como una constante exhalación del cielo.
Es en esos espacios intermedios entre las olas que vienen, y de las que me amortiguo bajo el agua, que me doy cuenta que en sólo diez días el océano ha entrado en mí y me ha empapado de algo que me hace pensar más en él y quererlo más. Me ha invadido con una sutileza irremediable que sólo puede compararse con el enamoramiento. Nada ocurre como lo planeé, pero todo se acomoda perfectamente. Me da un poco de tristeza que no haya a quien contarle esto; que no haya a quien compartírselo a medida que lo observo, pero eso es justamente lo que lo hace más intenso, más personal. Mi cabeza se asoma nuevamente para obtener otro bocado de aire y siento, no sé si por el salitre o el sol, cómo unas cuantas lágrimas escurren de mis ojos. La corriente se las lleva de inmediato, mezclándolas en el océano infinito. Pienso que una parte de mí se quedará ahí, para siempre.



Insuficiencias
El agua en Praia da Joaquima se mueve en olas simétricas y errantes. Su vaivén tiene una gracia oculta, errática. No hay dos olas iguales, pienso. Me lanzo al agua, nadando por debajo de la corriente que forman. Toco el fondo, me impulso, y salgo disparado. Observada desde abajo, el agua salpica como el chorro de una fuente que se ha vuelto loca. Pienso que nunca habían salpicado de ésa manera precisa; la luz se refracta en direcciones que nunca se había refractado. Es como lanzar todos los números que existen en una tómbola y esperar sacar al azar la misma combinación de mil números distintos más de una vez. Puede que ocurra, siendo que el tiempo es infinito. Pero eso resulta irrelevante para nosotros, que somos finitos. Las olas como las observo ahora, nunca habían sido. La sombra, tal y como la proyecto, tampoco. Ni el canto de un ave, ni mis carcajadas ante la extraña revelación, ni el viento, ni el rumor del mar. Soy el primero, y el último, al igual que todos. La diferencia está en darse cuenta de ello. Salgo del agua y las nubes sobrevuelan y cubren las montañas, escondiendo el sol que se absorbe en la noche. Son nubes de formas minuciosas pero toscas. Son un poco como algo detenido en el tiempo. Camino hacia las dunas por un sendero de arena fina como talco que sale de la playa y llega hasta ellas. Con cada paso que doy, modifico el desierto. Cada paso cambia físicamente la duna, sin cambiar realmente el todo. Se me ocurre que cada grano de arena es único, al igual que su ordenamiento en el instante. Me parece una insuficiencia que sólo haya un término -grano- para referirse a las infinitas piedras que forman este paisaje y también pienso que si dios existe, debe tener una palabra para cada una.
Escribo un poema en la arena. Comienza: mis pasos suenan... . Pasa una ráfaga de aire, y las palabras son borradas con indiferencia y natural paciencia. La arena se reacomoda, reestableciendo la original y perfecta nada. Pienso que la escritura es endeble. Que las palabras, los pasos, y la tinta, las borran inevitablemente el tiempo, el viento, y el agua. Lo único que perdura es el instante. Ahora. Ahora. Ahora. Ahora.

martes, 16 de enero de 2007

Floripa city rocks (Historias de la playa), Parte I




Curitiba
Se supone que ahorita debería estar en Curitiba. O al menos ése era el plan. Las cosas no siempre salen como uno las prevé, y eso llega a ser bastante molesto a veces. En otras, no tiene caso molestarse. Como dicen en México: el que se enoja, pierde. Las cosas ocurren por algo, también dicen. Fue mala idea pensar que un domingo en la noche encontraría lugar en el autobús a Curitiba. Pagué un taxi de ida y otro de vuelta a la Rodoviaria en balde. Compré un boleto para el día siguiente a las 10 de la mañana, y me quedé sin dinero. Por la mañana fui al banco, y no estaba abierto. Si no hubiera sido por un préstamo de último minuto, habría perdido ése bus también. Si observase las cosas superficialmente, diría que las cosas esta semana comenzaron mal. Además de lo que ya mencioné, en el autobús a Curitiba me quedé dormido. Y el bus no se detuvo mucho tiempo en mi destino. Como no viajaba con reloj, cuando desperté no pude corroborar nada. Me dio mala espina que el autobús estuviera más vacío, así que traté de ver los nombres de las ciudades en los señalamientos de la carretera. Cuando los encontré en mi mapa, me di cuenta de que algo estaba mal. A las cuatro de la mañana paramos y el chofer me dijo que a Curitiba la habíamos dejado a 300 kilómetros al norte, que lo mejor era que me bajara en la siguiente ciudad y esperara a que el camión que va de Porto Alegre a Curitiba pasara a las 7:30 a.m. Me llevaría de vuelta, siempre y cuando comprara mi boleto. Pero decidí que mejor no. Cuando llegamos a la siguiente parada, a las 4 de la mañana, me enteré de que estaba en Florianópolis, y decidí quedarme. En la terminal de la compañía, que estaba a las afueras, y donde el bus únicamente se detenía a descargar orines sobre el pavimento, el encargado me hizo el favor de pedirme un taxi. Florianópolis ciudad, o como le decían aquí, Floripa, quedaba a catorce kilómetros. El taxista condujo a toda prisa por la carretera y calles vacías, el taxímetro aumentando vertiginosamente sus números. Tras cruzar el puente que une el Brasil continental con la Isla de Santa Catarina, llegamos por fin al centro. De pronto, me di cuenta de que no tenía suficiente dinero. El taxista condujo hasta una gasolinera donde había un cajero automático y saqué un poco de dinero a cambio de una comisión exorbitante. Y fue ese pequeño embuste el que finalmente lo que me hizo estallar. Comencé a maldecir y a cuestionar en silencio. Me pregunté por qué carajos había decidido viajar solo a este país enorme y desconocido, de cuyo idioma tengo una comprensión mediocre. Me pregunté por qué no me salté la procesión de la distancia y tomé un avión de Rio a Uruguay, ahorrándome un poco de dinero y de corajes.
Intenté reconfortarme con la idea de que quizá el clima aquí en el sur era mejor que el de Río, donde en sólo dos de los cinco días que estuve ahí hubo sol. El taxista, sin embargo, no tardó en descalabrar mis ilusiones: cuando le pregunté, justo antes de llegar al hostal que encontré en la guía, que cómo estaba el clima en Floripa, me respondió con un contundente y nada alentador: ruim (malo).
A las 4:30 de la mañana entré al cuarto, en el que había ocho literas, todas ocupadas, menos una. El olor del cuarto era como a sudor y a dedos de los pies. Coloqué las sábanas con la mayor sigilosidad posible (aunque de seguro desperté a varios de los que dormían) y me eché a dormir. Justo antes de quedarme dormido me pregunté qué habría sido de Curitiba. Era como si hubiese desaparecido de la faz de la tierra, como si en el tiempo que me dormí en el bus hubiera sido borrada del mapa.

Hundimiento
A la mañana siguiente me desperté muy temprano, antes que los demás que dormían. Todo estaba mejor dentro de mí. Me di cuenta de que, a pesar de todo, no estaba frustrado. Me reí un poco, y desayuné con calma. Afuera, el día estaba nublado, pero decidí de todas maneras ir a la playa. Tomé una bolsa de plástico y guardé una toalla, una cámara desechable, una camiseta, y algo de dinero metido en otra bolsita de plástico más pequeña. Comencé a caminar por la avenida Duarte Schutel, atravesando el centro de la ciudad, hacia la terminal de autobuses locales, cuando de pronto, el sol brilló, causando el mismo efecto sobre el día que el de un foco que se prende dentro de una habitación tenue a finales de la tarde.
Tomo el bus hacia la Barra de Lagoa. Tiene aire acondicionado y ventanas opacas. Atravesamos las calles de la ciudad a toda velocidad, pasando por hermosos edificios de departamentos, y bordeando el malecón y la bahía sobre la cual se asienta la ciudad. Me doy cuenta que no es como ha de ser el resto de Brasil. Es más de próspera y, debido a la fuerte colonización alemana, una buena parte de la gente tiene rasgos germánicos. El autobús se va por una carretera a toda velocidad, de tres carriles de ida, y tres de vuelta. Bastante ostentosa para una ciudad pequeña. Continuamos hasta una desviación, y el autobús sube por otra carretera más angosta, hacia un cerro. Hay un bosque de eucaliptos, pinos, y crecen muchas flores en toda la región. Estamos, a fin de cuentas, en un área subtropical. El sol brilla con fuerza y atravesamos las calles que van hacia la playa. Están llenas de boutiques de ropa de marca, restaurantes sofisticados, y casas de verano de estilo suizo en las que se ven estacionados carros nuevos. La carretera da curvas sube, baja, y nuevamente estamos en el bosque. A lo lejos se observan gigantes dunas de arena y dos lagunas. Descendemos y atravesamos una delgada franja que divide ambas lagunas, y sobre la cual hay unos lancheonetes y barecitos más modestos, con las dunas tras ellos. Le damos la vuelta a una península y subimos nuevamente. Otra vez árboles, pero ahora, tras ellos, se divisa el atlántico. Resisto la tentación de bajar, mientras veo el mar pasar por la ventana, bajo el sol de un día perfecto de verano. Y el autobús sigue, sigue, hasta bajar nuevamente hasta otro pueblito de bares y restaurantes en donde hay una playa de un par de kilómetros y muchas personas tomando el sol.
Me acerco a esta playa y pienso que todo es perfecto. Que mi paciencia está siendo recompensada. Y me siento extraño por la atracción que ejerce sobre mí el litoral en estos momentos. La observo, como a una musa. Me he jactado, a pesar de que mi infancia está marcada por ella, de no ser una persona de playa, sino más de bosques y montañas. Pero en Brasil, la he redescubierto como quien redescubre a una amante. He aprendido a disfrutarla y a dialogar con ella. Desde mi soledad, siento su compañía como la de otro ser viviente. Entro poco a poco al agua y me sumerjo en las olas que me acarician suavemente como si fueran los dedos benévolos de una madre que me reconforta. Siento, de manera un tanto espeluznante, una presencia divina en su interior salino. La siento en las olas que me golpean, me hunden, y me levantan nuevamente, llevándome a la superficie. Y pienso que eso es justamente lo que sucede: el mar, como el destino, me hunde para después levantarme. Juega un poco con mi paciencia, y luego me regala estos momentos en los que me deja sentir una presencia oculta que, supongo intuitivamente, tiene que ver con la esencia de las cosas. Y eso hace que hundirse un poco valga la pena.


domingo, 14 de enero de 2007

Noite (noche en la ciudad)



La noche del sábado comienza en Rio con una ducha, y ahora que lo pienso, termina igual. Hacía más de un año que no salía de fiesta hasta las altas horas de la madrugada, y la razón por la que me animé a hacerlo en Rio de Janeiro, sin hablar muy bien el portugués, sin conocer más que a un par de personas, sin tener mucho dinero en la bolsa, todavía no la conozco, pero me da gusto haberlo hecho. Antes de salir, me di una ducha. Debido a la sofocante humedad y calor, varios regaderazos al día son la norma durante el verano carioca. Con el cuerpo pegajoso, entré a la regadera esa noche y dejé que el agua cayera sobre mí. El agua no llega fría a pesar de lo que la manija de la regadera diga; llega entibiecida por el sol, dando la impresión de venir estancada.
Después de secarme y vestirme, salimos MI, H, N, y yo, a la Avenida Passos, cerca de la Plaza Tiradentes, en el corazón sangriento del centro carioca. Ahí, afuera de un motel barato, se alineaban unas cuantas personas, de veintitantos la mayoría, además de unas prostitutas desdentadas y sonrientes, con ropas baratas y aspecto percudido. Mujeres con ojos fieros y duros, como de aves de represa, pensé. Nos formamos, pagamos quince reais, y entramos. La fiesta no era nada del otro mundo. La idea había sido de unos estudiantes de un colectivo de arte que intentaban hacer un encuentro conceptual en el segundo piso de un hotel de mala muerte. Sonaba más interesante de lo que era. Las puertas de las recámaras estaban abiertas y adentro algunos borrachos observaban películas porno en los televisores. La selección musical consistía de remixes de las peores canciones de los años noventa. Bailé de todos modos. Era el único lenguaje que podía hablar, pues al poco tiempo me di cuenta de que en mis clases de portugués en la universidad no aprendí suficiente giria como para comunicarme con la sofisticación que la elite del arte universitario carioca esperaba. Después de un rato entramos todos a una recamara. Nos quedamos un rato en el cuarto, de paredes azules descascaradas, y no hablamos mucho. Al principio no había gente, pero poco a poco, se fue llenando. De pronto, como si todo hubiese ocurrido de la manera más sutil, unos borrachines malandrosos del centro y sus amigos transexuales se habían apoderado de la cama de sábanas desgastadas en la que nos habíamos recargado.
Expulsados de una vez al balcón, nos quedamos, las cinco mujeres y yo, hablando de pequeñeces que incluyeron las diferencias entre México y Brasil en cuanto a educación superior, y Getulio Vargas. Bebíamos traguitos de cerveza de un vaso de plástico, y sonreíamos. No ocurría nada más. Desde el balcón se asomaba la calle. El hotel de paso se parecía a cualquier cinco letras del mundo, y el centro de noche es como cualquier centro latinoamericano, lo cual es decir que asemeja un estanque de pirañas. En la fiesta no parecía ocurrir absolutamente nada, y nosotros tampoco hacíamos nada interesante. Debatimos entre irnos o quedarnos, y en eso, comenzaron a escucharse gritos provenientes del piso superior, y unos vidrios de una ventana rota comenzaron a llover sobre la calle como granizo. Decidimos irnos.
Como nos habíamos aislado en el balcón, no nos percatamos de que el lugar se había infestado. Cuando llegamos al pasillo, noté que se había llenado de todo tipo de personas. Es lo bueno de los centros de las ciudades: la convivencia, pensé. Los centros siempre han sido espacios de democracia, y las fiestas del centro, fiestas en las que las personas más diversas se encuentran. Acá los borrachos, los vendedores de droga, los estudiantes de arte, las putas, y hasta un viajero mexicano que no hablaba bien el portugués parecían poder convivir. Intercambié miradas con algunas mujeres que bailaban. Unas guapas, otras feas, y otras que no quedaba del todo claro si eran mujeres. Comenzó una banda de Rockabilly. Tocaban bien, y la música esa como de salón tenía una cadencia sensual cuya voz en portugués la hacía escucharse natural. Bailé un rato más.
Las chicas aún no decidían a dónde querían ir, así que me fui a la pista a ver a la banda de cerca. Después de cinco canciones sentí cómo me tocaban el hombro. Era MI. Quería ir a garagem, en la zona norte. Sólo tengo 10 reais, respondí. Yo cuatro, me dijo. Bajamos disparados por la escalera del hotel hasta llegar a la calle. Eran las tres de la mañana, y pasó una pequeña camioneta que, por dos reais cada uno, nos llevó hasta la calle de los bares del rock, donde está garagem. La zona norte no es el Rio turístico. Es el Rio proletario, el Rio humilde y desgastado, de colores opacos y calles con mierda. El Rio sin playas limpias, y sin bossa nova. La calle de garagem está en el Rio del funk carioca mezclado con samba mezclado con rock americano ochentero. Llegamos y era un desfile de rockeros, metaleros, anarco punks, darks, y alguno que otro clón de Axl Rose. Todo en un estilo latinoamericano que rayaba en lo kitsch. A pesar de ser una noche calurosa de verano, por ejemplo, los góticos iban de abrigo negro, aunque abajo no trajeran camiseta. Llegamos a un barecillo destartalado donde, entre canciones de The Cure y The Smiths, varios adolescentes bailaban eslam sobre una pista de concreto. Mientas tanto, MI y yo compartíamos cachaça y cervezas. De pronto, los chicos rockeros comenzaron a entonar, a todo pulmón, una serie de canciones que desentonaban con el lugar. Eran canciones más aptas como para una peluquería de barrio pensé. MI me dijo que eran de una banda llamada Capital Inicial, que se habían hecho famosos entre las adolescentes en los noventa tocando pop-rock. Yo cada vez iba entendiendo menos, pero asentí.
Nos quedamos el resto de la noche bebiendo y hablando bajo un improvisado techo de pedazos de madera colorida que parecía a punto de caer. Desde ahí se observaban unas cuantas mesas de carambola y billar, una caja de música, unas maquinitas de videojuegos, y un tumulto de adolescentes que jugaban, gritaban, ponían canciones, y bailaban ebrios y ruidosos y a los que no lograba entender.
Por la ventana podía ver la calle de pavimento maltrecho, llena de lodo y gente. Pasaba ocasionalmente una patrulla de la policía, asomando armas largas por la ventana, amenazando con una desfachatez insolente que sólo en las ex-dictaduras se permite. Adentro, todos sudábamos y bebíamos y gritábamos. De cuando en cuando perdía el hilo de la conversación, como que el portugués se revolvía y se hacía indescifrable, así que mejor miraba a mi alrededor. En la esquina, unas piranhas velhas recibían elogios y besos en el cuello de unos chicos más jóvenes, a quienes la calentura y el alcohol obnubilaban. Las mujeres tenían piel rugosa que parecía cartón recién secado, y se sentaban con falsa elegancia sobre sillas de plástico entre las que corrían cucarachas. Nosotros seguimos bebiendo. No pasaba absolutamente nada, excepto que tomar, platicar, y estar despierto a las cinco de la mañana era algo que no hacía hace un par de años. Demasiado tiempo con prejuicios. Prejuicios que esta noche confirmaba pero que no importaban.
Las horas pasaron con rapidez, y de pronto ya era de mañana. Todo era bastante aburrido. En el bar sólo quedaban adolescentes borrachos, tirados junto a botes vacíos de cachaça barata. Salimos del bar y en Rio ya alumbraban los primeros rayos del sol, que ya dejaban sentir su calor. Caminamos todos hasta la parada del autobús, recorriendo las calles sucias y ventosas, pasando frente a la Villa Mimosa (la calle/burdel de peor reputación de la ciudad) y esperamos a que llegara el bus.
A las siete y media de la mañana todos estamos cubiertos de sudor y nuestras ropas huelen a cigarro. Me despido de todas menos MI, y abordamos el transporte público. Ya estando sentado, me quedo dormido. No sé qué sueño, pero probablemente sea algo sobre este amanecer, en esta ciudad. Llegamos a La Glória, el barrio en donde me hospedo con MI, desde donde escribo esto ahora, y desayuno con ella. Empanadas de palmito, un poco de pan, y mate. Ella se ducha, sale, y entro yo. Hace calor y me doy el regaderazo con agua que esta vez sí sale fresca, fría, renovada por la noche. Agua como de lluvia. Cuando salgo, siento que la cabeza me da vueltas. Llevo casi veinticuatro horas sin dormir, lo cual afecta, pero también me doy cuenta de que me he liberado un poco. Me miro en el espejo mientras me seco y me hallo tan distinto al que era hace dos semanas, que me asusto un poco. Pero creo que siempre ha sido así con los viajes: detienen un poco el advenimiento de la locura. Obligan a que nos demos cuenta que nada es demasiado complicado cuando uno deja de cuestionar y simplemente se enfrenta a las cosas, aunque no se sepa qué sean. Me habré aburrido un poco la noche anterior, pero me enfrenté a los desconocido con valentía y sencillez. O algo así. Mejor no pensar mucho. Nada más me llama un poco la atención que todo terminó igual que como empezó: con una ducha.

viernes, 12 de enero de 2007

El jardín del infierno




No mar estava escrita uma cidade - Carlos Drummond de Andrade



Cuando uno llega a Ipanema por primera vez, sobre todo si se llega temprano, uno podrá tener la sensación de que es una playa como cualquier otra en las extensas costas tropicales del continente. Sobre todo si la playa está vacía. Mediante se va llenando, sin embargo, uno va notando que, sobre las arenas de la playa y dentro de sus aguas transparentes de esmeralda, ocurre una procesión cada día de verano. Yo pensaba que la luz con la que aparecía esta playa en la televisión era un efecto de producción, pero hoy descubrí que es real. El sol realmente brilla como si estuviésemos todos, los andadores da praia, dentro de alguna película, dentro de algún lugar ahistórico o momento detenido en el tiempo, en el que no hay ni relojes, ni minutos, ni necesidades del cuerpo y el sol brilla como en cámara lenta, como en una fantasía.
Pienso que estar acostado en Ipanema es un poco como la muerte. A lo lejos, las partículas de arena impiden la visibilidad, crean un espacio un poco tenebroso, un poco caótico, un poco maldito en el que la naturaleza ejerce cierto desdén sobre lo que a nuestra percepción de ella refiere. No sabemos qué pasa con la playa. Parece que hay una tormenta, que algo malo pasa. Pero ya de cerca, no nos damos cuenta de nada. Ya adentro, todo es perfecto: hacia donde uno mire, tiene exuberancia y belleza. Goce. Los cerros cubiertos de frondosos árboles tropicales, las aguas de cristal, los apartamentos de lujo, y los miles de cuerpos, esculturales, casi imposiblemente perfectos, que dan la sensación de ser tentaciones prohibidas e ilusorias, creadas únicamente con el fin de hacer que uno las desee.
Pienso en esta playa, en este sitio, y me imagino un Jardín del Edén corrompido. El Jardín del Edén caído en el infierno, o mejor dicho, caído en Latinoamérica. Sentarse sobre la arena o refrescarse en el agua y simplemente observar, bajo la luz del sol que brilla amarilla y resplandeciente como el fuego atemperado de una brasa que se extingue, me llena de una sensación onírica. Siento por algunos instantes haber quedado dormido en Rio y estar en un lugar que se le parece, pero no es exactamente igual. En un lugar soñado que, tan pronto despierte, desaparecerá. Un día en la playa de Ipanema es morir en un sueño, es verse reflejado en los últimos instantes de existencia, esos en los que la esencia de las cosas se vuelve clara.
Me vienen a la mente los siete pecados capitales: avaricia, gula, lujuria, pereza, envidia, ira, y vanidad. Ipanema no carece de ninguno. Todas las clases sociales, todas las razas, todas las preferencias sexuales pecan un poco sobre la arena. La pareja de negros de caoba que se besan y agarran el culo. Los playboys que ostentan cadenas de oro. Los atletas de cuerpos de escultura griega que corren obsesivamente de un extremo a otro de la arena. Las mujeres que caminan con el culo de fuera para sentirse observadas y deseadas y odiadas. Las mujeres que les observan el culo a las otras y las odian. Los macumberos y su brujería. Los niños ricos y altivos con trajes de baño caros. Los jipis que fuman marihuana y se carcajean. Los homosexuales priápicos que se soban el pene por encima del traje. Las negras de cuerpos perfectos cuyos ademanes sensuales incitan al más asceta. Los turistas que sólo comen camarones y cerveza y duermen sobre un tareo. Todos pecan y todos disfrutan de su hedonismo en la arena, y lo hacen independientemente del lugar que ocupen en la ciudad (que no es decir que la playa no esté, como el infierno, fragmentada).
De todas formas, entre todos los cuerpos áureos que se mueven incansables en todas direcciones, me siento extrañamente humano. Como si, por un instante, en la playa se revelara una condición inmanente pero casi siempre oculta. Ipanema y sus alrededores, esos espacios amarillos que se extienden de Arpoador hasta Leblón, son un espejo que revela los pecados de una ciudad, y un hedonismo que por instante nos hace a todos iguales. Y algo, no me queda tan claro qué, pero que me da la impresión de ligarse al anonimato y a la ahistoricidad, hacen que este lugar parezca el círculo más gostosso del infierno; el círculo mayor, dentro del cual todos los demás tienen un instante. Es eso, y su belleza, su innegable y obvia hermosura que lo hacen irresistible, que lo convierten en una seductora manzana con cuerpo de océano o de mujer.
Y es que aquí, en el infierno, durante la primera tarde soleada del verano, el tiempo ha dejado de existir. Sólo tenemos el ahora, sólo tenemos Ipanema. No hay relojes, ni comida, ni una ciudad purulenta y vil tras nosotros. Todo se ha detenido, y al mismo tiempo se extiende hasta el infinito como un aleph de instantes. Parece de pronto imposible pensar en que algún día todo esto acabará; que los meteoritos y las tormentas arrasarán con la playa. Pero más bien es irrelevante. Lo relevante es que por una tarde, aquí, en el Jardín del Infierno, todo ha desaparecido menos nosotros. Somos lo único que hay, y a la vez no existimos. A las seis de la tarde, en las playas de Rio de Janiero, no hay más que tentación, seducción, y pecado. Y gente, mucha gente. No existe otro lugar en el mundo que no sea la playa radiante envuelta en la luz hermosa y la arena que flota en el aire. No existe nada más. Y pensándolo bien: ni que hiciera falta.

martes, 9 de enero de 2007

Ascenso/Descenso (Do luxo ao lixo em 40 andares)




Desde el piso cuarenta del Edificio Italia, ver Sao Paulo. Los edificios y las calles se entremezclan como el agua y la arena en las olas del mar, y el efecto es igualmente revoltoso, aunque desde aquí parezca lejano. La miseria y los extremos se estrellan contra el edificio, contra sus cristales, como una ola contra las rocas. Ser, por unos segundos, la persona más alta de Sao Paulo, deja una sensación extraña. Ver la ciudad desde el piso cuarenta es tener una falsa ilusión de poder. Sentir que observar es controlar, que devorar con la mirada desde lo alto, los interminables edificios que se alejan en la noche como constelaciones cubiertas por una espesa sábana de neblina, es conocer Sao Paulo, no es más que una mentira. Observar una ciudad, cualquier ciudad, desde su punto más alto es desnudarla un poco, pero uno jamás podrá conocer las historias tras cada ventana, tras cada luz, tras cada automóvil, o tras cada persona que corre desesperadamente de un lado al otro de la calle. Pero los podemos ver. Los podemos seguir con la mirada, todos al mismo tiempo. Incluso, si fijamos la mirada en las luces de la noche, podemos notar cuando tras alguna ventana se prende o se apaga una luz. Podemos seguir varias personas al mismo tiempo, varios carros a la vez, pero jamás conoceremos. Podemos desnudar la carne, pero no el alma del conjunto urbano, aunque desde aquí todo parezca cubierto tras una como ropa transparente que incita la erótica visual de nuestro afán totalizador, y simula su plausibilidad. Un striptease de concreto, vidrio, y carne.
Ver Sao Paulo, una de las ciudades más violentas, más desiguales, una de las más dolorosas de América Latina, desde la terraza de un bar clavado en las nubes, rodeado de cristales que permiten ver hacia afuera pero no hacia dentro y donde un trago vale diez dólares, es ver la ciudad desde una fortaleza en donde uno tiene la impresión de ser intocable. Uno sabe que pocos en esta ciudad pueden ver la Praça da República bajo la sombra de las copas de sus árboles (viendo al mismo tiempo las copas), y que observar la concentración de rascacielos - posiblemente la más notable de América Latina-, azoteas y luces anaranjadas e interminables, es un privilegio un tanto perturbador.
Por eso, al descender de esta utopía colocada en un piso cuarenta, con meseros corteses, música en vivo, velas, mesas arregladas, servilletas de encaje, y copas de vino tinto, por el elevador hasta la planta baja, uno siente que desciende por un sistema digestivo que lo expulsa al llegar a la calle como heces al excusado. Los mismos cimientos del edificio, que dan a la calle, son el soporte de las tiendas de campaña improvisadas de personas que viven entre montañas de cartones, perros y basura, y que a la vez son los cimientos de algo más. No hay que caminar ni dos cuadras y comienzan a aparecer muchachas muy jóvenes, vestidas provocadoramente, y que venden su cuerpo para mal sobrevivir.
Hay que andar con cuidado entre las calles que los rascacielos esconden; hay que voltear cada pocos segundos para asegurarse de que nadie te venga siguiendo, porque el mar está picado, y aunque desde las alturas las olas parezcan apenas lengüetazos de cachorrito, son olas mortales, de una fuerza violenta, que se estrellan y ahogan a los que caen en sus remolinos. Y esta noche, parece que no dejan de estrellarse con la fuerza, triste y áspera, de un sueño roto, de un milagro que nunca llegó. Porque en Sao Paulo, del luxo al lixo, del simulacro capitalista a la realidad con olor a sangre fresca latinoamericana, no hay más que cuarenta pisos de distancia.




domingo, 7 de enero de 2007

El tiempo perdido

Pensé que llegar al vuelo iba a ser una experiencia de reflexión. Inevitablemente sería un movimiento hacia adelante pero esperaba que fuese también una experiencia evocadora del pasado, el cual se me presentaría como un punto geográfico recorrido. Me imaginaba reviviéndolo a través de las imágenes que se dibujarían sobre las calles y los cielos de la ciudad conforme me alejara por el eje vial, con los ojos fijos, dirigidos al mundo observable por el cristal trasero del auto. Sería como el movimiento del auto alejándome a la vez que por dentro voy recorriendo los segundos más condensados de mi existencia. Una especie de ascenso melancólico hacia un destino asegurado.

En lugar de eso, fue un viaje hacia el futuro. Despertar hora y media tarde evitó la posibilidad de cualquier reflexión, de cualquier sosiego. Me tuve que aferrar, aranhando, como un gato, al futuro que se me deslizaba de entre los dedos, al avión que se alejaba sin cargarme en sus entranhas. No tuve tiempo de sentir cómo las calles me fueron alejando, ni cómo el pasado que dejaba atrás se desfragmentaba. El aeropuerto ya no era un sitio de peregrinaje, sino únicamente una máquina de distancia hacia la cual me abalanzaba desesperadamente.

No fue hasta que las dudas sobre mi abordar el avión se disiparon (o sea, treinta minutos antes de despegar) que sentí la distancia erguirse y caer de inmediato entre mí y la ciudad de México con la fuerza de una piedra. Nada paulatino. Nada sutil. Fue como cruzar un umbral mágico, y que se cerrara mágicamente tras de mí, dejándome varado en una isla desierta. Fue tan rápido, que ahora, sobrevolando el infinito de los árboles y serpenteantes ríos amazónicos, y luego la oscuridad total, no termino de sentir que sea real. Esperar tanto este momento, para que dure tan poco, y sea tan brusco. Pensar que entre mi hogar, mi idea de seguridad, y mi cuerpo, se está forjando una brecha insondable por el cuerpo físico, una distancia irremediable que sólo 10 horas de vuelo en un avión pueden recorrer.

(Para colmo, éstas podrían bien ser falsas, pues viajando en un avión, uno nunca constata un espacio recorrido. Nunca lo toca.)

Todo ha sido brusco, pero puedo decir a ciencia cierta, ahora, que estamos a punto de aterrizar, que me siento lejos, que estoy lejos, y que eso era justo lo que quería.


06-01-07

miércoles, 3 de enero de 2007

Caminar (derivé)


Caminar por nuevas calles, por nuevos senderos, sin prejuicios ni expectativas, es difícil en un lugar que se conoce. No digo que sea imposible. Sólo difícil. Porque en las calles que uno conoce, siempre se sabe qué está a la vuelta de la esquina. Aunque sea sólo físicamente. Porque en el caso de algunas cosas (como la muerte), nunca estamos tan seguros de nada. Caminar por calles conocidas es recorrer el pasado en el presente. Es el pasado que se ejerce ante nosotros a través de cada paso que vamos dando y que se marca sobre los trozos de banqueta que nuestros pies han ido moldeando con la misma paciencia que el roce del viento va creando las montañas.

Me gusta el miedo de las calles nuevas, de las calles deconocidas. En la ciudad de México, como en cualquier otra ciudad que la gente considere su hogar, las calles se tornan familiares después de un tiempo. Se vuelven un poco insulsas, por decirlo de manera, a pesar de que nunca podamos controlarlas. Viajar es salir de la casa, es caminar por calles nuevas. Es caminar con los ojos bien abiertos y los pies sin saber hacia dónde se mueven, porque no tienes un hogar hacia el cual regresar y de alguna manera se puede decir que las calles por las que caminas te adoptan. El miedo (y el amor)a lo desconocido, llevan a que observemos más que de costumbre, a que caminemos sin prejuicios, ni esperanzas (en el mejor de los casos), guiados por un olfato extraño, pero que las personas que viajan conocen bien, a través de los laberintos de los cuales no buscamos salida. Porque un laberinto deja de serlo cuando ya no le buscas una salida, y caminar azarosamente entre las calles es más facil cuando no las conoces; es más facil en una ciudad en la que no tienes una casa, o un trabajo, o un conocido.

Uno comienza a caminar y es cuando las cosas ocurren. Te encuentras un restaurante escondido, barato, y delicioso, en el que engulles una deliciosa sopa de verduras caliente mientras afuera las palomas vuelan entre los azulejos que se entremezclan con el cielo portugués. Te sientas en un trono inca, sin saber qué es, y preparas el ritual del cáctus y el monólogo. Llegas a la orilla de un lago congelado, y observas el reflejo de los árboles pelones sobre el delgado hielo. Tomas el sol a la orilla de aguas heladas, a las que te metes a nadar. Todo comienza con un paso, todo comienza con nada. Una nada que lleva a algo. El arquero que busca dar en el dentro no lo logra hasta que se venda los ojos y decide no hacerlo ya. Lanzas un mensaje en una botella al agua y llega al recipiente indicado después de navegar por aguas interminables que se dibujan ante ella cada segundo por primera e infinita vez. Te atreves a lanzarte a la calle, desconocida, y la pasas a toda madre, porque únicamente vas flotando a través del mundo, a la deriva, hacia un destino que no escoges pero que finalmente es más tuyo que cualquier otra cosa en el mundo.

martes, 2 de enero de 2007

Itinerario




Frente a mí, un mapa reduce y constriñe un mundo que de otra manera me sería imposible conocer, pues sería una abstracción interminable. Sus colores, palabras, señalamientos topográficos, y marcas van delimitando y estableciendo los espacios. Observo de cerca el mapa y me percato, o al menos soy capaz de imaginar, que el mundo tiene una forma física, que tiene lugares que no son éste, y que tiene historias que ocurrieron y lugares en los que en este momento algo está ocurriendo. La revelación de una obviedad que no deja de resultar sorprendente. Coloco mi dedo sobre el papel amarillento y desgastado, y voy señalando puntos con las yemas de los dedos. Y cada vez que toco una de esas marcas negras, es como si mi dedo fuese un soplo dador de vida. Voy decidiendo, concibiendo, creando. De la misma manera que no existen las cosas hasta que inventamos palabras para referirnos a ellas, los lugares tampoco son palpables para nosotros hasta que nos decidimos a enfrentarlos. Tocarlos en un mapa es decidir, tentativamente, nuestro destino. O, más bien, encauzarlo, pues la cartografía es un lugar en el que lo imaginado se vuelve medianamente tangible. Resulta a su vez el punto de partida de algo, pues un mapa es a final de cuentas la teoría que antecede a la experiencia. Pongo mi dedo sobre un punto y me doy cuenta de que ahí hay calles o senderos. Coloco el índice de la mano izquierda y el índice de la derecha sobre dos puntos distintos y se revela una distancia real que tendré que atravesar por medio del movimiento. Se revela un espacio en el que cruzaré cada centímetro y en el que habrá lugares infinitos y sin nombre que serán la sucesión hacia otro. Y la sensación de saber esto me causa un escalofrío en el estómago porque aún no estoy seguro cómo voy a absorberlo todo, cómo voy a atravesar todo ese continente. Lo único que sospecho es que tengo que acercarme lo más posible a las cosas, y moverme con paciencia. Así que me alejo del mapa, le echo un último vistazo desde esta recámara donde no es más que la abstracción de algo lejano, y salgo hacia la calle, arrastrando una mochila. Ya afuera, cierro la reja, le pongo llave, me coloco la mochila sobre los hombros, y echo a andar en dirección al metro. Sospecho que quizá empaqué demasiado, pues la mochila pesa un poco más de lo que quisiera. Pero pienso que son sólo cosas, que me podré deshacer de ellas si alentan mi paso y nada pasará. Me reconforta saberlo, y acelero un poco mi paso: no voy con tiempo de sobra al aeropuerto y el trayecto en metro es aún bastante largo.


Lo que es innegable es que el itinerario, sobre todo en términos del turismo moderno, representa una destrucción del movimiento natural de un viaje. Decidir, de antemano y arbitrariamente, contratar un "tour" en el que te dirán qué lugares valen la pena, qué lugares no valen la pena, cuáles son los puntos que valen la pena conocer, rompe tajantemente con un movimiento necesario entre los lugares, a un cierto peregrinaje que en muchas ocasiones termina siendo el momento determinante, no tanto el sitio de peregrinación. Además, cuando uno viaja abierto a la posibilidad de la experiencia, sabe que lo importante no es ver lo más posible en el menor lapso de tiempo, pues ver sin experimentar es únicamente conformarse con una ilusión de poder y falso control (pues no importa cuántas veces le tomes la foto a un lago: ni no nadas en él no podrás sentir su agua).
Un itinerario es una decisión que a veces es injusta, porque implica constreñir nuestro movimiento y por lo mismo no debe tomarse nunca demasiado en serio. Por lo pronto, el mío va un poco así, aunque estoy abierto a lo que venga.

-Sao Paolo
-Rio de Janeiro
-Curitiba
-Paranaguá/Ilha da Mel
-Florianópolis
-Canela/Gramado
-Porto Alegre
-Montevideo